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Experiencias similares a la que yo estaba teniendo las vivieron también mis compañeros, por eso cuando acabó la salmodia de los ancianos el silencio se prolongó durante mucho tiempo. No éramos capaces de hablar porque estábamos muy ocupados intentando atrapar al vuelo los pensamientos. El canturreo de los Capacas contenía, con toda probabilidad, montones de sonidos capaces de alterar nuestros cerebros, de despertarlos. Quizá habíamos pasado de utilizar el cinco por ciento a usar temporalmente el seis, o el cinco y medio, y éramos conscientes de ello. Entonces comprendí también lo que me había dicho Marta cuando la acusé de haber sido manipulada por los yatiris para que consintiera en no hablar nunca de Qalamana: yo también tenía claro que habían utilizado el poder de las palabras conmigo y, sin embargo, no sentía que hubiera sido invadido por ideas o pensamientos ajenos. Estaba, como dijo ella, despierto, despejado y muy tranquilo y sabía que todo lo que había en mi cabeza era mío. Era yo, y sólo yo, quien ocupaba mi mente y quien, como Marta, veía ahora con claridad lo innecesario de sacar a la luz todo aquello, de meter los focos y las cámaras en Qalamana o, lo que era aún peor, de arrebatar aquel poder a los yatiris para ponerlo en manos de unos cuantos científicos que trabajasen al servicio de gobiernos armados o de grupos terroristas, de los que el mundo estaba lleno en una época en la que todas las ideologías y todos los sistemas se habían corrompido.

– O sea… -murmuró Lola, llevándose las manos a la cabeza como si necesitara sujetarla o comprimir lo que tenía dentro- que de una Era Glacial de dos millones y medio de años, nada. Todo ocurrió en muy poco tiempo… Por eso los mamuts aparecen todavía congelados en los hielos de Siberia, tan frescos que han alimentado con su carne a generaciones de esquimales (22).

(22) Richard Stone, Mamut. La historia secreta de los gigantes del hielo, Grijalbo, Barcelona, 2002.

Su voz nos devolvió la capacidad de hablar.

– Esto es de locos -balbució Marc, agitando la cabeza en sentido negativo, intentando desechar algún pensamiento que no parecía ser de su agrado.

– Creo que todos tenemos demasiadas cosas en la cabeza -dije yo, incorporándome con dificultad para estirar el cuerpo y la mente. Me pilló casi por sorpresa descubrir que ahora sí sabía lo que quería hacer con mi vida cuando volviera a Barcelona, a casa, a esos lugares que parecían remotos e inexistentes en aquella situación pero que, sin duda, volverían a convertirse en realidad en no mucho tiempo.

Lentamente, fuimos saliendo de ese estado de concentración profunda en el que nos había sumido el canturreo. Mi cabeza empezó a reducir su velocidad y las ideas dejaron de atropellarse.

– La vecita de sus mercedes a terminado -dijo la voz de Arukutipa desde el fondo de la sala-. Deven partirze agora de Qalamana y no bolber.

A Marta se le agrió el gesto.

– Hemos aceptado no hablar de su ciudad ni de ustedes ni del poder de las palabras para mantenerles a salvo de… -titubeó-, de los otros españoles, pero no comprendo esa prohibición de regresar. Ya les hemos dicho que no gobernamos en estas tierras y que no queda nada de las pestilencias, de modo que, si no suponemos un peligro, ¿por qué no podemos volver? Algunos de nosotros quisiéramos aprender más cosas sobre su cultura y su historia.

– No, doña Marta -rehusó el chaval-, sus mercedes no deven ser desubedentes y soberbiosos. Se vayan y no buelban atrás y regrésense cin pendencia con los Toromonas hasta la ciubdad de Qhispita, en la selva, y, quando estén en Taipikala, debuelban la piedra que tomaron para allegarse desde Qhispita hasta Qalamana.

– Qhispita significa «A salvo» -nos tradujo Efraín amablemente.

– ¿Está diciendo -se alarmó Marc, haciendo caso omiso del arqueólogo- que tenemos que volver a entrar en Lakaqullu, recorrer otra vez toda la pirámide y pasar aquellas pruebas de nuevo para dejar la rosquilla de piedra en el lugar donde la encontramos, que estaba justo al final del camino?

