– Eres única, abuela.
– ¡Venga, no protestes! -me regañó, y mi madre, con un tono que no dejaba lugar a dudas, voceó que me quedaría con mi hermano tanto si protestaba como si no.
– Dile a tu hija que la estoy oyendo.
– Ya lo sabe -repuso mi abuela muy divertida-. Lo ha dicho cerca del teléfono para que te enteraras. Bueno, entonces, ya está. ¿Cuánto tardarás en llegar?
– Una hora. Tengo que recoger a Marta.
– Ya que vas a venir solo -puntualizó mi abuela para dejarme claro que era mejor que Marta esperara en el coche hasta que ellos se hubiesen marchado-, acuérdate de coger el muñeco ese tan feo que has traído para Dani y que nos enseñaste anoche.
– Es un dios.
– Me da lo mismo. Sigue siendo de muy mal gusto. Hala, adiós. No te retrases.
En fin, mis magníficos planes para aquella tarde acababan de volatilizarse. Habría que esperar y, francamente, no me hacía ninguna gracia. Algo me decía que Marta sí que hubiera venido a casa. Bueno, podía comprobarlo. Todavía teníamos la noche por delante. La llamé.
– Hola, ¿has visto las fotos? -le pregunté en cuanto descolgó.
– Estoy mirándolas -podía notar en su voz la sonrisa que, sin duda, dibujaban sus labios-. Parece increíble, ¿verdad?
– Verdad. Yo he sentido lo mismo.
– Es un material fantástico. Lola hizo un gran trabajo. ¡Resulta curioso contemplar todas estas cosas desde aquí, desde casa!
– Hablando de casas…
– He estado pensando -anunció de sopetón-. Creo que prefiero dejar la visita para después de curar a Daniel. Hagamos las cosas bien hechas.
– De acuerdo -acepté, muy tranquilo.
Se quedó en silencio, sorprendida.
– ¿«De acuerdo…»? Creí que ibas a insistir.
– No, en absoluto. Si tú quieres aplazarlo hasta después de curar a Daniel, me parece bien. Por cierto -dije muy serio-, mi abuela acaba de llamarme. Tengo que quedarme con Daniel un par de horas porque la familia al completo se va de compras.
Ella tardó unos segundos en reaccionar y, luego, soltó una carcajada.
– ¡Está bien! ¡Tú ganas! -dijo sin parar de reír-. Vayamos a casa de tu hermano y, luego, ya veremos.
Mientras me dirigía a buscarla con el coche, me reproché tanta confianza estúpida en la dichosa frase de los Capacas. Si no funcionaba, si aquel sortilegio, maleficio o encantamiento no cumplía su cometido, Daniel seguiría siendo un vegetal durante mucho tiempo o, en el peor de los casos, el resto de su vida. Se lo dije a Marta en cuanto subió al coche y, durante el resto del trayecto hasta la calle Xiprer, estuvimos discutiendo nerviosamente las alternativas: traducir a la mayor velocidad posible las láminas de oro de la Cámara del Viajero, intentar encontrar de nuevo Qalamana sobrevolando la inmensa zona probable, hacerle oír a Daniel la cinta grabada por Gertrude… En fin, supongo que estábamos nerviosos por muchas cosas pero íbamos a enfrentarnos a la peor de ellas de manera inmediata.
– Recuerdas la frase, ¿verdad? -le pregunté por enésima vez mientras salíamos del vehículo, aparcado, como siempre, sobre la acera del chaflán.
– No seas pesado, Arnau. Ya te he dicho que la recuerdo perfectamente.
– Por cierto… -la llamé mientras se alejaba hacia la cafetería en la que le había pedido que esperara mi llamada; ella se volvió y en sus ojos vi algo que me gustó-. ¿Sabes que no tengo tu número de móvil?
Con una sonrisa se acercó a mí y me lo repitió un par de veces mientras yo intentaba grabarlo en mi teléfono sin equivocarme. Luego, se alejó despacio y me quedé observándola hasta que giró en la siguiente esquina y desapareció. Me costó lo mío ponerme en marcha y caminar hacia el portal de la casa de mi hermano.
Me abrió mi madre desde arriba y, mientras atravesaba la entrada y subía los tres o cuatro escalones que daban acceso al ascensor, vi, esperando su llegada, la espalda de uno de esos tipos enormes y pelirrojos que tanto se parecían a Jabba. Algún día, me dije, algún día vendré a esta casa y se habrán marchado todos a su planeta y no volveré a encontrarme con ninguno de ellos. Me reí con la boca cerrada y el tipo me miró de reojo, pensando, supongo, que estaba como una cabra.
