– Ése es el heroísmo que nunca me reconocerás. Ah. Sería más heroico, entonces, escribir, escribir, pero no publicar, mantener lo escrito para otro tiempo. No sé. Hazme esa pregunta un día. A ver qué te contesto. Ahora no sé. No sé, de verdad, créeme, no sé.
Isabel tomó la mano de Javier:
– ¿Por qué no lo escribes?
Javier abrió los ojos, casi asustado: Franz conducía sin mover la cabeza, con la camisa azul de polo manchada de sudor y los pantalones de franela gris y los zapatos de cuero café llenos de polvo:
– ¿Qué?
– Lo de los toros -sonrió Isabel-. ¿Por qué no lo escribes, profe?
Tú acomodaste sobre el respaldo el saco de pana de Franz y los anteojos oscuros salieron de la bolsa y tú los limpiaste con cuidado, con el pequeño pañuelo que sacaste de la bolsa de mano.
– Oh, Isabel, Isabel.
Javier se ocultó los ojos con las manos y dejó caer la cabeza con un gemido opaco.
En el espejo encontraste tu propio rostro, tus ojos grises, tu nariz aguileña, tu boca grande, antes de sacar el pañuelo, limpiar los anteojos, guardarlos nuevamente en la bolsa del saco y arroparte en el chal negro que cubrió tu espalda desnuda. Cerraste los ojos.
Porque en el cuarto no había nadie. Y si Javier estaba, dormía o no te hacía caso, era igual.
– ¿Estás ahí? ¡Javier! Prende la luz.
Sabes, dragona, que hay actos que conducen a una magnifica ausencia de conclusiones: la nada es el valor de ciertos momentos de la vida. Y tú le dices a Javier -que quizás no está allí- que durante muchos meses, después del incidente de la carta, tú y él vivieron esa vida suspendida que consistía, sobre todo, en desear, esperar, pero cada cual por su lado. Tú quisieras, recordarlo claramente, porque ése fue el puente de tiempo que los condujo -seguro, con todas las graduaciones, momentos muertos y tiempos largos que quieras- a lo que hoy viven y a lo que hoy son. Says who. Grecia, el regreso, los primeros meses en México, cuando estalló la guerra. Esos días quedaron atrás -le contestaste-, empujados hacia el pasado por un doble deseo, que ninguno de los dos dijo en voz alta, de llegar a un nuevo descubrimiento que no suprimiera la pasión, que la acrecentara. Como dices, ship ahoy; gradúate y entra al ejército. Si el camino hacia esa verdad era una modificación imperceptible, lenta y señalada por la ausencia de actos visibles, tú y él lo recorrerían. Confiesa que esperabas, al venir el cambio, que éste explotara y dividiera las vidas.
– No fue así. Nunca fue así. Qué pudo saber de él. Hablo por mí.
Hablas por los desayunos en silencio, pero sonrientes, durante los cuales tú esperabas, sin atreverte a beber el café pero impulsada por quién sabe qué necesidad de conservar las apariencias de todos los actos que ocultaran la alegría y la desesperación de tu deseo; metías las rebanadas de pan en el tostador…
– … graduaba el calor, distribuía las porciones de mermelada en los platillos, embarraba la mantequilla sobre el pan recién tostado, esperaba, todas las mañanas esperaba de Javier, esperaba que Javier me pidiera algo y él leía el periódico en silencio -y yo nunca olvidaré esos nombres, esas grandes letras negras que reunidas decían von Runstedt, Wavel, Gamelin, Timoshenko-, me sonreía de vez en cuando, yo le preguntaba qué había visto en la ciudad, qué le había impresionado, qué escribía, esperando que él, como antes, me leyera sus nuevas cuartillas.
– ¿Recuerdas El puente de Hart Crane? Quisiera encontrar algo así, una resonancia de la ciudad en la poesía.
Él salía a recorrer la ciudad y tú lo imitabas en parte, dragona.
– Como tú, salía a caminar sola, pero no escogía los mismos rumbos que tú. Yo me limitaba a nuestra colonia, a las calles cerca del Paseo de la Reforma.
