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– Cumplida la orden. Pueden transformarlo en teatro.

Te dirá que las Escrituras hablan del tiempo de amar y del tiempo de morir, pero olvidan el tiempo de esperar. Llegó a la carretera de tierra que conducía a la prisión, te abrazó, Isabel, y dijo dos veces que Ulrich no quiso esperar. Entonces distinguió, primero muy lejano, en seguida más cerca, siempre como un zumbido apenas localizable, ese ruido pesado y uniforme que se adelantaba a sus espaldas. Y las luces del ruido -opacas también detrás de los amortiguadores- que al fin se encontraron con las que venían de la Fortaleza.

Los camiones avanzaron pesadamente dando de tumbos en la carretera lodosa. A veces se escuchaba el ruido de las ruedas en un charco, antes de que regresara el zumbido uniforme, de abejorros invisibles. Le gritaron, ya cerca de él y él corrió a ayudar a los soldados que empujaban desde la defensa trasera del camión, con las piernas hundidas en el fango. No conocían bien esta ruta. Él subió al estribo del camión para indicar el camino. Conducía un joven adolescente con gafas, cabo, de ojos azules agrandados por la espesura de los cristales. Y él dijo ahora derecho, ahora sal de la carretera totalmente, por el campo de hortalizas, ahora regresa pero permanece muy pegado a la brecha, ahora puedes seguir por el centro. Nunca lo miró. Conducía con seriedad y eficacia. Cumplía bien una tarea. Quizás, si no con otros, con su compañero de transporte debía hablar de otras cosas. Era seguro que hace unos cuantos meses aún iba a la Volkschule y estudiaba cálculo o literatura universal. Quizás le gustaba la música. Los muchachos de las escuelas eran llevados a menudo a escuchar conciertos y óperas. Le prometí que regresaría. Pero el tiempo del regreso todavía no era nuestro. Sólo el de la espera. No grites, Franz, no grites. Yo te escucho.

Franz supo que primero no hubo una orden: los artistas ya no serían enviados en los convoyes a los otros lugares. Permanecerían aquí y serían salvados. Sí, el profesor Schachter podría continuar sus ensayos musicales y, aunque los niños tendrían que irse, llegarían otros para interpretar la ópera infantil. Los artistas permanecerían. Y si deseaban renunciar a su privilegio, podían subir con sus parientes a los carros del ganado y acompañarlos. Los niños, los huérfanos, los viudos, debían partir por razones humanitarias: para que hubiese menos gente y todos viviesen mejor.

Ahora, posiblemente, el teatro de su ciudad había sido bombardeado. ¿De qué ciudad sería? No podía saberlo si no escuchaba el acento del cabo. Junto a él iba ese sargento con una ametralladora entre los brazos. A la izquierda. No. Cuidado. Más hacia la izquierda. Aquí hay un pozo. Después de la guerra, todos podrían regresar a sus ciudades y vivir sus vidas normales. Los jardines de Waldjstein esperaban su regreso. Los músicos estarían en sus lugares de costumbre, en el pórtico barroco. Ella lo esperaría en la fila de costumbre. Se iniciaría el gran Requiem alemán de Johannes Brahms. Les sonrió. El sargento lo miró agriamente.

– ¿Por qué no tienen este camino en buen estado?

– Es más urgente que las obras del Reichsbahn estén listas.

– ¿No hay trabajadores para las dos obras?

– No, este es un campo muy pequeño.

– Bah. ¿Tú qué haces?

– Soy arquitecto adscrito a este grupo.

– Bah.

El sargento rió. El joven cabo no movió el rostro. La luz de los reflectores opacos colocados en los ángulos de la fortaleza los encandiló; cegó las gafas del chofer. Se detuvo, llevándose una mano a los ojos. El sargento le gritó.

– ¡No te detengas así!

La defensa del camión posterior les golpeó. Alguien gritó un insulto desde atrás. El cabo no dijo nada, volvió a arrancar mientras se abría la reja de alambre de la fortaleza, un segundo después de que unas chispas volátiles indicaron que la corriente había sido suspendida para que los hombres vestidos de negro la abrieran. No te alejes de mí; ven.

– Bájate de ahí -le dijo el sargento y se dirigió al cabo: -Entrada marcial. Arriba el mentón.

