– La construcción estará lista antes de un mes.
– Debe estar. Es una orden.
Franz se escondió en tus brazos, novillera, y tú no hablabas, sólo estabas escuchando sus palabras porque sabías que a eso había venido. Pero él estaba riendo en voz baja, escondido en tus brazos y recordando que caminaron y la tierra crujió bajo sus pies y uno de los hombres dijo que le gustaría patinar como cuando era niño. La noche era fría y el río estaba congelado. No había nevado, pero la tierra era una costra sin calor, que se quebraba bajo sus pies. No era fácil distinguir. Los reflectores opacos. La niebla baja, pegada a la tierra, que rasgaba la continuidad de la luz hasta convertirla en un velo más de la propia bruma. Se dio cuenta del silencio porque no escuchó los ladridos de los perros, que eran el único ruido constante de un lugar de silencio. Las cosas aquí iban siendo tragadas por esa ausencia de voces que convierten en silencio todos los demás ruidos. Porque cuando los hombres no hablan, al principio se descubren muchos ruidos a los que en la vida normal no se presta atención. Se aprende a recordar de nuevo los ruidos de las botas sobre pisos de concreto, de los pies descalzos sobre la tierra; de los goznes mal aceitados de las puertas; del tecleo de una máquina de escribir; de los fusiles al ser cargados; de los hocicos de los perros y los labios de los niños al comer.
La construcción se levanta rápidamente. Él debe estar atento. Aunque los ingenieros se ocupen con eficacia de todos los detalles, él quiere estar pendiente. Sale temprano, vigila, ordena, extiende los planos sobre la tierra húmeda, sabe que muchas veces su presencia es inútil, pero los demás la aprecian y no hay, por el momento, otro trabajo más importante. Regresa al anochecer, casi siempre en un transporte de la comandancia, a veces con el superior en el Mercedes, otras -cuando queda él solo y toca y mira y piensa- ya de noche, repitiendo, es mi primera obra, Isabel, es mi primera obra, sí, Franz, me llevaron allí porque era suficiente, ellos tomaron la decisión, no yo, sí, Franz, quiero entenderte.
Al principio, los cadáveres de los que perecían en la Pequeña Fortaleza fueron transportados al ghetto de Theresienstadt e incinerados allí. Pero más tarde este incinerador resultó insuficiente y se le encargó al arquitecto adscrito Franz Jellinek construir un crematorio en el sitio de la vieja ladrillería cerca de Litomerice. La construcción fue terminada a tiempo y los dos hornos fueron instalados, con los rieles y la palanca para desplazar mecánicamente al cadáver de la plancha de fierro negro al horno en la sala de cremación. Las urnas marcadas F y M, Frau y Man, eran devueltas, primero, a la Pequeña Fortaleza; pero después fueron arrojadas al río Ohre. Y más tarde, cuando no fue posible dominar las epidemias de la prisión, se abrió la fosa común cerca de la muralla norte. Sin embargo, el comercio continuó: los parientes y amigos de los muertos continuaron recibiendo, a cambio de una suma, la urna con tierra de Terezin. Ulrich no. Ulrich se negó.
