Las pupilas refractadas distinguieron al fin los dos bultos: el del hombre y el del capote negro. Franz no se movió. Con tu rebozo apenas agitado por el viento, entre los puños bronceados. Las venas del antebrazo resaltaban, azulosas, bajo la luz. Tenía los talones muy juntos y la pierna derecha tensa, a punto de adelantarla apenas embistiera el torote. Tú mirabas, ahora sí, con más miedo que un charro con sartén, Isabel licoriaba con risa y Javier con una como distracción impetuosa. Pero Franz había dominado al toro. Todo aquello -el olor de las vacas, los mugidos de los novillos, el estruendo de la cascada, el correr ligero del río- había desaparecido de la sensibilidad del jarameño, rebotada sobre un testuz sordo, hipnotizado por el hombre y la capa como si le hubieran dado su chicloso de mandarín. Embistió. Franz libró el lance. El toro, impulsado, corneando furiosamente por la derecha, fue a patinarse hasta el extremo del medio redondel de hierba y arena muerta. Mugió con dolor. Los tejidos del cuerpazo chupaban el oxígeno. Se levantó. Un segundo de distracción pero ya Franz lo estaba acorralando con la voz, se lo estaba arremangando, lo volvía a citar: “Toro, toro…”, con la quijada saliente, los labios entreabiertos y rígidos y los candorros bien afilados. Los dos tenían más miedo que un nagual fichado. La camisa de Franz se le pegaba a la espalda, el polvo había blanqueado los zapatos de cuero y, bajo la ropa, se adivinaba un cuerpo de trazos violentos y rápidos, una pura armazón de nervios y músculos que había quemado todo lo que no era ese diagrama muy crospi.
El jarameño volvió a embestir, volvió a pasar junto al vientre recogido de Franz, volvió a levantar la capa negra con el cuello a un tiempo flexible y fijo; y ya estaba dominado, bien bastardiado; no desbarró; giró como un relámpago y volvió a embestir cuando Javier les dio la espalda, caminó hacia el auto, abrió la portezuela, se sentó en el lugar del chofer y apretó con todas sus fuerzas el claxon, apoyó las manos sobre ese grito gutural y agudo, penetrante y chillón, llenó todo el lugar con ese lamento ronco del claxon y a través del vidrio empolvado trató de distinguir, hasta ver, primero una nueva embestida del toro, peligrosa, en el momento en que Franz levantaba la cabeza, se dejaba distraer antes que el toro. Porque el toro siguió un minuto grifo ante la capa. Pero la manada no: nerviosa y mugiente, movía las cabezas tratando de localizar el origen de ese ruido nuevo y aterrador. Y Javier seguía con las manos apoyadas sobre el claxon y ahora el sudor también le bañaba la fachaleta bien tensa, Y allá adelante Franz trataba de retener la atención del jarameño. Y detrás la grey con su miedo creciente, separada de su mandón, como capturada por los misterios de un aire sonoro, vibrante, desconocido.
La primera fue una vaquilla bermeja que bramó; en seguida un toro chaparrastroso que la imitó; en seguida todos esos bramidos salvajes, esos temblores y contracciones contagiados eléctricamente de un cuerpo a otro, los sudores y las babas, los orines, la palpitación en los vientres nervudos: algunas bestias se arrojaron al río que las arrastró con violencia hacia la caída de agua; otras, ya en tropel, en medio de un terror oloroso, corrieron afiebradas hacía la otra ribera, en un choque de flancos y cuernos ríspidos; el toro jarameño, al fin, respiró el terror de la estampida, mugió más hondo y fuerte que los demás, agitó enloquecido la cabeza en medio de los bramidos y la trompeta interminable del claxon, corrió detrás de su grey, se perdió en esa tempestad de temblores y sudor y bramidos, esa carrera sin destino de la manada suelta, veloz, que ahora creaba su propio temblor de pezuñas sobre el llano y los pastizales; perdida en los mantos de polvo, cada vez más lejana aunque siempre feroz, ahora huyendo hacia atrás, cada vez más lejos.
Franz colgó la cabeza y la capa. Tú corriste hacia él a abrazarlo. Isabel sonrió y caminó hacia el automóvil donde Javier, agotado, había reclinado la cabeza contra esa bocina que no terminaba de gritar.
El vado quedó libre. Los mugidos se iban perdiendo. El sol se despeñaba con las aguas verdes de ese río de limos vagos.
Terminó el tumulto y se oyeron los chirreos de los cenzontles en los álamos redondos de la otra orilla.
Javier salió del automóvil sólo para ocupar, de nuevo, su lugar en la parte trasera. Isabel lo siguió, disfrazando esa risa que era más notable en la picardía de sus ojos al mirar a Javier, al solicitar una actitud semejante en él, al sorprenderse, sin abandonar su jauma irónica, de que en ese hombre moreno sólo hubiera esa tensión, esa palidez seria que, al acercarse tú y Franz al auto, Isabel vio otra vez en el rostro del hombre rubio. Lidiar un toro y apoyar las manos contra un claxon.
– Lo pusiste en peligro. ¿No te diste cuenta?
– No importa. Ya ves, sirvió más que lo mío para ahuyentarlos.
– ¡No lo disculpes! ¿Qué tal si los toros huyen hacia nosotros?
– En fin, no fue así.
– ¡Y te distrajo, Franz, te distrajo! Pudo haberte corneado. Qué diferencia.
– No importa, de verdad.
– Qué diferencia.
Javier te sonrió.
Y tú, Isabel, novillerita, tarareas Moon river mientras lees en el cuaderno de Javier: “Pero debe sospecharse que, a pesar de su desprendimiento y libertad aparentes, todos estos elementos del cielo se inclinan ante el cuerpo de piedra de la serpiente que, en el basamento, ciñe y aprisiona el altar. Fueron hombres. ¿Dónde están? ¿Habrá un arroyo de sangre escondida en la escalinata? La piedra no tiene ojos. Pero la muerte sí. El tiempo sí, que culmina aquí. El sol de agua inunda este mundo y estos hombres mueren ahogados. El sol de tierra -te veo, tierra esculpida que sostiene la pirámide, tierra labrada, tan rígida como las fauces de la serpiente que durará menos que tú- recibe la sangre. El sol de fuego, arriba y adentro, consume y mata. El sol de aire, el más feroz de todos, contiene en su silencio inmóvil la tierra, el fuego y el agua. ¿Dónde están, hombres? Salgan. Hablen. ¿Qué dirán? Ojos, corran, vean. No pierdan un solo latido de esta tierra. Estamos aquí, los cuatro. Frente a los símbolos, lo único que quedó después de las conflagraciones del mediodía. Los signos. ¿En qué nos distinguimos de ustedes? ¿Esperamos como ustedes los cataclismos, la ruptura del velo y la aparición de los monstruos del crepúsculo que habrán de devorarnos? ¿No están siempre entre nosotros? Me acerco. Toco las plumas”.
Javier se removió a tu lado y tú cerraste el cuaderno y lo miraste dormido en el sopor del atardecer en Cholula. Te tapaste la boca con una mano.
“¿Qué belleza es ésta? ¿En qué se diferencia de la nuestra? ¿Saben? Sí, sí, nuestra belleza es un modelo, un ejemplo y una incitación para que la traslademos de su expresión fija a nuestra experiencia vital. El ejemplo artístico nos es ofrecido para que lo actualicemos, así sea por debajo del modelo, en nuestra vida diaria. Por eso termina agotándose en la moda. Pero esto, esta plenitud, esta belleza bárbara de Xochicalco, es otra cosa. Esta riqueza, este lujo y este ornato están realizados como algo irrepetible, incapaz de extensión o actualidad. La belleza de la barbarie se consume en sí, vive de su separación y no de su identificación con la vida…”
No pudiste contener la risa. Dices que te salió desde abajo, desde las uñas, y tratando de sofocarla con una mano apretándote la nariz y con la otra tapándote la boca con el cuaderno de Javier, comenzaste a sacudir la cama involuntariamente y Javier abrió los ojos, amodorrado, y tú ya no tuviste tiempo de colocar el cuaderno en el lugar de donde lo tomaste, la mesa de noche junto a Javier que abría los ojos sin entender tu risa y tú, culpable, leías en voz alta:
– “Estás en un momento en que el tiempo parece correr y sin embargo parece estar detenido…”
Y Javier te miraba con la boca abierta, sin comprender. Te arrodillaste en la cama: