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Con el pasar de los días, sin embargo, empezamos a analizar el mensaje. Lola, como siempre, fue la primera en hacerlo:

– No es por incordiar -se disculpó de antemano una noche, mientras nos sentábamos junto al fuego-, pero no puedo quitarme de la cabeza la idea de que, según los Capacas, la última Era Glacial no duró dos millones y medio de años sino que fue el resultado de una catástrofe más o menos breve ocurrida por el choque de gigantescos meteoritos contra la superficie de la Tierra.

– No podemos creernos eso -murmuró Marc-. Va contra toda la geología moderna.

– Daría cualquier cosa por un cigarrillo -murmuró Marta.

– No has vuelto a fumar desde que salimos de La Paz, ¿eh? -le dijo Gertrude satisfecha.

– ¿Estáis cambiando de tema? -les preguntó Lola con la mosca detrás de la oreja.

– No, en absoluto -replicó Marta, incorporándose a medias y mirándola-. Sabía que, antes o después, tendríamos que hablar de todo aquello. Precisamente por eso necesito un cigarrillo.

– Pues yo estoy convencida de que hay mucha verdad en la historia que nos contaron -manifestó Gertrude de repente.

– ¿También la parte que hablaba de que la vida llegó en piedras humeantes desde el cielo? -preguntó Marc, irónico.

– No te creas que es tan raro -objeté yo, arrancando una hierba del suelo y comenzando a enredarla entre mis dedos-. Eso es exactamente lo que afirman las últimas teorías sobre la aparición de la vida en la Tierra. Como no hay forma de explicar cómo demonios se originó, ahora dicen que vino de fuera; que el ADN, el código genético, llegó a lomos de un meteorito.

– ¿Lo veis…? -sonrió Gertrude-. Y si seguimos escarbando, encontraremos muchas más cosas así.

Lola carraspeó.

– Pero, entonces… -dijo, insegura-. ¿Qué pasa con eso de que la vida creó a todos los animales y plantas del mundo al mismo tiempo? ¿Nos cargamos también la Teoría de la Evolución?

Ahí estaba mi tema favorito, me dije cargando rápidamente baterías. Pero Gertrude se me adelantó:

– Bueno, la Teoría de la Evolución ya no es aceptada por mucha gente. Sé que suena raro pero es que, en Estados Unidos, es un asunto que lleva muchos años investigándose por motivos religiosos. Ya sabéis que en mi país hay una fuerte corriente fundamentalista y esa gente se empeñó hace tiempo en demostrar que la ciencia estaba equivocada y que Dios había creado el mundo tal y como dice la Biblia.

– ¿En serio? -se sorprendió Marc.

– Perdona que te lo diga, Gertrude -comentó la mercenaria con su habitual aplomo-, pero los yanquis sois muy raros. A veces tenéis cosas que… En fin, tú ya me entiendes.

Gertrude asintió.

– Estoy de acuerdo -admitió sonriendo.

– Bueno, pero ¿a qué venía lo de los fundamentalistas? -pregunté.

– Pues venía a cuento de que, bueno… En realidad se llaman a sí mismos creacionistas. Y, sí, encontraron las pruebas.

– ¿Las pruebas de que Dios había creado el mundo? -me reboté.

– No, en realidad, no -repuso ella, divertida-. Las pruebas de que la Teoría de la Evolución era incorrecta, de que Darwin se equivocó.

Efraín parecía conocer bien el asunto porque asentía de vez en cuando, pero no así Marta, que se revolvió como si la hubiera picado una pucarara.

– Pero, Gertrude -protestó-, ¡no puede haber pruebas contra la evolución! ¡Es ridículo, por favor!

– Lo que no hay, Marta -dije yo-, son pruebas de la evolución. Si la teoría de Darwin hubiera sido demostrada ya -y recordé que le había dicho lo mismo a mi cuñada Ona no hacía demasiado tiempo-, no sería una teoría, sería una ley, la Ley de Darwin, y no es así.

– Hombre… -murmuró Marc, mordisqueando una hierbecilla-, a mí nunca terminó de convencerme eso de que viniéramos del mono, por muy lógico que parezca.

– No hay ninguna prueba que demuestre que venimos del mono, Marc -le dije-. Ninguna. ¿O qué te crees que es eso del eslabón perdido? ¿Un cuento…? Si hacemos caso a lo que nos contaron los Capacas, el eslabón perdido seguirá perdido para siempre porque nunca existió. Supuestamente los mamíferos venimos de los reptiles, pero de los innumerables seres intermedios y malformados que debieron existir durante miles de millones de años para dar el salto de una criatura perfecta a otra también perfecta, no se ha encontrado ningún fósil. Y pasa lo mismo con cualquier otra especie de las que hay sobre el planeta.

– ¡No puedo creer lo que estoy oyendo! -me reprochó Lola-. ¡Ahora va a resultar que tú, una mente racional y analítica como pocas, eres un zopenco ignorante!

– Me da igual lo que digas -repuse-. Cada uno puede pensar lo que quiera y plantearse las dudas que le dé la gana, ¿o no? A mí nadie puede prohibirme que pida pruebas de la evolución. Y, de momento, no me las dan. Estoy harto de oír decir en la televisión que los neandertales son nuestros antepasados cuando, genéticamente, tenemos menos que ver con ellos que con los monos.

– Pero eran seres humanos, ¿no? -se extrañó Marc.

– Sí, pero otro tipo de seres humanos muy diferentes a nosotros -puntualicé.

– ¿Y qué pruebas eran esas que encontraron los fundamentalistas de tu país, Gertrude? -preguntó Lola con curiosidad.

– Oh, bueno, no las recuerdo todas de memoria ahorita mismo. Lo lamento. El que estemos hablando sobre lo que nos contaron los yatiris me ha hecho refrescar viejas lecturas de los últimos años. Pero, en fin, a ver… -Y se recogió con las manos el pelo ondulado y sucio, sujetándoselo sobre la cabeza-. Una de ellas era que en muchos lugares del mundo se han encontrado restos de esqueletos fosilizados de mamíferos y de dinosaurios en los mismos estratos geológicos (23), cosa imposible según la Teoría de la Evolución, o huellas de dinosaurios y seres humanos en el mismo lugar, como en el lecho del río Paluxy, en Texas (24). Y otra cosa que recuerdo también es que, según los experimentos científicos, las mutaciones genéticas resultan siempre perjudiciales, cuando no mortales. Es lo que decía antes Arnau sobre los millones de seres malformados que harían falta para pasar de una especie bien adaptada a otra. La mayor parte de los animales mutados genéticamente no permanecen con vida el tiempo suficiente para transmitir esas alteraciones a sus descendientes y, además, en la evolución, harían falta dos animales de distinto género con la misma mutación aparecida en sus genes por azar para asegurar la continuación del cambio, lo que es estadísticamente imposible. Ellos admiten que existe la microevolución, es decir, que cualquier ser vivo puede evolucionar en pequeñas características: los ojos azules en lugares de poca luz o la piel negra para las zonas de sol muy fuerte, o que se tenga mayor estatura por una mejor alimentación, etc. Lo que no aceptan de ninguna manera es la macroevolución, es decir, que un pez pueda convertirse en mono o un ave en reptil o, simplemente, que una planta dé lugar a un animal.

(23) «El origen de los mamíferos», National Geographic, abril de 2003. La Vanguardia Digital , edición del 4 de junio de 2002, sección «La Vanguardia de la Ciencia», artículo de la Agencia EFE, «Un yacimiento en Rumania aporta nuevas pruebas sobre la coexistencia de dinosaurios y mamíferos en Europa.»

(24) Hans-Joachim Zillmer, Darwin se equivocó, Timun Mas, Barcelona, 2000.

Todos escuchábamos con atención a Gertrude, pero, a hurtadillas, vi la cara de Marta con ese gesto terrible que amenazaba tormenta de rayos y truenos:

– ¡Se acabó! -atajó de forma brusca-. Puede haber muchas explicaciones para lo que nos contaron los Capacas. Cada uno es muy libre de quedarse con lo que quiera. Es absurdo discutir sobre esto. Me niego de todas todas a continuar. Lo que debemos hacer es estudiar a fondo la documentación de la Pirámide del Viajero y cumplir lo que prometimos: Efraín y yo iremos publicando nuestros descubrimientos y, luego, que los científicos, los creacionistas y los paganos investiguen por su cuenta lo que quieran.

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