– Te juro que regresé a Praga a buscarla, Isabel.
– ¿Nadie te buscó a ti?
– No hubo tiempo. Me cambié el nombre y me vine a América. Nadie se ocupó de mí. Yo no era un figurón. No servía de ejemplo. Ni me juzgaron ni me condenaron ni me absolvieron. Fueron indiferentes. Yo rehice mi vida con la misma indiferencia. Mi trabajo era tan insignificante. La historia no pasó por mi vida, Isabel.
Cuando él terminó la construcción del crematorio, le esperaba un nuevo trabajo. Los prisioneros ya no cabían en la Fortaleza. Era necesario un cuarto patio. La construcción del nuevo bloque empezó en octubre de 1943 y tomó todo un año: quizás otros te estén buscando ya, Franz, yo no repetiré lo que tú me cuentes, yo no convertiré tu vida en razones, acércate a mí, ¿por qué te alejas?, reconstrúyela, Franz, me hablas de mis ojos y mis pómulos, me hablas de la sangre de Elizabeth, esperaste y nos volviste a encontrar. Acaricia mi cabellera, Franz.
Cruzan el primer patio. Son las once de la noche. Vuelven a formarse frente a la puerta. El barbero, un prisionero griego, está listo. Adentro, hay veinte guardias. Los prisioneros se desvisten. Uno a uno, van entrando a las cinco tinas llenas de gresil viscoso y ardiente, entre gemidos bajos. Todos se frotan los párpados quemados por el desinfectante. Al salir, son colocados de pie contra el muro y el peluquero se adelanta con tijeras y navaja. Luego, rapados, se alinean otra vez contra la pared, ahora tomados de las manos, desconocidos, con los ojos cerrados para no verse unos a otros. El peluquero barre el pelo y lo entrega a un guardia. Todo es aprovechable.
– Claro que nos conviene -rió el comandante-. Es una prueba de la disciplina que hemos logrado y un desmentido a los que nos acusan. Aquí hay arte y libertad.
Brindó durante el banquete y dijo que ésta sería una jornada digna de inscribirse con letras de oro en los anales de la guarnición de Theresienstadt. Luego, el comandante se sentó junto a Eichmann y éste le preguntó por el acto que cerraría las festividades.
– Los músicos de la comunidad judía han preparado un concierto.
– Muy bien. ¿Conoce usted el programa?
– Por supuesto. Aquí no sucede nada sin que yo lo sepa antes.
Construyeron a marchas forzadas el cuarto patio y al año estuvo listo, aunque las celdas no quedaron protegidas contra la lluvia. Él diseñó eficazmente el cuadrángulo con las cinco grandes celdas a la izquierda, con cupo para ochocientas personas. Camas de tablas de cuatro pisos. Tres lavabos y dos excusados. Una ventana. Y las celdas solitarias del lado derecho, con cupo para dieciocho prisioneros: las perreras de Terezin, con los techos planos, el tragaluz y el canal de agua. Y el muro de ejecuciones al final del patio, casi la escena de un anfiteatro. Él diseñó y construyó eficazmente. El Baukommando quedó a cargo del guardia Soukop, al frente de varios centenares de prisioneros judíos. Él no tuvo nada que ver con el equipo de trabajadores. Trabajó todo un año y sus ojos son los de un perseguidor entre los espacios rectos y quebrados, ondulantes y fijos de ese universo artificial, de ese diseño de alambradas de alta tensión que ella atraviesa, al principio, en las mañanas, rumbo a la fábrica IG-Farben en Monovice, bajo la puerta de piedra sobre la cual crece la hierba, como si la Fortaleza fuese un subsuelo, una galería hundida, y de día trata de encontrarla al pasar por la triple crujía de los solitarios en este espacio que debe expresar algo más que la piedra y el ladrillo, donde ella vive y debe, algún día, asomar entre los rostros pálidos, hundidos, rapados, tan alejados y tan similares a un presentimiento y una memoria sin mediaciones, que beben el agua negra y la sopa de hierbas y se reúnen todas las mañanas a las siete en fila antes de salir a los trabajos; busca entre las bocas desdentadas que mascan las papas y las beterragas y entre los cuerpos que se acuestan, desnudos, después de quitarse la ropa empapada que habrán de ponerse otra vez en la mañana: alumbra de noche, con la lámpara en la mano y con cualquier pretexto, los rostros de las reclusas dormidas sobre las tablas y otra vez, de día, cuando se amotinan sin palabras, desnudas, frente al único excusado de la celda y hay ciento veinte mujeres alrededor del único lavamanos y los ojos verdes deben pasar, como los de él, de prisa cerca de estos edificios grises y estos muros cubiertos de escarcha que son signos de algo, que deben dar fe de un orden cualquiera, antes de que se pierda para siempre el rostro recordado: en el dédalo de los muros de ladrillo y las fosas de Iodo y los garajes, en los espades ficticios, sin fondo, teatrales, de las perreras y los baños y los basureros y las enfermerías y los establos. Cada día se borrará un signo más de ese rostro; cada día un rasgo de esas facciones se desprenderá de ella y quedará perdido en un colchón de paja, en una tina de madera, en la negación de una ventanilla tapiada. Gritó bajo la regadera helada. Gritó. La buscó en un mundo que era su propia ficción y que por ello se resistía a cualquier traslado imaginativo; todo Terezin, el campo, el ghetto, debía ser una respuesta de la imaginación libre a la realidad esclava: debía ser una representación en la que él la busca a ella, afiebrado a veces, frío y sometido otras, entre los colchones teñidos y los excrementos pisoteados sobre pisos de concreto y los piojos en las cejas y las pestañas de los niños muertos de tifo y arrojados a las fosas comunes junto al río Ohre, donde los guardias se ponían en cuatro patas a escarbar las bocas de los cadáveres, a extraer con pinzas y cuchillos el oro de las dentaduras antes de que el río se filtrara a las tumbas y los muertos respiraran el agua que no tuvieron allá arriba, en las celdas amarillas y los patios grises de Terezin donde beber era morir. La busca en el jardín de la guardia: algunos prisioneros trabajan cultivando hortalizas; y detrás del puente, a la derecha, donde está la morgue, el pequeño cuarto oscuro sobre una elevación de tierra. La busca entre las criadas checas de la Herrenhaus esa Navidad, cuando todos los oficiales caminaron entre la valla de setos y sobre el sendero de grava con sus regalos bajo el brazo y adentro brindaron con el comandante y admiraron los muebles de laca china y escucharon la radio con las últimas noticias de los frentes y añoraron los paisajes reproducidos en los cromos enmarcados y escucharon música de Wagner. Y en el patio de mujeres azota el fuete contra la bota y les pide levantar los rostros y decir los nombres mientras ellas pintan botas de madera, cosen arcos de soporte para las botas, tejen calcetines para las tropas, limpian los cuartos y las oficinas: Gertruda Schon, Karolina Simon, Teresa Lederova. Está prohibido decir nombres, Señor Arquitecto. Todas tienen su número. Y trató de entrar, delirante, al hospital, antes de que ese rostro se olvidara para siempre, antes de que lo borraran del mundo el gresil y el formol, las inyecciones de agua de mar, los experimentos con el tifo y el trasplante de tejidos, la transformación de rostros y manos y glúteos barajados en este laboratorio donde el universo es vuelto a ordenar libremente, sin límite.
– Les aseguro que se van a divertir -dijo el comandante.
Cuando Heinrich pasó por Theresienstadt para organizar los transportes a Auschwitz, Bergen-Belsen y Treblinka, lo explicó todo tan bien. Caminaron por la plaza de la ciudad convertida en ghetto con los dedos enganchados en los cinturones y Heinrich rió recordando aquel viejo pleito, hace años, en la fiesta de fin de curso que el enano, Herr Urs, invadió envuelto en un edredón. Rieron mucho mientras caminaban. Heinrich guiñó el ojo y se quitó la gorra militar negra y dijo que todavía podía acusarlo por haberse disfrazado así. Los dos rieron mucho y Heinrich dijo que al cabo todo se había hecho comprensible. Sólo les daban a los demás lo que ellos mismos se exponían a recibir. Todo era una carrera de soledades exaltadas. De soledades escogidas. El genio de Alemania consiste en organizar esa exaltación solitaria que es la grandeza de cada alemán y reuniría en un propósito común. Todos sienten esa exaltación que los conduce a luchar y alimentarse de otras exaltaciones. Entonces, es necesario responder, demostrar que la existencia de un enemigo es lo natural, el resorte de la acción. Ellos también, si no fueran los vencedores, estarían expuestos -y aceptarían gustosos, sin rebeldía- esta humillación y esta muerte. En pocos días, Heinrich organizó eficazmente los transportes Atentat Auf Heydrich para vengar el asesinato del protector de Bohemia y Moravia. Reunió a tres mil judíos checos del ghetto de Theresienstadt y le dijo a Franz que nadie los volvería a ver.