El cabo se acomodó rápidamente las gafas y levantó la cara y sonrió. Él se desprendió del estribo y los camiones pasaron a su lado. Caminó lentamente dentro de los límites de la fortaleza y las voces de orden, de saludo rápido, de atención, convocaron de nuevo los ruidos que él no sabía escuchar. Las voces escondidas y penetrantes. Le preguntó a un oficial si las escuchaba también y el oficial sólo dijo que no sabía de qué se trataba. Esas voces ascendían desde las bodegas en los sótanos de las barracas y otro oficial pasó y les dijo que eran los judíos, los judíos reclutados por Raphael Schachter, alemanes, austríacos, holandeses, checos, polacos y húngaros; tenían permiso de cantar y ensayar obras. Las voces ascendían hasta los patios donde ellos estaban.

Lacrymosa dies illa

Qua resurget ex favilla

Judicandus homo reus.

Habla.

– Achtung, achtung!

– En fila, en fila.

Los guardias corrieron, en grupos de cinco, un grupo detrás de cada uno de los siete camiones que maniobraron, rugiendo, sobre la explanada de la Fortaleza, con el escape abierto y el olor de gasolina quemada, mientras los fanales se apagaban. La luz seca y opaca de los reflectores cegó a Franz. Los perros ladraron enfurecidos. La pequeña banda de la Fortaleza, colocada sobre una elevación del terreno, empezó a tocar de nuevo. Era un grupo de mujeres. La directora, con su permanente y su batón gris, movió los brazos y las mujeres que tocaban la flauta, los dos violines, el contrabajo y los platillos iniciaron el vals de La viuda alegre mientras la voz del altoparlante daba órdenes.

– En sus lugares. Abran las puertas.

Y ella le habría contado, si hubiesen hablado, que el maestro Raphael Schachter, al principio, sólo contaba con dos pianos, uno traído por el decano de la comunidad judía y otro prestado por la comandancia para que acompañara con música las películas. Pero necesitaba cuatro solistas y un coro de ciento cincuenta y quién sabe cuántos instrumentalistas. Obtuvo los instrumentos. El cello en la granja abandonada, escondido bajo el heno en la carreta. Las violas y violines que introdujeron los dos viejos. Los instrumentos del escondite tapiado. El contrabajo arrojado al museo de objetos inútiles, junto con los sombreros de copa. Reunió a los cuatro solistas, los instrumentistas y el coro. Se sintió seguro cuando dieron la orden de respetar a los artistas. Pero cuando los niños y los viejos fueron enviados en los vagones de ganado al Este, tres solistas se fueron con ellos. Cada transporte que salía le quitaba intérpretes y cada transporte que llegaba le traía desconocidos. En cierto momento, faltaron veinticuatro cantantes del coro y doce instrumentistas. Schachter tuvo que partir de cero una y otra vez.

Rex tremendae majestatis

Qui salvandos salvas gratis,

Salva me, fons pietatis.

Y empezaron a bajar. Se abrieron las puertas traseras de los camiones y en cada grupo de guardias uno daba los brazos y tomaba a cada persona de la cintura, otro iba cantando números en voz alta, otro marcaba en una libreta, los dos últimos permanecían con las manos sobre las ametralladoras y el vals se mecía en la noche helada. Los perros ladraban y todos descendieron, unos miraron a su alrededor, otros se fregaron los ojos, otros bajaron con la cabeza inclinada, otros lloraron, otros rieron o sonrieron lejanamente, algunos aceptaron los brazos del guardia para bajar, otros descendieron por sí mismos, todos fueron tocados en el hombro por el guardia que recitaba números. Todos permanecieron, al tocar el suelo, inmóviles, un instante, antes de buscar a otra persona, abrazarla o tomarle la mano si venía en el mismo camión, encontrarla con la mirada si había bajado de otro. Hombres con las solapas del saco levantadas para protegerse del frío. Mujeres envueltas en cobertores, con los niños en brazos. Muchachas con calcetines de lana y pañuelos amarrados a la cabeza. Niños con gorros de estambre y calzón corto. Niñas con muñecas entre las manos. Las valijas de cartón, las cajas amarradas con cuerdas, los bultos de ropa, una máquina de coser, un banco de zapatero, una caja de violín. Las estrellas cosidas a la ropa o prendidas a la solapa. Muchos no bajaron de los camiones. Estaban muertos, de pie: tan muertos como los demás estaban silenciosos.

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