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La comandancia informó a Berlín que para el día de la visita oficial habría un festejo con cena y concierto. Franz se atrevió a decir que primero las facilidades a los artistas, y ahora la invitación para que tocaran frente a los visitantes, parecía una prueba de que las cosas no marchaban bien. Todos rieron al escucharlo, junto a la estufa de la cantina y bajo los candiles de hierro y los faroles bávaros.

El viejo se detuvo con el banco de zapatero entre las manos. Sonrió y miró a su alrededor, como embelesado por esa música evocadora. La niña dejó caer la muñeca y la cabeza de porcelana se quebró por la mitad. Él lo vio y rió y la orquesta tocaba los valses de Pranz Lehar y él pensó en un enano muerto en un refrigerador. La niña lloró y trató de recoger la muñeca. El viejo le tapó los ojos con la chalina y repitió, acariciándola:

– Vacaciones. Vacaciones.

– Perdón, Isabel, perdón. Es que te escuché.

– ¿Cuándo?

– Antes, cuando estabas con Javier. No pude evitarlo.

– Pero lo que dije es distinto, Franz. Yo hablaba de jugármela sola. ¿Me entiendes? Sola.

– No puedes. Si obtienes algo, cualquier cosa, es porque antes alguien ha renunciado a ello. Ulrich se negó. Yo estaba en su lugar. Yo era el testigo de lo que él se negó a aceptar.

– Franz, yo no sé quién era Ulrich. Tienes que contármelo todo. Nunca repetiré lo que me digas esta noche, te lo juro, Franz. Es sólo entre tú y yo. Entiéndeme. Yo me arriesgo sola. Eso es lo que le dije a Javier. Ya no depende de ustedes. No sé si es mejor o peor que antes. De repente me va de la patada, quién quita. Tú sabes si me crees: nunca repetiré a nadie lo que tú me cuentes, Franz.

– ¡Franz, Franz, Franz!

La mujer quiso desprenderse del grupo. Extendió los brazos hacia un hombre en otro grupo y el hombre le contestó con tranquilidad mientras otros brazos sujetaban a la mujer:

– Aquí, Teresa. Estoy bien, Teresa, Teresa.

La orquesta tocaba un potpurri de Lehar. Al restauran! Maxim’s de noche siempre voy. Él tararea la letra. Y allí con las grisetas espero el nuevo sol. Loló, Frufrú, Margot. Los guardias formaron a los prisioneros en filas. Desde el Hundenkommando, los perros ladraban.

– ¡En marcha! ¡Libres por el trabajo!

Pasaron en fila sobre el puente de la Fortaleza, bajo el rótulo desteñido por la lluvia, Arbeit macht frei.

Confutatis maledictis

Flammis acribus addictis,

Voca me cum benedictis.

– Es que en Berlín ya no hay espectáculos dignos de ese nombre -sonrió el comandante-. Éste será un intermedio agradable. Todos quedarán contentos. Nosotros, los visitantes y, desde luego, los judíos.

Pero ella supo, y le habría contado a él (si sólo se hubiesen dirigido la palabra) que el decano de la comunidad judía, Epstein, le dijo al conductor Schachter: “Usted nos compromete. Ésta es nuestra gente y van a cantar ante nuestros opresores. Todo esto sólo ha aumentado nuestro dolor. Los enfermos han sido arrojados del hospital. Tanto sufrimiento, sólo para asegurar una representación. No, no está bien. Es una representación en honor de nuestros opresores. Ellos la han pedido. Van a pensar que usted se ha rendido. Usted, un checo. ¿Qué va a hacer si después le ofrecen una medalla por sus servicios? Haga algo. Suspenda el concierto. Haga algo. Yo no puedo. Sólo puedo comunicarle mis dudas”.

Bajo la luz mortecina de la clave, la orquesta de mujeres llegó al gran crescendo y final. El vals giró solitario en la noche helada. Los ciento cuarenta prisioneros eran conducidos al cuarto de recepción. Fueron colocados de cara contra la pared. Una larga fila de espaldas, pero no importaba, las espaldas eran idénticas a los rostros. Veinte espaldas del primer grupo introducido al cuarto desnudo, de paredes amarillas, mientras ciento veinte más esperaban, afuera, en una fila que se prolongaba hasta el puente de la Fortaleza. Las espaldas eran los nombres. Burian lo sabía y los miró detenidamente mientras ellos daban el rostro a la pared. Los guardias recogieron las maletas, los bultos, las cajas que los prisioneros habían dejado sobre el piso. Burian se adelantó a cualquier temblor de protesta y le quitó al viejo su banco de zapatero. El viejo y Burian se miraron y el viejo volvió a sonreír. Burian ordenó y los prisioneros se quitaron los relojes y las medallas, las pulseras, las peinetas, las horquillas, las mancuernas.

