Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Viracocha…? -se sorprendió Proxi-. No, no. Viracocha no aparece por ningún lado en las leyendas aymaras. Al menos en lo que hemos leído, ¿no, Jabba? La religión aymara se basa en la naturaleza: la fecundidad, el ganado, el viento, las tormentas… Vivir en armonía con la naturaleza significa estar en armonía con los dioses, de los que tienen uno para cada fenómeno natural, aunque por encima de todos está la Pachamama, la Madre Tierra, y, si no recuerdo mal, antiguamente tenían también a un tal Thunupa, dios de… ¿de qué, Jabba?

– ¿De la lluvia o algo así? -sugirió éste, inseguro.

– Eso. De la lluvia y el relámpago. Puede que, por influencia de los incas, crean en Viracocha, no sé -continuó Proxi-. Lo que sí afirman es que son los descendientes directos de los constructores de Tiwanacu, una ciudad muy importante junto al lago Titicaca que ya estaba en ruinas cuando los españoles la descubrieron. Por lo visto, Tiwanacu era una especie de monasterio religioso, el centro sagrado más importante de los Andes, y sus gobernantes, los Capacas, eran sacerdotes-astrónomos.

– El problema es que nadie sabe nada -señaló Jabba-. Todo son elucubraciones, sospechas y teorías más o menos infundadas.

– Pues pasa lo mismo con los incas -dije yo, recordando mis lecturas de la tarde-. No puedo comprender que, estando como estamos en el siglo XXI, todavía seamos tan incapaces de explicar ciertas cosas.

– Es que esto no le interesa a nadie, Root -me aclaró Proxi con pena-. Sólo a cuatro pirados como tu hermano. Porque todo esto es por Daniel, ¿verdad?

Me removí en la silla, un tanto nervioso, y aproveché aquellos pocos segundos para decidir si les contaba mis tontas sospechas o no.

– Suéltalo -me ordenó mi grueso amigo.

No le di más vueltas. Fui relatándoles todo lo que sabía sin omitir detalle, ofreciéndoles datos y no opiniones para que su juicio, más imparcial que el mío, me ayudara a salir de la confusa maraña de disparates en la que me había metido. Sus miradas, mientras les explicaba la historia de los Documentos Miccinelli, los quipus y la maldición escrita en el papel encontrado sobre la mesa de Daniel, me hacían sentir incómodo. Ellos me conocían como alguien con una buena mente analítica capaz de idear el proyecto más complejo en un par de segundos y de encontrar una aguja lógica en un pajar de incoherencias, de modo que, a través de sus ojos, me estaba viendo como un auténtico botarate. Cuando, por fin, cerré la boca y, por hacer algo, cogí el vaso con la bebida y me lo acerqué, estaba seguro de haber caído para siempre en el más oscuro abismo de ridículo.

– Ya no eres el de antes, Root-me dijo Jabba.

– Lo sé.

– Estaba pensando lo mismo -añadió Proxi.

– Lo comprendo.

– Hubiera esperado mucho más de ti. Mucho más.

– Vale, Jabba, ya está bien.

– No, Root. Jabba tiene razón. Has hecho el peor análisis de tu vida.

– Tiene miedo.

– Eso está claro.

– ¡Bueno, se acabó! -exclamé, riéndome con nerviosismo-. ¿Qué demonios pasa aquí?

– No quieres verlo, amigo mío. Lo tienes delante de la nariz y no quieres verlo.

– ¿Qué es lo que tengo delante de la nariz?

– Daniel descifró la clave de los quipus y tradujo la maldición. Estás perdiendo tu olfato de hacker.

Se echó hacia atrás el pelo rojo, que clareaba bajo la luz blanca de neón y me observó con aires de suficiencia.

– Ya te he dicho -protesté- que los quipus estaban escritos en quechua y que mi hermano sólo sabía aymara.

– ¿Lo has comprobado?

– ¿Qué tenía que comprobar?

– Si la maldición estaba en aymara -apuntó Proxi.

– No, no lo he hecho.

– Entonces, ¿por qué seguimos hablando? -arguyó Jabba, molesto.

