Marta respondió algo en aymara a la anciana.
– Le ha dicho -nos tradujo Efraín, bastante sorprendido y escamado- que no hay problema, que ninguno de nosotros hablará nunca de Qalamana con nadie.
– Pero… ¡Eso no puede ser! -dejó escapar Gertrude-. ¿Se ha vuelto loca o qué? ¡Marta! -la llamó; ella se volvió y, por alguna extraña razón, adiviné que había sufrido el mismo tipo de manipulación que Daniel. No podría explicar por qué lo supe, pero en su mirada había algo vidrioso que reconocí al primer vistazo. Gertrude le pidió que se acercara con un movimiento de la mano y Marta se acuclilló frente a ella-, No puedes aceptar este trato, Marta. Tu trabajo de toda la vida y el trabajo de Efraín se echarán a perder. Y tenemos que averiguar en qué consiste el poder de las palabras. ¿Tienes idea de lo que has dicho?
– Por supuesto que lo sé, Gertrude -afirmó con su habitual ceño fruncido, el mismo que ponía cuando alguien o algo la incomodaba-. Pero tenía que aceptar. No podemos dejar a Daniel tal y como está para siempre, ¿verdad?
– ¡Claro que no! -dejó escapar Efraín con un tono de voz bastante agresivo-. ¡Naturalmente que no! Pero tienes que regatear como en el mercado, Marta, no puedes ceder a la primera. Esta gente no tiene ni idea de lo que ha pasado en el mundo desde el siglo XVI y, para ellos, los españoles seguís siendo el enemigo del que deben protegerse. Levántate y negocia, comadrita, saca tu genio. ¡Vamos, dale ya!
El anciano Capaca que se sentaba junto a la mujer Capaca del extremo derecho, dijo algo también en voz alta en ese momento. La cara de Efraín cambió; su enfado dio paso a una gran tranquilidad.
– Está bien, Marta -declaró, buscando una postura más cómoda en el taburete-, déjalo. No importa. Seguiremos haciendo lo mismo que hacíamos antes como si jamás hubiéramos pisado esta ciudad. No podemos hacer daño a esta gente.
– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó Lola, asustada, mirándonos a Marc y a mí.
– Los están reprogramando -afirmé totalmente convencido-. Están utilizando el poder de las palabras.
– ¿Cómo se atreven? -bramó Marc, contemplándolos desafiante.
– Olvídalo, Arnau -me dijo Marta. Su mirada volvía a ser totalmente normal, sin ese brillo acuoso que le había notado antes y que chispeaba ahora en los ojos de Efraín.
– Pero, ¡te han manipulado, Marta! -exclamé, indignado-. No eres tú quien está tomando esta decisión. ¡Son ellos! Despierta, por favor.
– Estoy despierta, te lo aseguro -afirmó rotundamente con su genio habitual-. Estoy completamente despierta, despejada y tranquila. Ya sé que han utilizado el poder de las palabras conmigo. Lo he notado claramente. He notado cómo se producía el cambio de opinión en mi interior. Ha sido como un destello de lucidez. Pero ahora, la decisión de poner a Daniel por encima de cualquier ambición es mía, tan mía como la de no estar dispuesta a dejar que nos maten por negarnos a dar nuestra palabra de que no hablaremos nunca sobre esta ciudad. Soy yo quien decide, aunque te cueste creerlo.
– Lo mismo digo -afirmó Efraín-. Estoy totalmente de acuerdo con Marta. Todavía podemos pedirles respuestas para lo que queramos saber, pero no es necesario dar a conocer la información y atraer hasta aquí a todos los investigadores del mundo para acabar destruyendo esta cultura en un abrir y cerrar de ojos.
– ¡Esto es de locos! -me enfadé y, volviéndome hacia los Capacas, exclamé-: ¡Arukutipa, diles a tus jefes que el mundo ha cambiado mucho desde hace cuatrocientos años, que los españoles ya no dominamos el mundo, que no tenemos ningún imperio y que no somos un país conquistador ni guerrero! ¡Vivimos en paz desde hace mucho tiempo! ¡Y diles también que utilizar el poder de las palabras para transformar a la gente a vuestra conveniencia no es de personas dignas ni honradas!
