– Beulah, peel me a grape,
y contoneaba su figura de reloj de arena y tú y Javier estaban tomados de la mano en un cine de Brooklyn viendo Four daughters porque allí debutaba John Garfield, y nunca ningún actor te gustó tanto como John Garfield, porque se parecía a Javier, porque se llamaba Julius Garfinkle, porque vivía entre la humillación y el peligro, porque, retrospectivamente (intuitivamente entonces) fue el primer héroe existencial, antes de Bogart o Brando o Dean: John Garfield era, por fin, esa contradicción viva, el héroe-villano, el santo-asesino, el artista-vulgar; y cuando ahora pasa por la televisión alguna película de ese hombre magnífico que murió fornicando, tratas de que Javier esté allí y lo vea y lo recuerde, pero Javier huye antes de que puedas gritarle:
– ¡No te justifiques más! ¡No le eches la culpa a México o al tiempo! ¿Ves? Ya sé cómo son todos, todos estos artistas de la clase media latinoamericana, que usan el arte para poder sentirse aristócratas, para transferirse a la oligarquía contra la cual dicen luchar; el arte es la elegancia, la manera de escapar al horrible mundo de una clase media cruda, plana, tartamuda, nada más; lo llaman forma y buen gusto y es sólo impotencia y miedo y nostalgia y vulgar social climbing…
Antes de que Javier te grite:
– ¿Y los gringos? ¿Y el juego del artista de pelo en pecho? ¿No tratan de escapar a su clase media posando como cargadores, beisbolistas, cazadores de tigres, maquinistas de tren, boxeadores?
Y tú terminas, calmada, preguntando:
– Florence Rice. ¿Quién recordará a Florence Rice? O Arline Judge. Tantos rostros bonitos y que fueron tan famosos como Rochelle Hudson y Madge Evans y Jean Parker y que hoy nadie recuerda.
Se tomaron de las manos en el cine y el cine lo homogenizó todo. Y salieron y caminaron y tú miraste, saludaste, bajaste la cabeza mientras te saludaban y miraban y esa otra película fluía, igual desde la niñez: el kleikodeshnik afuera de la sinagoga con su rostro compungido y sus manos unidas piadosamente; el ototot que no termina de afeitarse la vieja barba rusa; y el lánguido y cultivado schonerjud que juega ajedrez en el segundo piso de un café del barrio; y la anciana que espera la salida del funeral con el pañuelo listo para recibir las limosnas de los dolientes; y la radikalke emancipada, chillona:
– ¿Quisieras que fuera una loca así, Betele? ¿Eso te gustaría que fuera?
– No, mamá. No he dicho eso.
– Entonces no hagas caso a tu padre. Déjalo jugar pinocle y sentirse muy moderno. Déjalo que se engañe. Ven. Toma mis manos, hijita. Recuéstate aquí a mi lado. No vamos a escapar de esto. Es más hondo de lo que sabemos. Ya lo verás si entonces, como yo, no se da cuenta que lo único que importa en la vida es lo que dejamos al morir, los que pueden llorar por nosotros.
Apretaste la mano de Javier en el cine: John Garfield tocaba el piano.
– Ya no parece, ¿verdad? ¿Verdad, Javier, que ya no tiene nada de excéntrico?
– No sirve de nada saber la lengua madre -murmuró Gerson.
– ¡Cállate! ¡Renegado! ¡Goy! -gritó Becky.
– Haremos y obedeceremos -dices, con los ojos cerrados, cuando el auto deja atrás las sombras de la alameda y una luminosidad vertical los ciega. Era la una de la tarde. Franz consultó su reloj. Tierra blanca. Lomas blancas. Árboles blancos. El polvo arremolinado. El río y el vado. -Bendito el que viene en nombre del Señor.
Franz detuvo la marcha, apagó el motor y metió el freno de mano. Todos descendieron en silencio, aunque Isabel se retrasó, dudando. Los remolinos de polvo les alcanzaban hasta las rodillas. Los cuatro se detuvieron junto al auto.
En el vado, casi inmóviles, plantados a lo largo de la estrecha joroba de tierra entre los dos brazos del río, estaban los toros, las vacas, los novillos, en el centro del río. Jarameños de cuernos cortos y delgados, con el color fusco abrillantado por el sol, que parecían guardianes del paso del río. Toros de frente remolinada y cuello corto. Toros de lomos fuertes y pezuñas recogidas, casi inmóviles en la faja de tierra. Toros de cerviguillo levantado y colas largas, que hundían los morros en el agua rápida. Vaquillas de armadura corta que comían, con un movimiento abanicado de la cabeza, las hierbas blancas de la otra orilla. Novillos nerviosos, saltones, que se miraban entre las patas y vientres de los toros grandes.