– No te preocupes -le animó Marta en voz baja-. Nos hemos comprometido a no hablar de Qalamana y de sus habitantes, pero aún tenemos que decidir por nuestra cuenta qué haremos con la rosquilla y con la Pirámide del Viajero y sus láminas de oro. En cualquier caso, recuerdo perfectamente el sitio por el que salimos a la superficie así que, si decidimos devolverla, bastará con entrar en sentido contrario.

– Parece que ellos esperan que respetemos lo que dejaron allí -murmuré.

– No se olvide, Marta -dijo Efraín mirándome mal y estrechando sus dos manos en un gesto de súplica-, que soy el director de las excavaciones que se están realizando en este momento en Tiwanacu y que usted forma parte de mi equipo. No podemos echar a perder esta oportunidad única, comadrita. Usted misma obtuvo, por sus influencias, una autorización especial para excavar en Lakaqullu.

– Su merced deve retraerse de su herronía -le ordenó en ese momento Arukutipa a Efraín- y ací mereser nuestra honrra y rrespeto para ciempre. Y tanbién doña Marta debe retraerse.

– Vuestra antigua ciudad -repuso ésta, poniéndose en pie para que la escucharan con claridad, aunque, en realidad, nos escuchaban perfectamente pues habíamos estado hablando en susurros y, sin embargo, conocían el contenido de nuestra discusión-, vuestra antigua ciudad de Taipikala está siendo estudiada y sacada a la luz, quitando la tierra que se ha acumulado sobre ella durante cientos o, mejor, miles de años. Si no lo hacemos nosotros, otros lo harán, otros que no tendrán tanta consideración ni miramientos. No podéis pararlo. Hace mucho tiempo que las ruinas de Taipikala, o Tiwanacu como disteis en llamarla cuando os invadieron los Incap rúnam, atraen a los investigadores de todo el mundo. Somos vuestra mejor opción. Vuestra única opción -recalcó-. Si Efraín y yo seguimos trabajando allí como lo estábamos haciendo hasta ahora, podremos impedir que os encuentren y dar a conocer lo que hay en la Pirámide del Viajero desde un punto de vista neutro y científico, y, por qué no, también ocultando la información comprometida, de manera que nadie sepa nunca de vuestra existencia. Si son otros quienes, ahora o dentro de cien años, llegan hasta Lakaqullu, estaréis perdidos, porque será cuestión de días que aparezcan por aquí, por Qalamana.

El muchacho, que ya había traducido la arenga de Marta, se retiró para dejar que los ancianos pensaran su respuesta. Al poco, dio un paso y recuperó su lugar. Ninguno había pronunciado una sola palabra.

– Los Capacas prencipales están muy preocupados por Taipikala y por el cuerpo de Dose Capaca, el Viajero -manifestó-, y acimismo por lo que a dicho doña Marta de los investigadores del mundo y por las muchas liciones, dotrinas y testimonios que quedaron en el oro, pero piensa ellos que don Efraín y doña Marta pueden hazer el travajo ancí como a dicho doña Marta y faboreser deste modo a los yatiris de Qalamana. Los Capacas darán agora el consuelo para el castigo del enfermo del hospital y, después, sus mercedes deverán dexar Qalamana para ciempre.

– ¡Qué manía! -bufó Marc.

Pero yo estaba pensando en lo muy confiados que eran los yatiris: unos tipos raros y contagiosos, entre los que había peligrosos españoles, se presentaban de sopetón ante su puerta y les decían que todo aquello por lo que se escondieron ya no existía y los muy listos de los yatiris, en lugar de ponerlo en tela de juicio, iban y se lo creían sin discutir y, encima, los tipos raros les hacían creer que, por su bien, debían entregarles las llaves de su antigua casa. No me entraba en la cabeza que una gente tan especial pudiera ser tan inocente y boba. Aunque, claro, me dije sorprendido, quizá, sin que lo supiéramos, nos habían sometido a algún tipo de prueba con el poder de las palabras y, como le pasó a Marta con la maldición que había enfermado a Daniel, la habíamos superado porque, en realidad, les habíamos contado la verdad.

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