Proxi le censuró con la mirada y, luego, me dijo:

– Daniel tuvo que encontrar algo que le hizo cambiar del quechua al aymara. Nos has contado que él le dijo a Ona que la solución estaba en esta última lengua. La pregunta es… ¿la solución a qué? Probablemente a algún quipu que no respondía a las reglas en quechua que iba encontrando. ¿Miraste todo lo que había en el despacho de tu hermano?

– No. Pero me llevé mucho material a casa. Mañana le echaré una ojeada.

– ¿Ves como ya no eres el de antes? -insistió Jabba, chasqueando la lengua con desprecio.

– No hay que olvidar, además, otros dos pequeños detalles -siguió diciendo Proxi-. Primero, el aymara es una lengua extraña que puede tener algo más que un simple parecido de forma con los lenguajes de programación. ¿Acaso no recordáis que los brujos, los magos y todo ese tipo de gente realizaba encantamientos pronunciando extrañas palabras? Mary Poppins, sin ir más lejos… ¡Siempre me acordaré!: Supercalifragilisticoespialidoso -entonó a lo Julie Andrews sin vergüenza alguna.

– Y, más recientemente, Harry Potter-propuso Jabba.

– ¡Oh, es fantástico! -exclamó Proxi, soñadora-. ¡Alohomora! ¡Obliviate! ¡Relaxo!

¿Aquélla era mi mejor mercenaria, la fabulosa y experta ingeniera a la que le pagaba una fortuna al año por encontrar fallos de seguridad en nuestros programas y agujeros en los programas de la competencia?

– Y también La bruja novata.

– ¡Eso! -grité-. ¡Tú dale alas a la loca esta!

– Treguna, Mekoides, Trecorum Satis Dee… -canturreó ella, sin apercibirse de que todo el mundo en la cafetería la estaba observando con una sonrisa en los labios-. Treguna, Mekoides, Trecorum Satis Dee…

– ¡Basta ya! He pillado la idea, en serio. Las palabras. Está clarísimo.

– Pero hay algo más -continuó Jabba-. Díselo, Proxi.

– Buscando información sobre los aymaras y su lengua, encontramos un documento muy extraño sobre unos médicos de la antigüedad que curaban con hierbas y palabras. Por lo visto tenían un lenguaje secreto y mágico. Creíamos que era una de tantas supersticiones y no le hicimos caso, pero ahora…

– ¡Aquí está el papel! -dijo Jabba sacando una hoja del montón-. Los yatiris, descendientes directos de la cultura Tiwanacota, reverenciados por los incas, que los consideraban de noble alcurnia. Eran aymaras, por supuesto, y, entre los suyos, se les honraba como a sabios o filósofos de grandes conocimientos. «Muchos etnolingüistas afirman -leyó, nervioso- que la lengua que utilizaban los yatiris no era sino el idioma secreto que la nobleza inca Orejona hablaba entre los suyos, empleando el quechua común para el resto.»

– ¡Yatiris! -dejé escapar, alarmado.

– ¿Qué pasa? -preguntó Proxi.

– ¡Es lo que dijo Daniel ayer! ¡Dijo que estaba muerto porque los yatiris le habían castigado! Repetía también otra palabra: lawt'ata.

– ¿Qué significa? -quiso saber Jabba.

– No tengo la menor idea. Tendré que comprobarlo.

– Antes lo habrías hecho inmediatamente.

– Sé comprensivo, Jabba -intercedió Proxi-. Su hermano está enfermo e ingresado en este hospital desde hace dos días.

Marc resopló.

– Por ahí se salva. Pero se está convirtiendo en un ordenador sin sistema operativo, en un teclado sin Enter, en un triste monitor de fósforo verde, en…

– ¡Marc! -le reprendió Proxi-. Ya es suficiente.

Pero Jabba tenía razón. Mi cerebro no estaba funcionando con la claridad habitual. Quizá era cierto que tenía miedo de meter la pata y de quedar como un tonto. Me estaba moviendo por un terreno muy resbaladizo, a medio camino aún entre mi mundo, racional y ordenado, y el mundo de mi hermano, confuso y enigmático. Yo me había proyectado hacia el futuro mientras que él lo había hecho hacia el pasado y, ahora, no sólo debía cambiar mi forma de pensar y mi escala de valores, sino también romper con unos cuantos prejuicios básicos y seguir una corazonada que no estaba fundamentada en la realidad sino en extrañas imprecisiones históricas.

18
{"b":"125402","o":1}