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– ¿Y si tú caes un día en manos de los rusos o los americanos? -sonrió Franz.

Heinrich saludó con la mano sobre la visera y el camión arrancó.

– ¡Delataré, los ayudaré, cambiaré de partido! -gritó, riendo, en medio del ruido de los camiones cargados de judíos.

Franz le devolvió, riendo también, el saludo:

– ¡Fieles hasta la muerte! -gritó cuando pasó el último transporte AAH.

Huic ergo parce, Deus:

Pie Jesu Domine:

Dona eis requiem. Amen.

– Los judíos -dijo el comandante mientras se escarbaba un diente con la boca tapada por la mano- van a cantar el Requiem de Verdi.

Eichmann arqueó las cejas, asombrado. Todos los oficiales de la mesa de celebración dejaron de hablar e imitaron el gesto de su jefe. El comandante se siguió escarbando el diente en medio del silencio helado. Todos miraban, sin hablar, a Eichmann, y esperaban su reacción. Eichmann rió. Rió solo. Dejó caer la palma abierta de la mano sobre la mesa. Entonces todos los demás rieron junto con él y se palmearon las espaldas. La carcajada se fue agrandando de comensal en comensal. Toda la sala de las barracas rió, los más alejados de la cabecera sin saber por qué. Eichmann se limpió las lágrimas con la servilleta.

Y ella le habría contado que durante meses Raphael Schachter buscó a un bajo y sólo una mañana, caminando por las calles del ghetto, escuchó una voz diabólica que descendía del cielo. Ella lo acompañaba y Schachter le preguntó si escuchaba lo mismo que él. Ella asintió. Caminaron de prisa, buscando la voz que cantaba. Se detuvieron, asegurándose. Ella volvió a asentir. Corrieron por las calles estrechas, bajo las almenas y junto a los muros ocre. Ascendieron por un pasaje de escaleras de madera y entraron a una pieza donde varios niños dibujaban lentamente, sin hacerles caso. Cruzaron los cuartos vacíos, cada vez más cerca de la voz. Schachter se encaramó por una ventana alta y salió al techo. Ella lo siguió. El hombre negro atizaba su bastón, cantando. Los miró. Se alejó de la chimenea y se limpió la cara cubierta de hollín. El deshollinador era el bajo del Requiem de Verdi.

Reíste, novillera; protegías con tus brazos dóciles a Franz en el cuarto de hotel de Cholula; después pensarás que él te lo dijo esa noche, sin saber lo que decía, lloramos, cómo lloramos al regresar, cuando se cumplió el tiempo de la espera y regresamos a nuestras ciudades y nos dimos cuenta de que nadie nos había esperado.

Y ella entendió todo cuando tuvo lugar el ensayo general y no hubo entusiasmo. Schachter creyó que había fracasado. Le habían contestado con la indiferencia. No habían comprendido su verdadera intención, el motivo de la paciente espera. Y ella lo tomó del brazo, jadeando por la dificultad de moverse, y le dijo que no, no era desaliento o indiferencia, era asombro, asombro, asombro, asombro.

– ¡Los judíos van a cantar su propio responso! -rió Eichmann y todos rieron con él hasta llegar a la enorme sala bajo los tejados, el hospital convertido en teatro y ellos tomaron asiento en las primeras butacas y los demás oficiales y guardias en las siguientes y él en una de las últimas filas. Y del otro lado del telón estaban reunidos los solistas, la orquesta y el coro y el decano Epstein le decía a Schachter que él dudaba, dudaba de todo: podría interpretarse como una capitulación; el comandante había pedido que la representación durase una hora no más, y Schachter apretó los dientes y murmuró: -Empezaremos con el verso “Confutatis maledictis”.

El telón se abrió y frente a ellos estaban los oficiales reden condecorados con las cruces KVK y la sonrisa en los labios.

