Había bancos esculpidos en las paredes de aquella gigantesca plaza y, desde ellos, dos hombres y una mujer de bastante edad, que debían de haber estado charlando hasta nuestra llegada, nos examinaron con rostros serios e impasibles. La mujer se dirigió a nuestro guía, levantando la voz:
– ¡Makiy qhipt'arakisma!
Nuestro yatiri le respondió y siguió caminando hacia la salida, haciendo un gesto de adiós con la cabeza.
– ¿Qué han dicho? -quiso saber Marc, volviéndose hacia Marta.
Ella asintió, como una alumna aplicada que ha comprendido perfectamente la lección y, luego, nos miró con los ojos brillantes y dijo, nerviosa:
– La mujer mayor le ha pedido que se diera prisa, que no se retrasara, y él le ha respondido que los Capacas ya nos estaban esperando y que todo se haría muy rápidamente.
Efraín se adelantó para intervenir en la conversación:
– ¡Nos llevan con los Capacas, compadres! -exclamó, emocionado-. ¡No puedo creerlo!
– ¡A ver si van a realizar algún ritual de sacrificios humanos con nosotros…! -dejó escapar Marc, con una voz cargada de sentimiento.
Cuando salimos de aquel árbol, escuchamos voces y risas que procedían de algún lugar sobre nosotros, pero no vimos a nadie. También oímos ladridos y nos miramos unos a otros con los ojos muy abiertos: ¡había perros en aquellas alturas! Increíble. Pero no tanto si nos fijábamos en las ventanas y puertas que mostraban los troncos cercanos y que parecían pertenecer a viviendas, a casas habitadas por personas que no podíamos ver. La red de ramas convertidas hábilmente en calles se reproducía al otro lado del árbol, y también tras atravesar el siguiente, y el otro, y el otro… Aunque resultaba imposible ver más de un par de troncos gigantes a cada lado, no cabía duda de que aquello era una gran ciudad vegetal de la que habían sido eliminadas las lianas y las trepadoras, y en la que la naturaleza había sido profundamente respetada, pues no se veía ni una sola tarima, ni plataforma artificial, ni tablazón o andamiaje de ninguna clase.
Nuestro guía parecía estar llevándonos por un camino muy bien estudiado para que no nos encontrásemos con nadie. Desde luego, lo consiguió: no nos cruzamos con ningún otro ser humano hasta que llegamos frente a un tocón de descomunales dimensiones hacia el que conducían multitud de pasillos aéreos desde los árboles vecinos, separados de él por una cierta distancia. Era, con diferencia, el tronco más grande que habíamos visto hasta ese momento, pero carecía de ramas y hojas. Daba la impresión de haber recibido el ataque de un rayo que le había segado a partir del punto en el que empezaba su copa. Resultaba imponente verlo así, mutilado y grandioso, y no dudé que aquél era el lugar hacia el que nos dirigíamos, pues tenía toda la pinta de ser un centro importante de poder o administración. Bajamos por una de aquellas calles que se inclinaba levemente, con un giro, hacia el gran portalón de madera del tocón y éste se entreabrió pesadamente como por arte de magia en cuanto estuvimos enfrente. Dos yatiris vestidos con el uniforme habitual surgieron desde el fondo oscuro y esperaron a que nuestro guía, que nos ordenó quedarnos donde estábamos, se adelantase unos pocos pasos hacia ellos. Luego, nos permitieron acceder al interior del árbol mutilado y nos quedamos súbitamente helados no porque hiciera frío, que no lo hacía, sino por la ostentación y riqueza de aquel lugar: inmensos tapices de tocapus separaban los espacios a modo de tabiques, colgando desde el techo, y láminas de oro repujadas con escenas que parecían sacadas de la lejana vida en Taipikala cubrían el suelo. Cientos de lámparas de aceite iluminaban el interior y muebles como arcones, sillones y mesas, fabricados en un estilo desconocido que utilizaba como materiales el oro y la madera, aparecían por todas partes.
El guía nos hizo avanzar un poco y volvió a indicarnos que esperásemos.
– Ma rat past'arapï-dijo con muchos humos antes de desaparecer. Si creía que no le comprendíamos, ¿por qué se molestaba en hablarnos y, encima, de aquella manera?
Efraín le tradujo:
– Ha dicho que iba a pasar un momento a no sé dónde.
– No ha dicho el dónde -le aclaró Marta.
– Ya me parecía.
– ¿Qué dicen los tocapus? -preguntó Lola, acercándose al que teníamos más cerca. Era un tapiz impresionante, de seis o siete metros de altura.
– Pues éste, en concreto -empezó a explicar la catedrática, examinándolo con atención-, es una especie de invocación a una diosa… Pero no dice el nombre. Seguramente será la Pachamama, la Madre Tierra, porque habla de la creación de la humanidad.
– Pues éste de aquí -señaló Efraín desde el otro lado de la sala- cuenta cómo los gigantes desaparecieron con el diluvio.
– Estos tipos tienen una fijación enfermiza por los mismos temas, ¿no os parece? -comentó Marc, perplejo.
Estuvimos rondando por allí haciendo tiempo, mirando las cosas que teníamos alrededor, pero mi mente estaba muy lejos. Sólo podía pensar que, después de tanto tiempo y de tantas cosas como nos habían sucedido, había llegado por fin el momento en el que tendría que conseguir, como fuera, que aquellos tipos me explicaran cómo sacar a Daniel del letargo.
– ¿Estás preocupado? -me preguntó Marta de repente. Se había puesto a mi lado sin que yo me diera cuenta.
– No, preocupado no. Nervioso quizá.
– Observa todo esto -me dijo, hablando desde la cátedra-. Es una ocasión única para recuperar una parte perdida de la historia.
– Lo sé -repuse, mirándola con una sonrisa. La sequedad que la caracterizaba había terminado por gustarme y me encontraba cómodo con sus tonos, a veces demasiado despectivos. En realidad, no se daba cuenta; para ella no tenían el mismo valor que para quien los recibía-. Soy consciente de la importancia de la situación.
– Es mucho más importante de lo que imaginas. Puede ser única.
– Yo quiero una antimaldición mágica -afirmé-. ¿Qué quieres tú?
– Quiero poder estudiar su cultura, que me permitan volver con un equipo de la universidad para llevar a cabo un trabajo de investigación complementario a la publicación del descubrimiento del lenguaje escrito de la cultura tiwanacota, que sería la primera parte de…
– ¡Vale, vale! -la interrumpí, muerto de risa-. Creo que me van a dar lo que pido por la humildad de mi solicitud. ¡Tú lo quieres todo!
Marta se puso muy seria de golpe, mirando detrás de mí: nuestro guía yatiri había reaparecido entre las colgaduras del fondo y nos hacía gestos para que fuéramos con él.
– El trabajo es toda mi vida -dijo ella ásperamente, poniéndose en camino.
Entramos en una sala enorme delimitada por paredes hechas de tapices con diseños de tocapus que ondulaban como si una suave brisa recorriera la pieza. También oscilaban las llamas de las lámparas de aceite y el pelo gris oscuro de los cuatro ancianos, dos mujeres y dos hombres -ambos con bigote-, que nos esperaban acomodados en unos impresionantes sitiales de oro. A una distancia considerable habían colocado para nosotros seis taburetes de madera bastante más humildes. Nuestro guía nos indicó por señas que tomáramos asiento y, con una inclinación de cabeza dirigida a los ancianos, desapareció.
Aquellos eran los Capacas, los gobernantes de los yatiris, herederos de los sacerdotes-astrónomos que habían regido Tiwanacu, y nos estaban mirando con una indiferencia tan grande que casi parecía que no estuviéramos allí. ¿Acaso no les llamaba la atención ver a seis blancos vestidos de manera extraña que habían aparecido de repente en su ciudad? Y, por cierto, ¿cómo se llamaba aquella ciudad? ¿Taipikala-Dos? ¿Y por qué no tenían la cabeza con forma de cono como sus antepasados? ¿Es que ya no practicaban la deformación frontoccipital? ¡Qué desengaño!
Vi cómo Marta y Efraín intercambiaban miradas, poniéndose de acuerdo para ver quién iba a iniciar la conversación pero, antes de que acabaran de decidirse, un quinto personaje yatiri hizo acto de presencia en la escena, apareciendo precipitadamente por detrás de las colgaduras que quedaban a la espalda de los Capacas. Era un joven de apenas veinte años de edad que entró corriendo e intentó, sin demasiado éxito, pararse en seco para no caer de bruces a los pies de los ancianos; con gran esfuerzo, se balanceó hasta que consiguió mantener el equilibrio. Le vimos murmurar unas palabras con la cabeza inclinada -vestía un unku rojo con faja blanca y llevaba en la frente una cinta también roja- y permanecer quieto en esa postura mientras los Capacas deliberaban. Por fin, parecieron consentir en lo que fuera que el joven les decía y éste se incorporó y, poniéndose a un lado, se dirigió a nosotros en voz alta para hacerse oír con claridad a pesar de la gran distancia: