2 En cuerpo y alma
Ausente de ambos. “No estuve allí”: cita de una carta dirigida por el Narrador a su Abuelo tedesco, muerto en 1880, socialista lassaliano expulsado del Reich por el Canciller de Hierro. Carta no recibida. Muda de piel. Genes mutantes. “I wans’t there”. Por lo tanto, el Narrador cita a Tristan Tzara: “Tout ce qu’on regarde est faux”, para salvarse de El Museo, de La Perfección y participar en un Happening personal que es una novela de consumo inmediato: recreación. Habla Michel Foucault: “Et puisque cette magie a été prévue et décrite dans les livres, la différence illusoire qu’elle introduit ne sera jamais qu’une similitude enchantée” (Les mots et les choses).
Me ibas a contar algún día, Elizabeth, que el caracol avanzó por la pared y tú, desde la cama, levantaste la cabeza y primero viste la estela plateada del molusco, la seguiste con la mirada tan lentamente que tardaste varios segundos en llegar al caparazón opaco que se desplazaba por la pared del cuarto de hotel. Te sentías adormilada y estabas ahí, con el cuello alargado y las manos escondidas en las axilas; sólo viste un caracol sobre un muro de pintura verde desflecada. Javier había manipulado las persianas y el cuarto estaba en penumbra. Ahora desempacaba. Tú, recostada en la cama, lo viste librar las correas de esta maleta de cuero azul, correr el zipper y levantar la tapa. Al mismo tiempo, Javier levantó la cabeza y vio otro caracol, éste veteado de gris, que permanecía inmóvil, escondido dentro de su caparazón. El primer caracol se iba acercando al detenido. Javier bajó la mirada y admiró el perfecto orden con que había dispuesto las prendas que escogió para el viaje. Tú doblaste la rodilla hasta unir el talón a la nalga y te diste cuenta de que había otro caracol sobre la pared. El primero se detuvo cerca del segundo y asomó la cabeza con los cuatro tentáculos. Tú te alisaste la falda con la mano y viste la boca del caracol, rasgada en medio de esa cabeza húmeda y cornada. El otro caracol asomó la cabeza. Las dos conchas parecían hélices pegadas a la pared y derramaban su baba. Los tentáculos hicieron contacto. Tú abriste los ojos y quisiste escuchar mejor, microscópicamente. Los dos cuerpos blancos y babosos salieron lentamente de las conchas y en seguida, con el suave vigor de sus pieles lisas, se trenzaron. Javier, de pie, los miró y tú, recostada, soltaste los brazos. Los moluscos temblaron ligeramente antes de zafarse con lentitud y observarse por un momento y luego regresaron sus cuerpos secos y arrugados a las cuevas húmedas del caparazón. Alargaste la mano y encontraste un paquete de cigarrillos sobre la mesa de noche. Encendiste uno, frunciste el entrecejo. Javier sacó de la maleta los pantalones de lino azul, los de lino crema, los de seda gris, y los estiró, pasó la mano sobre las arrugas y los colgó en los ganchos que sonaron como cascabeles de fierro cuando abrió ese armario del año de la nana, los corrió, escogió los menos torcidos y regresó a la maleta detenida sobre el borde de la cama. Tú observaste todos sus movimientos y reíste con el cigarrillo apoyado contra la mejilla.
– Cualquiera diría que piensas quedarte a vivir aquí.
Paseaste la mirada por la recámara de paredes húmedas y cristales rotos. Some pad. Siniestro. Javier tomó con las dos manos los calcetines seleccionados para hacer juego con los pantalones y las camisas.
– Hace diez años era un hotel moderno. Me imagino que lo han gastado todas las gentes que debieron detenerse aquí, como nosotros, contra su voluntad.
Él habla así. Oh, seguro que él habla así. Apuesta lo que quieras, dragona. Pregúntale:
– ¿Cuándo estará listo el auto? -para que él te conteste, muy sutil, él:
– Pregúntale a Franz.
Y luego aprieta los calcetines contra el pecho, mientras tú arrojas el humo por la nariz.
– De todas manetas, no necesitas ordenar tus cosas en los cajones, para una sola noche.
Tu marido llevó los calcetines a la cómoda, como si cargara una docena de huevos.
– Podemos aprovechar el tiempo que estemos aquí.
– ¿Aquí? -Te incorporaste en la cama, apoyada con los codos. -Es un poblacho repelente.
Javier ordenó los calcetines en hilera dentro del primer cajón. Tú empezaste a reír. Doblaste las rodillas otra vez; erguiste los pechos y miraste a Javier, riendo: lo miraste ordenar las camisas en la cómoda de pino. Las fue colocando en el cajón: azul, de hilo; negra, de lana tejida; amarilla, de seda; una guayabera plisada, tiesa; otra camisa de tela de toalla, para usar a la salida del mar. Tú pegaste con las manos sobre los muslos abiertos y tu risa contenía un gruñido divertido.
– Tú nunca ves nada -dijo Javier.
– ¿No viste hoy a sus hijos?
Al fondo del veliz estaba la ropa interior. Javier la tomó y la llevó sobre las palmas abiertas de las manos a la cómoda y contó los seis calzoncillos jockey las seis camisetas blancas. Gimió. Tú sabías por qué. Como de costumbre, olvidó los pañuelos.
– Al amanecer, salen de la ciudad…
Te levantas velozmente de la cama:
– No se oye lo que dicen, Javier, nadie oye lo que se dice aquí.
Y con las dos manos golpeas las de Javier, haces volar por la recámara las prendas interiores, vuelves a reír:
– …la multitud de mendigos descalzos, cubiertos de harapos…
Eso me lo vas a repetir quién sabe cuántas veces. Sabes que la primera vez es difícil, que esperas demasiado de la segunda y que sólo la tercera vez, decepcionada, cualquier cosa te parece maravillosa. Bueno. Jadeaste un instante cerca del rostro de Javier -ese día, el domingo 11 de abril de 1965- y luego te dejaste caer boca abajo sobre las almohadas.
– …entonces como ahora…
Javier se hincó y recogió los calzoncillos y las camisetas. Tú negaste, con la cabeza hundida entre las almohadas:
– Esas cosas sin voz ni oídos ni ojos… Ya me aburrió. Déjame dormir.
Javier colocó la ropa interior en la cómoda.
– ¿No piensas cambiarte de ropa, bañarte?
Tú asomaste:
– ¿Para qué? ¿Para salir a ese parque seco a oír chachachás?
Escondiste otra vez el rostro en la almohada. Javier cerró el cajón. Tú te acostaste boca arriba, con los ojos cerrados. Javier te miró allí, con las huellas más tenues de la fatiga en ese rostro tuyo que, al cerrar los ojos, parece desentenderse del mundo como si nadie te pudiera escuchar; más, como si tu propio cuerpo no estuviera presente. Javier caminó hacia la puerta del baño con esa maletilla de cuero donde viajan sus medicinas y pomadas. Se detuvo antes de entrar. Tú reíste:
– No adoren ídolos. Abandonen los sacrificios. Cómo no. No coman la carne de sus semejantes. Ja, ja. Olviden la sodomía y demás torpedades. Gradúate y entra al ejército. Ship ahoy.
Te levantaste en silencio y lo miraste mientras tomabas asiento frente al ventanal de cristales rotos que daba a un patio interior agrio. Te sentaste en la mecedora, junto a las persianas; te columpiaste, esperando el momento para decir:
– Hoy, al llegar, caminamos a lo largo del portal…
Te levantaste con violencia y tiraste de las cuerdas de las persianas, hasta que los visillos se apartaron y entró la luz de la tarde. Hablaste atropelladamente.
– Caminamos sin hablar, cansados, cansados de antemano, Javier, Javier, contagiados por la vida muerta de este pueblo, ¿estás satisfecho?
Abriste los ojos. Javier no estaba en el cuarto.
– ¡Javier! ¡Javier! ¡Lo hago por ti! Escuchaste el grifo del lavamanos y en seguida la voz lejana de tu marido:
– …después de cinco horas de lucha y tres mil muertos que yacen en las calles…
Te detuviste y apoyaste las manos contra el marco de la puerta del baño. Dijiste en voz muy baja:
– Son adivinos. Los teúles adivinan las traiciones y se vengan. No hay poder contra ellos.