Toros de cuello corto y ojos miopes, mugiendo suavemente, posesionados del vado. Una multitud lenta y sudorosa que rodeaba al cabestro que también bebía el agua verde del río. Toros moruchos, de cornamenta en veleto y grandes papadas. Los ojos nerviosos, miopes, fijos en la tierra. Los ojos salientes y adormecidos de las vacas de pelo sentado, abrillantado en el mediodía.
Tú y Franz, Isabel y Javier se detuvieron a la orilla del río, en medio de una gran uña de tierra arenosa de donde arrancaba el puente natural que el río había creado entre sus dos remolinos veloces, antes de precipitarse, a pocos metros, en una cascada. Si las miradas bajas y perdidas de la vacada no se dirigían a ustedes, sí podía sentirse el movimiento nervioso de todas las orejillas redondas, el sudor acentuado de los lomos rectos: una vaca perdió pie en el borde del espinazo y primero con una torpeza patética y serena, en seguida con un nerviosismo desesperado, se deslizó hacia las aguas turbulentas, se hundió con todo su peso, asomó la testuz de trecho en trecho, a medida que la corriente veloz le arrebataba hacia esa cascada negra. Ninguna bestia de la manada volvió los ojos hacia la compañera perdida. Otra vez los movimientos apacibles aunque nerviosos, el lento comer en abanico, el lento beber, la lejanía de los ojos abultados.
Ustedes se miraron. Isabel se tapó la boca, riendo, ah forro chido, muy nerviosa. Franz tomó el chal negro de tus hombros y se adelantó hacia el vado y caminó por la uña de arena hacia el toro grande que, poco a poco, por ser el más cercano, parecía el más nervioso. Abanicaba la cabeza sin motivo, sin recoger las hierbas con el morro; husmeaba el aire, igual que toda la grey, buscando todo el tiempo el alimento y el olor de las hembras. De repente era el mandón, el mero Juan Cuerdas, el semental de esta tropa. Ya no escondía su temor ante el hombre que avanzaba hacia él. Un sudor copioso lustraba aún más su piel; se soltó meando y su mirada se volvió muy opaca. Franz se acercó más. El ojo del otro parecía, al fin, fijarse en el hombre, reconocer su figura y no sólo el bulto, el olor y el ruido de los pies sobre la arena. Esa retina difusa del toro se iba concentrando. Mugió el toro. Tiró violentamente la cabeza hacia atrás, hacia sus compañeros: esperaba una atracción, un olor, un bufe, sí, o un ruido que lo distrajera de esa figura tenaz que avanzaba hacia él; andaba buscando una salida. Pero los demás toros eran un muro negro, de cuernos verdes y blancos. El mandón, el Juan Cuerdas, sólo podía huir hacia adelante. Sólo podía huir embistiendo,
Se detuvo. Como que se irguió para que todos lo vieran. Su cobardía no tenía más salida que el coraje, pero también había un orgullo físico por el puro hecho de estar allí bajo el sol. El ojo embrutecido se convirtió en una moneda negra, grande, viva y brillante. El morro húmedo y elástico se levantó mugiendo. Los cuernos verdes tenían su orgullo particular, como de corona y símbolo frente a los otros toros perdidos en la masa gregaria de atrás; las ancas elevadas, los lomos rectos, el dorso afilado pero lleno, comenzaron a temblar con cólera; todo el cuerpo mostraba en la inmovilidad erguida una belleza hecha para la lidia, fuerte, abultado, musculoso por delante, esbelto, fino, hecho para la carrera, por detrás. Tenía las pezuñas negras y el morrillo grande y las agujas potentes, el pecho profundo y una respiración sudorosa y bárbara. Ya estaba lleno de esa bravura que sólo podía salir del miedo, con los ojos fijos en el falso capote de Franz que se acercaba, gastaba los G.B.H., dragona, se arrimaba de veras a ese viejo uro que no parecía detenerse en la arena blanca de un río, sino fijarse para siempre en la cueva pintada, en el mosaico, en la moneda imperial.