A veces, intenta escuchar algo y sólo oye los movimientos de su respiración. Se acerca al rostro de otro hombre para distinguir la respiración ajena y no logra escuchar nada. Quizás los perros ladraban y la banda tocaba el vals de La viuda alegre mientras él caminaba de las obras del ferrocarril hacia la Fortaleza. Pero ya no sabía escuchar esos ladridos o esa música. En cambio distinguía la luz de los reflectores opacos por más que se confundiera con la niebla y ésta terminara por devorarlo todo; la proyección final de la luz de los reflectores, apenas visible detrás de las viseras que pretendían ocultarla de los ojos de los aviones y limitarla a una función inmediata a ras de tierra; las siluetas torcidas de Theresienstadt, la ciudad convertida en un solo, inmenso ghetto. Todas las noches, al regresar, ve y deja de escuchar lo mismo. Cruzan un campo de beterragas. Las brechas están abiertas, pero el campo yermo. Nadie habla, Isabel. Ese lugar hay que recordarlo como una película muda. ¿Tú nunca viste Caligari? No, tú qué vas a saber lo que es eso. Hicieron una encuesta entre los jóvenes. ¿Quién es Hitler? Nadie sabía, novillera, nadie lo recordaba ya, ningún joven había oído hablar de él, ¿te das cuenta? Y Franz te habla a ti, la más joven y las chimeneas de Theresienstadt se levantan rectas, las mansardas y los patios de esos viejos edificios son rectos y sin embargo debemos verlos como aquella escenografía oblicua, ornamental, como un espacio propio y falso de la locura: uno sabe que esa perspectiva no es sino un muro simple sobre el cual se han dibujado las perspectivas de un laberinto de sombras blancas… sombras que chocan con la luz inventada… espacios que desaparecen detrás de una línea muerta… y luego se agigantan en un universo hinchado que atesora demasiadas cosas… más de las que pueden percibirse o entenderse… qué afán de ornamentar… para hacer viable la normalidad del manicomio… ¿Tú nunca escuchaste Caligari?
Y si ella le hubiera hablado, él sabría que en esos silencios había una música secreta y en esos rostros comunes y semejantes, en esos cuerpos frágiles y en ese aire modesto, casi borrado, unos cantantes, también secretos, que de día iban y venían sin dar qué decir. Como llegaban, se iban. Sólo ella sabía que se pudo pasar el papel pentagrama y que ese día los dos viejos pudieron meter de contrabando la viola y el violín y que el cello había sido escondido en una granja abandonada y luego traído en una carreta cubierto de heno. Él sólo supo que unos obreros abrieron un escondrijo amurallado en uno de los corredores tortuosos y descubrieron un juego completo de instrumentos orquestales, envueltos y protegidos de la humedad: los cobres, los vientos y una gran batería.
– No hay inconveniente. Necesitamos preparar una ceremonia. Qué mejor que esto.
– Todos nos justificamos.
– ¿Verdad?
– Sí. No importan las palabras.
– ¿No importan?
– No. Son las de siempre. Todos las conocemos.
– Bewegung!
La orden y los ruidos que la acompañan -las botas, las fusílalas inútiles, las camillas volcadas- corrieron por las salas, los corredores y las escaleras del hospital de recodos tortuosos. Los que pudieron se levantaron. Otros se apoyaron entre sí. Los más, inválidos, fueron arrastrados a lo largo de los pisos de piedra y arrojados a las calles donde los amigos y familiares del ghetto empezaban a reunirse, gritando, sin comprender por qué motivo era vaciado el hospital. Los que tenían fuerzas recogían a los enfermos, sin saber a dónde llevarlos. Sólo ayudaban a los que reconocían y a veces creían reconocer a un desconocido y le ofrecían los brazos. El comandante había movilizado todo el equipo de transporte: los tres tractores y sus doce remolques, las dieciséis carretas de la granja, los dos camiones, las cuarenta y ocho carrozas fúnebres y las sillas de rueda esperaban a los enfermos en la calle. Pero los transportes no bastaban y por eso muchos enfermos vagaban o yacían o eran conducidos por los parientes y amistades que no comprendían si su deber era atender o abandonar.
Los guardias sacaron las cajas de muertos amontonadas bajo los tejados del hospital y las metieron en el camión que debía llevar los cadáveres al crematorio y en la operación de desalojo se descubrieron nuevos cadáveres que nadie había visto o reconocido: se necesita un olfato nuevo, como el de él, para separar ese hedor de los otros, vivos, que ya no lo percibían. Franz se dirigió, con la cabeza baja, al niño o al anciano muertos hacía dos, cinco días, una semana. Ulrich se negó. Dijo que éste no era su deber. Ulrich desapareció una noche. Los tejados, en poco más de dos horas, fueron vaciados de los enfermos y los cadáveres y él quedó solo bajo los inmensos tejados sostenidos por vigas perpendiculares en la sala desnuda y sin ventilación donde no había nada que pudiese arder: colchón, cobertor, almohada.