Ona me recibió en la puerta y me dio un fuerte abrazo. Tenía mucho mejor aspecto que cuando me marché a Bolivia. Había recuperado la sonrisa y se la veía otra vez animosa y contenta.
– ¡Anda, entra, chamán de la selva! -se burló-. ¿Te han dicho que estás peor que tu hermano? ¡Mira que largarte al Amazonas de un día para otro y volver dos meses después con una pócima milagrosa!
– Pues le está sentando divinamente -sentenció mi madre, que venía por el pasillo con su nieto en los brazos-. Yo diría, incluso, que le veo como más vivo, no sé… ¿Verdad, Clifford? Clifford y yo lo estuvimos comentando esta mañana después de darle la primera infusión con las gotas, ¿verdad, Clifford? En seguida noté algo raro en Daniel, algo distinto.
Ona me hizo un gesto con los ojos para que no me creyera ni media palabra de lo que decía mi madre (¡como si hubiera podido!), mientras yo cogía a Dani y lo levantaba hasta el techo. Hacía un calor infernal en aquella casa. Aun así, mi sobrino llevaba, como siempre, su toquilla fuertemente agarrada.
– ¡Mira lo que te he traído! -le dije, enseñándole el Ekeko.
– Desde luego, Arnie, no comprendo cómo has podido comprarle algo así al niño. ¡Con la de cosas bonitas que tiene que haber en la selva! Este muñeco es espantoso.
En ese momento, mi sobrino lo lanzó por los aire con gran alegría y me pateó para que lo dejara en el suelo y, así, poder seguir destrozándolo a gusto.
– ¿Ves lo que te decía? -continuó mi madre-. ¡Le va a durar diez minutos! Si es que tienes la cabeza en las nubes, hijo. Deberías haberle traído algo que pudiera conservar hasta que fuera mayor, como recuerdo del viaje de su tío. Pero, ¡no, claro!, le traes un muñeco horrible que el niño va a romper antes de que nos vayamos.
Mi sobrino jugaba al fútbol con el Ekeko por el pasillo. A veces la pierna se le iba un poco hacia un lado o hacia otro y, entonces, no conseguía que el dios avanzara hacia el salón como era su propósito, pero en el siguiente intento, el sucesor del Dios de los Báculos, de Thunupa, recorría un metro más limpiando el suelo. El crío estaba encantado de la vida. El regalo había sido todo un acierto.
– Hala, venga, marchaos -dijo una voz débil y temblorosa desde el sofá del fondo-. Os van a cerrar las tiendas.
Era mi abuela. ¿Por qué tenía esa voz tan rara?
– ¿Pero es que tú no te vas con ellos? -le pregunté con una mirada inquisitiva, mientras saludaba a Clifford, quien, como Ona, había mejorado bastante desde la última vez. El tiempo hace que nos acostumbremos a todo, incluso a las experiencias más dolorosas.
– A tu abuela acaba de darle ahora mismo un mareo -anunció mi madre-. Por eso no nos ha dado tiempo a llamarte. Pero como la pobre no quiere estropearnos la tarde, se ha empeñado en que nos vayamos sin ella. ¿Podrás cuidarla, Arnie? Te dejamos a cargo de tu hermano y de la abuela, así que tienes doble trabajo. Si se pone peor… -dijo, cogiendo su bolso y alargándole a Clifford la bolsa de Dani, con los pañales, los biberones, las mudas y toda esa increíble cantidad de cosas que necesitan los niños para ir a cualquier sitio-. ¿Me estás oyendo, Arnau?
– Claro que te oigo, mamá -murmuré distraído, echándole disimuladamente a mi abuela una mirada de esas que hubieran asustado al miedo.
– Te estaba diciendo que si la abuela se pone peor que me llames inmediatamente al móvil. ¿Estarás bien, mamá? -le preguntó, inclinándose hacia ella para darle un beso de despedida.
Mi abuela, poniendo cara de circunstancias, se dejó besar y suspiró con tristeza.
– No os preocupéis por mí. Pasadlo bien.
Salieron todos otra vez por el pasillo en dirección a la puerta y mi madre giró la cabeza para hablarme en susurros: