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Para cuando el sistema cortó la comunicación, ya había terminado de cenar y estaba entrando en la ducha. Extrañado por el silencio de Proxi y Jabba, que no habían dado señales de vida en toda la tarde, arramblé con los bártulos y salí zumbando hacia el garaje. A las nueve menos cuarto llegué a casa de mi hermano, pero esta vez no me hizo falta buscar aparcamiento porque Ona me esperaba en la puerta con los brazos cruzados. Se había puesto un jersey negro y una falda con un ancho cinturón de cuero. Durante el breve trayecto hasta La Custodia me estuvo contando que apenas había podido dormir un par de horas en todo el día por culpa de la baja de Daniel, ya que, primero, había tenido que ir al médico de cabecera para recogerla y, luego, desplazarse hasta Bellaterra para entregarla en la secretaría de la facultad.

Clifford tenía realmente muy mala cara cuando Ona y yo entramos en la habitación de Daniel. Su piel exhibía un preocupante tono oliváceo y bajo los ojos se le hinchaban dos grandes bolsas oscuras. Tampoco mi hermano ofrecía aquella noche su mejor aspecto: precisaba con urgencia que alguien le pasara una maquinilla por la cara y me dio la impresión de que estaba algo demacrado, con las mejillas hundidas y los huesos de la frente más pronunciados. Por contraste, mi madre se mostraba tan saludable y estupenda como siempre, pictórica de energía y vigor, y eso que, según contó, habían estado recibiendo visitas sin parar durante todo el día (sus amigos de siempre, sus menos amigos, sus conocidos, los conocidos de sus conocidos…) y que su intensa guerra privada con las enfermeras y auxiliares de la planta estaba en pleno apogeo. También Miquel y Diego (el doctor Llor y el doctor Hernández) habían participado de la activa vida social de la habitación, y mi abuela, sin que nadie supiera cómo se había enterado, había llamado desde Vic para preguntar por su nieto y para anunciar que llegaría a primera hora de la mañana del día siguiente.

– Y claro, con todo este jaleo -concluyó mi madre mirando con lástima a su marido, que languidecía silenciosamente sentado en la silla de plástico-, Clifford se ha puesto fatal. ¿Y mi pequeño Dani, Ona? ¿Crees que mañana podría verlo un rato? ¡Claro que si tus padres están tan cansados como nosotros…! Un niño cansa mucho. ¡Seguro que, con él, no hay manera de parar en todo el día! Estoy pensando -se cogió la barbilla con la mano para indicarnos que su reflexión era realmente profunda- que, si mi madre también se queda en casa de Arnau, podría hacerse cargo de Dani, ¿no crees, Clifford? Sería una solución fantástica.

– Mamá, Clifford no está bien, tiene mal aspecto -le dije-. Deberíais marcharos.

– Es cierto -comentó despreocupadamente, levantándose-. Vámonos, Clifford. Por cierto, Arnau, explícame qué tengo que hacer para que tu casa me obedezca. ¡Es que no hay manera con estas nuevas tecnologías! No consigo que nada funcione. ¿No podrías tener una casa normal, como todo el mundo? Mira que eres raro, hijo mío. ¡Quién me iba a mí a decir que acabarías dedicándote a todas estas tonterías infantiles de los ordenadores y los videojuegos…! No crecerás nunca, Arnie-me reprochó; no tenía ni idea de lo que yo hacía realmente en mi empresa, y tampoco le interesaba demasiado saberlo-. Venga, dime qué tengo que hacer porque si no, al final, me tocará irme a un hotel: cuando entro en alguna habitación, ese sistema tan inteligente no me enciende las luces; si quiero ducharme, el agua me sale fría; las puertas de los armarios no se abren y me cambia constantemente los canales de la televisión. Esta mañana, mientras me vestía, ha empezado a sonar un redoble de tambor que sólo se ha detenido cuando ha llegado Magdalena y…

– Mamá -la atajé con voz firme-. Llévate a Clifford.

– Tienes razón. Tienes razón. Vámonos, Clifford.

¿Cómo podía seguir teniendo ganas de hablar después de haber pasado el día entero conversando con unos y con otros?

– ¿Pero no me vas a decir qué hago con lo de tu casa? -insistió, antes de salir.

– Sí -repuse-. Intenta mantenerte callada. Estás volviendo loco al ordenador.

