– “El principio y el fin son idénticos, como la serpiente…”
Javier se apoyó en los codos y por su rostro pasaron todos los extremos, te dijiste:
– Me quiere, me odia. Me lo agradece. Lo humillo. Lo excito.
Y volviste a leer, cuando él quiso tomarte del muslo y tú saltaste de la cama:
– …“y por lo tanto no son ni principio ni fin, sino una eterna pesadilla opaca durante la cual en vano se espera…”
Saltó de la cama gruñendo: nunca lo habías visto así.
– ¡Devuélveme eso! ¡No tienes derecho!
Giraste riendo, escapando a sus manos aún pesadas de sueño:
– “…que apunte el día otra vez…”
Te defendiste, con el cuaderno abierto y los ojos brillantes y la boca abierta, detrás de la mesa del cuarto de hotel. Javier la derribó y tú chillaste, corriste ligera hacia la cama y por primera vez te sentiste desnuda, con ese cuaderno entré las manos. Él, desnudo, olvidándose del miembro en reposo -el mirasol picando bajo, catán- y el estómago flácido, te estaba mirando desnuda por primera vez, como si sólo a través de esa rabia y esa humillación mínimas pudiera nacerle otro deseo y tú te diste cuenta de algo, algo nuevo en la velocidad de tu sangre, en la sospecha de tu piel abochornada, ah, novillera, por primera vez Javier te hizo sentir un peligro y tú te quedaste ahí paralizada, bien grifa, oliendo todos esos perfumes que no lograste evaporar hace un rato, en el baño, y por primera vez sentiste que él venía como atraído o capturado ya por ellos y que tú sólo tenías que decidir una cosa: si adelantarte y ofrecerte y esperar a que él, por su parte, creyera ser dueño de la situación porque tú no hacías nada. Dices que ni siquiera le diste la espalda con la intención de que él lo entendiera como miedo de tu parte. Ah, mi catán, ahí te diste cuenta que hasta ese ofrecimiento lo hubiera petrificado a él y le habría hecho saber que tú estabas al tanto. Ah, mi novillera, ahí te quedaste rígida, con el cuaderno entre las manos, tratando de borrarte del mapa, sin atreverte ni siquiera a cerrar los ojos, como un avestruz, sino solamente hundida en quién sabe qué comarcas negras de tu cuerpo, como la lagartija, asimilada al color del aire. Por eso él avanzaba hacia ti como si no estuvieras allí, desnudo y él también -ahora lo supiste cuando te abrazó de esa manera torpe y casi infantil, casi desamparada- oliendo a cosas pasadas, a repeticiones agrias. Él mismo te hizo girar, tomándote de los hombros, hasta detenerte con tu espalda contra su pecho y tu cabellera húmeda, de arena negra, contra su rostro. Acercó la mano a tus nalgas, primero con delicadeza, en seguida llevó los dedos a tu trastopije y te quebró la arena del desierto, novillera, convirtió el rulacho seco y tenso en un chicloso suave y derretido y te pasó la otra mano entre las piernas para que no te fueras a morir retrasada. Te tendió como un arco, Isabel, y cuando caíste en la cama, bocabajeada, ya estabas perdida en la selva negra, atascada de sangre y flores saladas, hierbas podridas y helechos picantes y el pescado en busca de sus algas nauseabundas ya estaba, duro como la plata y el cristal, refundido en tus secretos, como nunca, el bastardo macizo bombeándote la mina de la Valenciana, novillera, jugando a las ensartadas hasta el fondo de la galería rosa y negra de tus vetas sagradas, asistiendo al sepelio de tu pudor final, a esa conquista que te convertía en estatua de sal, a esa victoria que le habías impuesto sin decir, sin desear, haciéndole creer que él lo había inventado cuando tú sabías que era el poder de tu inactividad -el poder permanente, nunca puesto a prueba- lo que tenía a Javier, al fin, revelado para ti en la sodomía y entrando, por fin, a matar con la espada metida hasta la empuñadura, diciéndote en su jadeo que se acababan las palabras y las justificaciones y la literatura: sólo había esta libertad final que tú aceptabas con los dientes apretados y el dolor de un parto. Eso era nuevo para los dos y si entendías muy bien lo que te pasaba a ti, a los veintitrés años, por primera vez, de él sólo entendiste una cosa: que un sistema nervioso se probaba antes de agotarse. Ole.
Eso sí te lo había enseñado, a poco de conocerte, cuando aún te trataba como a una alumna seducida y recipiente de su saber. Estaba escrito en el mismo cuadernillo azul:
“Quizás entonces, cuando conocí a Ligeia, esa ternura con la que Isabel cree bastarse a sí misma y bastar a un amante me hubiese bastado a mí. La pobrecita no se da cuenta. No sabe que toda vida de escritor puede titularse, como aquella novela apasionante, leída durante la adolescencia en el desvelo, el olvido de las tareas escolares y la obligación de madrugar. Las ilusiones perdidas… Triste paradoja, que a fuerza de querer expresarlo todo, darle un sentido a todo, acaba por vaciarlo todo de sentido, acaba por darse cuenta de la inexpresibilidad de todo a través de esas formas frías y artificiales de la literatura. ¿Cuándo lo supe? ¿Será la vulgaridad misma de una vendedora de higos, flaca y pobre, expulsada de la playa por los dueños del restaurant? ¿Será mi negativa de ver los ojos de esa mujer que buscaban los míos, de permitir que esa mujer y sus problemas entraran a mi imaginación y rompieran el equilibrio que buscaba en las islas? ¿Será haber perdido la colección de guijarros? ¿Serán los montes de Farfale? ¿Por qué iba a distraerme todo lo que me alejaba de la pasión central, del poema, de la totalidad de esa intención? ¿Qué tenía que ver mi poema con los dramas de la vendedora de higos, los guijarros perdidos, la mujer extraviada? Totalidad, mi totalidad vencida por la fuerza de las parcelaciones. Imposible vencer esa realidad fragmentada creando su equivalente literario. ¿Para qué? Si la fragmentación real ya existe sin necesidad de literatura. Entonces, otra vez, sólo el afán totalizador y otra vez el fracaso de la ambición que quisiera fijar para siempre el pasado, devorar en seguida al presente y cargarse con todas las inminencias del futuro. Moi j’aurai porté toute une société dans ma tête? Ah, ja, ja…”
– Qué diferencia.
– ¿Te impresionó mucho? Duró bien poco, ¿no? ¿En cuánto tiempo se desgasta un desplante físico? En cambio lo otro, lo que quise compartir contigo, lo que nunca entendiste, ¿eso qué?
“Luchar con un enemigo sin cuerpo. No saber nunca si la abstención, más que la obra, puede ser el signo verdadero de tu acción. Debo pensar esto, debo pensarlo. Cómo se vive en el aire, sin saber el valor real de lo que se hace o que se deja de hacer, si el fracaso está en hacer algo y el éxito en abstenerse para dejar una huella de protesta, para calificar de alguna manera una época que debe quedar desnuda; no debemos permitir que ese tiempo monstruoso pueda ofrecer un signo a la posteridad”.
– ¿Te reirías de mí, Ligeia? Sí, eso harías. No puedes comprender.
“Cómo desde nuestros primeros años juntos intuí eso: la significación de este tiempo es restarle significación al tiempo. Eso es hoy ser Byron. Cada intento de responder al tiempo con un libro, un cuadro, una partitura es hacerle el juego a una época que no merece nada. Toda la obra debe quedar dentro de uno mismo, sin exteriorización, sin la debilidad de entregar a quienes no lo merecen algo que sólo puede ser valioso mientras no se comparta: ésa es su condición. Adentro, adentro de mí toda la lucha. La mediación entre lo que intuyo y lo que realizo, el puente de mi espíritu sólo para mi espíritu. Adentro de mí el debate de las convenciones, fuerza de un siglo, límite y debilidad de otro. Adentro de mí la búsqueda del absoluto, el fracaso de lo parcial, la creación de esa parcialidad que, por ser lo único que puede obtenerse, se convierte en el pequeño absoluto de mi conciencia. Adentro de mí los gigantes disfrazados de molinos de viento: nadie, nunca, creerá que sí son gigantes, que el loco era el cuerdo, el único que veía todo lo que los razonables necios eran incapaces de ver. Ser fiel. No expresar. No revelar. No exponernos ni a la depresión del dogma ni a la disminución de la indiferencia: ¿Qué no nos será arrebatado, destruido, prostituido por la sociedad? Mejor el silencio. Siempre el silencio, si no queremos la corrupción de quienes han de exigimos ser lo que no somos o de quienes han de aislarnos y minarnos y hacernos inofensivos. No sé. No quiero ver hacia atrás. No viví en otro tiempo. Sólo en éste, el que asesina con la prisión o el éxito, el que destruye con el grito o el halago, el que al negar o aceptar lo que escribamos, de todas maneras nos reduce y aniquila. No hay salida. Tendremos, mientras dure esta barbarie irónica, que callarnos y cantar el panegírico de una sociedad que desea su consagración o callarnos y servir en la rueda mercantil de otra que ya se siente consagrada porque reparte refrigeradores. No hay salida. Nadie quiere esto. No. Todos quieren sacerdotes y acólitos del culto externo. ¿Quién se salva? ¿El que debe cantar las glorias del trabajo o el que debe cantar las glorias del producto? Es mejor callarse”.