– Nombres.

– Marketa Silberstein.

El guardia dijo un número y apuntó en su libreta y Burlan siguió recorriendo las espaldas. El temblor de una oreja descubierta por la cabellera restirada. Él la siente. La recuerda. La sabe. Burian se detuvo.

– David Rosen.

– Seis cinco siete ocho dos.

– Kamila.

– ¿Kamila qué?

– Se apellida Neuberg. Es mi hija.

– Seis cinco siete ocho tres.

Burian se detuvo detrás del joven que apoyaba un brazo contra la pared. La muchacha usa sandalias y es pequeña, También ella apoya la frente contra la pared. Burlan le rozó el hombro y la apartó del muro. Tomó la caja de violín oculta.

Él va a adelantarse. Los mismos ojos verdes. Los mismos huesos duros y altos del rostro. Franz besó lentamente a Isabel; ella le acarició la cabeza.

– Siempre, siempre…

– ¿Qué?

– Alguien tiene que renunciar a algo para que el otro pueda vivir.

– ¿Otro? ¿Quién, Franz?

– Yo. Tú, Isabel. Nosotros. Lisbeth. No sé.

– Habla. Yo te estoy oyendo, güero.

Salieron. Pasaron junto al cuarto de guardia, donde se escuchaba el repiqueteo del teleprinter. Maloth asomó con un fajo de cartas y sonrió al paso de la nueva remesa que iba entrando a la tienda de ropa donde Wacholz medía a cada uno con los ojos y seleccionaba la ropa.

– ¿Judío?

El hombre fuerte y rojizo negó con la cabeza. Wacholz lo miró nuevamente, escogió un pantalón marcado con tres listas rojas y una chaqueta con un triángulo rojo en la espalda. El hombre empezó a desvestirse, se detuvo, miró hacia las mujeres que le seguían. Wacholz se adelantó, le rasgó la bragueta y le bajó el pantalón hasta los tobillos.

– ¿Judía?

– Sí.

Wacholz le dio a la muchacha el batón a rayas con la estrella cosida en la espalda. La muchacha se desviste en silencio. Recuerda algo. Levanta los brazos y se quita las horquillas y el pelo le cae sobre los hombros. Entregó las horquillas. Él observaba desde la puerta, con las cartas entre las manos. Simulaba leer los sobres.

– ¿Judío?

– No. ¡No!

El muchacho se enfrentó a Wacholz con los brazos cruzados y la joven terminó de ponerse el batón rayado y lo miró. Wacholz, mecánicamente, le tendió al joven el uniforme con listas rojas. Burian pasó el umbral y recogió un saco rayado con la estrella amarilla. Miró con burla a Wacholz y le dio la chaqueta de los judíos al joven.

– No es cierto -gritó ese muchacho rubio y pálido que sólo ahora, al desprenderse de la fila para tocar el brazo de la muchacha que permanece inmóvil, revela, al levantar el rostro, los ojos de distinto color: un ojo azul y el otro castaño-. No es cierto. Sólo una tercera parte…

La muchacha era otra.

– …fue mi madre; mi madre creyó que aquí estaría más seguro que en el frente… ella lo inventó para protegerme…

Él la ve, por fin, de frente. Ella no levanta la mirada. No responde a la solicitud de reconocimiento del joven pálido. Baja sus ojos para no ver esos, uno castaño y otro azul, que imploran.

– …diles, cuéntales, te lo conté en el tren… ella inventó que yo era judío para protegerme…

Quiso haberla visto antes, un minuto antes de que entrara a la Pequeña Fortaleza de Terezin y se cambiara de ropa. Ahora era otra; sería siempre otra. Y no lo miraba. No miraba a los hombres. Isabel, no nos miraba más, quizás miraría a Ulrich, a Ulrich sí lo reconocería, Ulrich dijo “No” igual que ella acababa de decir “Sí”, llegaron una noche, tocaron a la puerta, nos despertaron y se llevaron a Ulrich porque Ulrich dijo “No”.

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