El Paseo mismo en su tramo entre Chapultepec y la glorieta de Cuauhtémoc, era tu zona limitada. Bajo los fresnos, a lo largo de la alameda de polvo amarillo (ahora es de cemento, ya ves), en las calles entonces quietas, de residencias de la vuelta de siglo, decoradas con urnas y vides en relieve, con las ocasionales mansardas esperando la nevada que nunca llegó, las puertas cocheras pintadas de verde, las ventanas francesas con marcos blancos, las azoteas planas con balaustradas de piedra, las empinadas escaleras para alcanzar la planta de recepción, los sótanos húmedos, las criadas asomadas a las puertas entreabiertas, los viejos habitantes asomados detrás de los visillos o conducidos en viejos automóviles (mira que hasta yo recuerdo un Pierre-Arrow, un Isotta-Fraschini, un Rolls Royce con acojinado de terciopelo rojo y muchos flecos y relumbrones de oro) a la entrada de los parques de césped y palmeras escondidos detrás de las altas rejas, encontrabas otro México, ah, sí, una ciudad desaparecida, un quartier reservé que te acogía y te defendía de la otra ciudad, la que te asustaba, la que sólo veías a trozos, apresuradamente, al ir al cine, a algún restaurant del centro: esa ciudad sombría, de caras duras, dragona, de ojos criminales, de cicatrices y azares, de un hablar corto, injurioso, siempre al borde de la violencia: qué ibas a ir a Mesones, San Juan de Letrán, La Moneda, Corregidora, Argentina, Guerrero, Peralvillo, donde viven los liones de la raza, los gandallones que atizan la mota, las murciélagas que mascan nuestro calomel. Las corridas de todos, los cabarets, los cines, los teatrachos de entonces, las calles aglomeradas: ya lo sé, dragona, no lo sabré yo: todo eso te llenaba de espanto, todos estos lugares te hacían sospechar que eras seguida y espiada, te hacían temer que un piropo, sin transición, se convirtiera en hecho de sangre, te hacían dudar de tu integridad, como si los ojos vidriosos de los hombres, las mujeres y los niños supieran más de ti que tú misma, como si estos millones de seres oscuros, con su pasividad intolerable, con su violencia atroz, con sus sonrisas sin alegría, con su tristeza a carcajadas, brutal, rencorosa, fueran todos adivinos, magos que sonríen con ironía ofensiva al darse cuenta, en un simple encuentro callejero, en un simple cruce de miradas, de alguna muerte mezquina, de algún destino tan sombrío como el de ellos que cargan en su mirada, en sus manos callosas, en sus labios gruesos, tantos siglos de humillación y de venganzas frustradas.
– I think all Mexicans just want to get even.
Tú qué ibas a ir ahí; permanecerías en estas calles que entonces eran tranquilas, antes de que las viejas familias empobrecidas vendieran sus casas y Niza, Hamburgo, Génova, Londres se convirtieran en calles de restaurants y boutiques y cabarets de lujo y cafés al aire libre; ves hoy estas calles, por donde pasan los Lancia y los Jaguar y los vampíricos de suéter negro y media calada y los artistas gringos emigrados y todos los héroes existenciales del Café Tirol y el Kinneret, los de la revolución por dentro para acabar pronto, y para ti que sigue habiendo allí una barrera contra la gangrena de la ciudad oscura, contra la invasión de las chozas de adobe y lámina, los basureros, los pies descalzos, los pepenadores, la tina, la mendicidad, la violencia, las miradas de intención criminal o escatológica o mágica…
– No sé. Todo es lo mismo. Todas las miradas mexicanas son estas tres cosas. Matan, desnudan y consagran y tú querías hacer la pregunta, Javier, y no encontraste ni la interrogación ni la afirmación. Hace un año y medio, apenas, regresamos tarde al apartamento y me di cuenta de que la ciudad no había cambiado pero tú sí. Hace un año y medio nada más. ¿Por qué mataron a ese hombre? Yo siempre pensaré que ese hombre no debió morir. Tú no, Javier. ¡Tú no!
Te levantaste de la cama, gritando: “¡Javier! ¡Contesta!”, y te paseaste a ciegas por el cuarto de hotel de Cholula, con los brazos extendidos, como una sonámbula, tropezándote contra los burós y la mecedora y las maletas vacías:
– ¡Tú no! Yo lo vi, tirado frente a la puerta de nuestra casa de apartamentos, sin saber, primero, cómo reaccionar…