Confutatis maledictis,

Flammis acribus addictis,

Voca me cum benedictis…

Bajo las bóvedas del silencio, se levantó la voz solitaria del deshollinador. Cuando los condenados sean confundidos y lanzados a las llamas vivientes, llámame con los benditos. Entonces él la ve, sentada a la derecha del conductor, con el primer violín, al entrar las voces del coro, fuertes pero titubeantes, en el Dies irae. No podía verla con claridad. Y no podía ver la ceja y la sonrisa de Eichmann y la complacencia del comandante: no había convicción en ese día de la ira que disolverá el mundo en cenizas. No bastaba levantar la voz. Franz quiso extender la mano hasta la muchacha que tocaba el violín para pedirle que recordara el otro Requiem, el alemán, concédeles descanso eterno. Señor: ¿recordaría? Dos conjuntos de cellos, divididos por las violas sombrías. El coro en su tono más bajo; lamento. Pero la voz humana, por serlo, inventa una cierta alegría que se adelanta a la tristeza de los instrumentos. Schachter, de espalda al público, cerró los ojos. Los oficiales y guardias S. S. ya lo sabían: Schachter estaba derrotado, su pueblo estaba derrotado, sin que importara el motivo: cansancio, indiferencia, temor o asombro. Ella tocaba el violín con la mirada fija en el conductor. Ella obligó a Schachter a abrir los ojos y mirarla. Ella tocaba así, con la intensidad que Schachter deseaba. No importaba la resignación en el rostro de la muchacha. El propósito era más fuerte. Eichmann sonrió. Pero en ese momento, como si hubiese distinguido el gesto completo de la muchacha, un ligero cambio de la máscara convirtió la sonrisa de complacencia y desdén en una mueca de perdón. Y Franz, desde atrás, recordó las noches en el jardín de Waldjstein en Praga, recordó un rostro parecido al de la muchacha que tocaba el violín, y quiso recrear el Requiem de Brahms y repetir: las mujeres repiten la voz de los hombres en un tono que trata de recapturar la vida. La memoria trata de abrirse paso. Es el filo de la navaja entre la vida y la muerte. Pero no las separa. Las funde. Las confunde. Y el coro, bajo las bóvedas del hospital de Theresienstadt, calló un instante mientras Schachter marcaba la pausa. Los cuatro solistas se pusieron de pie. Vietya, la soprano, inició dulcemente el Domine Jesu Christe, Rex Gloriae, y Franz quiso rechazar las palabras murmurando la letra del Requiem alemán, Der Tod ist verschlungen in den Sieg, Tod, wo ist dein Stachel! y el rumor de los instrumentos derrotó a las palabras: en la otra orquesta, el corno animó la marcha, los violines y las violas acompañaron a los grupos de dolientes y el órgano detuvo todo el movimiento. No pudo recordar. Lo vencieron las voces latinas, voces sin orquesta, sin voz, menos corpóreas que un eco. El tenor:

Hostias et preces tibi, Domine, laudis offerimus, auxiliado en seguida, como si desfalleciera, por el bajo, la soprano y la mezzosoprano: Fac eas, Domine, de morte transire ad vitam. Franz buscó la mirada de la muchacha: ¿eran más poderosas estas simples voces, casi arcaicas, modestas, comunes, despojadas de la belleza tonal de los instrumentos de Brahms; era más fuerte esta letanía vieja y muerta? Esta vez, Schachter cerró los ojos para sonreír. Pero la muchacha no abandonó la tensión que la sostenía: recíbenos al transitar de la muerte a la vida.

Sí, él cree que ella lo ha visto en la pausa entre el Sanctus y el Agnus Dei. Eichmann se removió en el asiento. El comandante permaneció rígido y luego consultó su reloj. El Agnus aplacó las asperezas. Humilde-humillado; caritativo-pobre; misericordioso-débil: los oficiales trataron de sonreír. Franz miró los ojos brillantes y húmedos a su alrededor en la secuencia más contenida y pura del Requiem de Verdi. Agnus Dei qui tollis peccata mundi: dona eis réquiem.

– Perdón, Isabel. No sabes qué sentimentales podemos ser.

– Sí, te vi hoy bebiendo cerveza y cantando.

Schachter titubeó un instante al sentir esa emoción a sus espaldas, en la sala. La muchacha se detuvo un instante y el conductor la miró y Franz, desde el fondo de la sala improvisada, le pidió que recordara los conciertos nocturnos y el primer encuentro y el paseo por el Puente de Carlos y las tardes en el gabinete de Maher y el verano solitario con la ciudad que olía a castaños y los canjilones de Ultava atascados de flores y hierbas y los domingos cuando todas las muchachas de la pensión salían al campo y ellos eran dueños de esa casa y correteaban por las escaleras y se preparaban la comida y se decían todo lo que era necesario decir, te quiero, promete no pedirme nada, basta este día, quiero ser arquitecto, promete no olvidarme, cuando regreses de Alemania seré una gran solista y ya no te haré caso, no quiero dejarte, no importa, Hanna, yo regresaré, Hanna, Franz, no, espera, ahora no, todavía no, me gusta pensar que estamos solos en la casa y sabemos querernos así, juro esperarte, tú serás el primero; los huesos altos y luminosos del rostro, los ojos verdes, sumisos, parpadeantes, orgullosos, la cabellera oscura tocada por el sol final de las tardes de verano mientras ella comía junto a la ventana y miraba hacia las losas verticales, amontonadas, negras, del cementerio judío de Praga.

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