Se quedó en suspenso unos segundos y, por fin, estalló en una alegre carcajada.

– ¡Arnau, Arnau! ¡Mira que eres malo! -Y, diciendo esto, desapareció de nuestra vista mientras Clifford se despedía con un afectuoso cabeceo y cerraba la puerta.

– ¡Por fin! -exclamó Ona, que había permanecido junto a Daniel desde que llegamos-. Perdóname, Arnau, pero tu madre es agotadora.

– ¡A mí me lo vas a decir!

Mi cuñada se inclinó sobre mi hermano y le dio un suave beso en los labios. Me llamó la atención descubrir que no se había atrevido a hacerlo antes, delante de sus suegros. Daniel, sin embargo, giró la cabeza hacia la ventana con brusquedad, rehuyendo el contacto.

– ¿Sabes qué? -le dije acercándome a ella, que se había quedado petrificada por el desdén-. Vamos a levantarle y a afeitarle.

Pero Ona no reaccionaba, así que la tomé del brazo y la zarandeé suavemente.

– Vamos, Ona. Ayúdame.

Cuando, después de incontables esfuerzos y peleas, conseguimos sentar a Daniel en el borde de la cama, sonaron unos golpecitos en la puerta. Mi cuñada y yo miramos en aquella dirección, esperando ver entrar a la primera enfermera de la noche, pero, en lugar de eso, sonaron de nuevo los golpes.

– No estamos esperando a nadie, ¿verdad? -murmuró ella.

– No -confirmé-. Y espero que no sea ni Miquel ni Diego.

– Adelante -invitó ella, alzando la voz.

Me quedé de una pieza cuando vi aparecer por la puerta las figuras de Proxi y Jabba. Se les notó inmediatamente en la cara la dolorosa impresión que les producía ver a Daniel hecho un pelele y embutido en aquel horrible pijama de hospital.

– Pasad -les dije, haciéndoles un gesto con la mano para que avanzaran.

– No queremos molestaros -farfulló Jabba, que llevaba una gruesa cartera de documentos debajo del brazo.

– No nos molestáis -les aseguró, sonriente, mi cuñada-. Venga. No os quedéis ahí.

– Es que parece que os hemos pillado en un mal momento… -comentó Proxi sin dar un paso.

– Bueno, íbamos a… -Me detuve en seco porque, de repente, me di cuenta de que Lola y Marc no hubieran acudido por sorpresa al hospital a aquellas horas sin un buen motivo-. ¿Ocurre algo?

– Sólo queríamos enseñarte unas cosas -manifestó Jabba, apurado, propinando unos golpecitos al voluminoso cartapacio-, pero podemos dejarlo para mañana.

Sus miradas, no obstante, indicaban todo lo contrario y que, lo que fuera que habían venido expresamente a enseñarme, era muy urgente.

– ¿Se trata del boicot a la TraxSG?

– No, eso sigue yendo bien.

O sea, que se trataba del aymara que se hablaba en el sudeste del Imperio inca.

– ¿Te importa que volvamos a acostar a Daniel? -le pregunté a mi cuñada-. No tardaré mucho.

– Tranquilo -me animó ella, tumbando de nuevo a mi hermano con cuidado; era más fácil acostarle que levantarle-. Vete con ellos. No te preocupes.

Pero sí estaba preocupado y no por Daniel precisamente.

– Estaremos en la cafetería de la planta baja -le dije-. Llámame al móvil si me necesitas.

Apenas salimos al pasillo y después de cerrar despacio la puerta detrás de mí, miré patibulariamente a aquellos dos.

– ¿Qué demonios ocurre?

– ¿No querías saberlo todo sobre el aymara? -me espetó Proxi, con el ceño fruncido; una vez fuera de la habitación, habían dejado de andarse por las ramas.

– Sí.

– ¡Pues prepárate! -declaró Jabba, iniciando la marcha hacia la salida de la planta-. ¡No sabes dónde te has metido!

– ¿De qué está hablando? -le pregunté a Proxi.

– Mejor será que esperes a que nos sentemos. Es un consejo de amiga.

No pronunciamos ni una palabra más hasta llegar a la cafetería e hicimos todo el trayecto caminando a buen paso detrás de Jabba, que parecía avanzar impulsado por un motor a reacción.

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