Había terminado mi arenga de pie, agitando las manos como un orador enardecido, y mis compañeros me miraban como si me hubiera trastornado. Marc y Lola, que me conocían desde hacía más tiempo, sólo habían puesto cara de susto aunque, seguramente, por el temor a la reacción de los Capacas; pero Marta, Gertrude y Efraín tenían los ojos abiertos como platos por la sorpresa que les había provocado mi enérgico alegato.
Arukutipa había ido traduciendo atropelladamente mis palabras casi al mismo tiempo que las decía, de modo que, en cuanto terminé de gritar, los ancianos ya estaban al corriente de mi mensaje. Por primera vez me pareció detectar una expresión de perplejidad en sus rostros arrugados. De nuevo siguieron con las bocas cerradas, pero el chaval de la cinta roja me transmitió su respuesta:
– Los Capacas piden saber ci acavaron las batallas y los derramamientos de sangre y la pérdida de la gente del rreyno del Pirú.
– ¡Naturalmente que sí! -exclamé-. Todo eso terminó hace cientos de años. Los españoles ya no gobernamos estas tierras. Nos expulsaron. Hay muchos países distintos con sus propios gobiernos y las relaciones de todos ellos con España son buenas.
Ahora sí que se notó con claridad la confusión en sus caras. Para mí que entendían perfectamente el castellano a pesar del trabajo de Arukutipa.
– ¿Los viracochas cristianos no goviernan en el Pirú? -preguntó el traductor con una voz que no le salía del cuerpo.
– ¡Que no! -repetí, dando unos pasos hacia adelante para reforzar mis palabras. En mala hora lo hice, porque, oculto tras los grandes tapices, un ejército de yatiris armados con arcos y lanzas y protegidos con unos pequeños escudos rectangulares había permanecido invisible hasta ese momento, cuando se desplegó veloz y ruidosamente como una barrera defensiva entre los Capacas y nosotros, hacia quienes apuntaban sus armas.
– ¡Joder, que nos van a matar! -bramó Marc, viendo que aquello iba en serio.
– ¿Qué pasa ahora? -le pregunté a Arukutipa, al que, sin embargo, no podía ver.
– Sus mercedes no deven allegarse -se oyó decir al muchacho-. Susedería mortansa por las pistelencias españolas.
– ¿Qué pestilencias? -me exasperé.
– Saranpión, piste, influenza (21), birgoelas…
(21) Gripe.
– Las armas biológicas de la Conquista -declaró Marta con pesar-. Los estudios más recientes indican que en las grandes epidemias ocurridas en el viejo Tiwantinsuyu desde 1525 hasta 1560 pudo morir el noventa por ciento de la población del Imperio inca, lo que significa la extinción de millones y millones de personas en menos de cuarenta años.
– O sea que, según eso, sólo sobrevivió el diez por ciento -comenté, y una idea me cruzó por la mente-. ¿En qué año se marcharon los yatiris del Altiplano?
– Alrededor de 1575 -me respondió Marta-. Es la fecha del mapa de Sarmiento de Gamboa.
– ¡Están inmunizados! -exclamé-. Los que sobrevivieron y llegaron hasta aquí habían producido anticuerpos contra todas esas enfermedades y, por lo tanto, transmitieron la inmunidad genética a sus descendientes. ¡No pueden contagiarse de nosotros!
– Vale, colega. Ahora intenta explicárselo a ellos -dijo Marc-. Cuéntales qué es un germen, una bacteria o un virus y, después, les hablas de los anticuerpos y de cómo funcionan las vacunas y, cuando lo tengan claro, explícales eso de la inmunidad genética.
Suspiré. Marc tenía razón. Pero no perdía nada por probar.
– Oye, chico -le dije a Arukutipa-. Las pestilencias españolas ya no existen. Todo eso terminó al mismo tiempo que las batallas y los derramamientos de sangre. Sé que es difícil de creer, pero te estoy diciendo la verdad. Además, el guía que enviasteis a recogernos cuando llegamos con los Toromonas y que nos condujo hasta aquí estuvo muy cerca de nosotros. Podéis comprobar que no le pasa nada, que está bien.
– Luk'ana murirá por su propia boluntad, señor -aseguró el muchacho con aplomo. Todos dimos un brinco-. Agora está solo y esperando a sus mercedes para sacalles daquí. Luego, ofreserá su vida para no enfermarnos a todos. La ciubdad deverá hazelle merced por su serbicio.