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Reíste mucho y seguiste:

– No, no creas que me ilusiona tanto salir a lugares elegantes. Si lo único que quiero es estar contigo, no me importa dónde. Fíjate, no perderemos tanto tiempo. Ah, y un tocadiscos. No podríamos vivir sin un tocadiscos.

– ¿Vivir?

– Dos o tres veces por semana, zonzo. Y cada uno por su lado, cuando quiera estar solo. ¿No necesitas estar solo de cuando en cuando?

Le acariciaste el mentón, encendiste otro cigarrillo, pusiste otro disco y giraste lentamente.

– Trini López at PJ’s -dijiste-. Grabado en vivo. If I had a hammer…

Entraste al baño. Cerraste la puerta detrás de ti. Javier se sentó sobre la cama y se tocó la cintura. El agua corría en el baño con un ruido excesivo.

– Isabel.

Javier levantó la voz.

– ¡Isabel!

– ¿Qué cosa? -dijiste del otro lado de la puerta.

– Creí que me ibas a decir otra cosa.

– No te oigo, Javier. Espera. Ahoritita salgo.

– Estás casado. Tienes obligaciones. Entiendo. Gracias, Javier.

A hammer in the morning…

– Eres mayor que yo. Tienes tu vida hecha. Y tu carácter también.

– Un momentito, mi amor, ya mero estoy.

– Gracias. Fue muy hermoso mientras duró. Nunca te olvidaré.

If I had a bell…

– Yo también sabía que iba a terminar. Nunca me hice ilusiones.

…I’d ring it in the morning.

– No te inventé. Te toqué. No te inventé.

It’s the bell of freedom.

– Un courts del camino a Toluca con un taxi esperando detrás de la cortina. ¿Algo más?

– Ahoritita salgo. Ten paciencia.

– ¿Otra vez? ¿Creyendo que ahora sí es distinto?

El disco terminó. Javier escuchó los górgoros, los eructos, todas las burbujas de esa agua corriendo, desde los grifos y en el remolino del excusado.

Apareciste envuelta en una toalla. Con una mano te agitaste el pelo mojado.

– ¿Qué decías?

Javier se cubrió el vientre con la sábana. Tú canturreaste mientras te anudabas el pelo a la nuca, con estambres amarillos, frente al espejo. Te restiraste el pelo sobre el cráneo con los pasadores entre los dientes. Terminaste de peinarte, te acariciaste la cabeza con las manos y buscaste el lápiz labial en el desorden del tocador. Frunciste los labios para pintarlos de anaranjado.

– Cuando estábamos en Xochicalco…-murmuró Javier.

Detuviste el lápiz sobre los labios.

– No.

– … Ustedes no comprenden.

– No-. Te levantaste y la toalla cayó.

– Tienes que oírme.

– Te digo que no-. Recogiste la toalla y la empuñaste como un látigo pesado y húmedo.

– Estaba pensando en Xochicalco. En lo que vimos esta mañana…

– Ya lo sé. No quiero saber nada de eso. ¡Me aburre! -Azotaste las piernas de Javier con la toalla mojada.

– No, Isabel, no-. Javier recogió las piernas.

Azotaste las nalgas de Javier, riendo.

– Isabel, no, te digo que duele-. Javier se dobló sobre sí mismo, unió el mentón a las rodillas y cerró los ojos.

– Más duelen esas tonterías. ¡No quiero saber de eso, te digo! ¡Yo no tengo nada que ver con esas cosas!

Arrojaste la toalla mojada sobre la cabeza de Javier. Te arrodillaste junto a él en la cama. Le hiciste cosquillas en la cintura.

– Lonjitas más chispas.

Javier abrió los ojos y siguió en su postura recogida.

– ¿Por qué abriste la puerta?

Le besaste la espalda.

– ¿Cuál puerta?

– ¡La del auto! -Javier no te miró.

– ¿Tú qué crees?

– No me beses. Dime.

– Porque lo dijiste para herirme a mí, no a la Betty que ya está acostumbrada…

– ¿Qué? ¿Qué dije?

– Todas esas cosas que repites tanto; necesito el amor sin amor, quiero el amor sin desearlo. No, no a la Betty. A mí. Pinche-. Acercaste la boca a la oreja de Javier. -¿Sabes cómo me llamaste mientras me hacías el amor?

Javier escondió el rostro en la almohada.

– ¿Yo? Perdón. Por favor, perdóname.

Lanzaste una carcajada, arrancaste las sábanas del cuerpo de Javier, Javier gritó:

– ¡Déjame! ¡No me gusta!

– ¿Solo erecto y prepotente, mi amor? A mí me gusta verlo dormidito.

– Entonces ven, no hables. Ya.

Apareciste, riendo, entre las piernas de Javier.

– Niño, niño. ¿Qué pensarás en realidad? Anda, cotorrea tantito. Mi amor. ¿Ya ves? Hoy descubrí que me cuentas mentiras.

– No, era cierto. Dos veces te amé porque creí que habías comprendido. Tenías que saberlo. Porque lo repetiste hace poco. Me enviaron con el secretariado a la conferencia de Londres. Había una exposición de Modigliani en la Galería Tate.

Se citaron para después de la plenaria matutina y Javier se despidió de ti, dragona, de Elizabeth con su cabellera de falso gris, sus cejas espesas, sus labios gruesos, su traje Chanel con chaquetilla torera bordada de perlas. Javier llegó a la Tate a las dos de la tarde y no te buscó. Contempló los cuadros con cierta distracción, buscando primero un acercamiento espontáneo a esas mujeres de cuellos largos y ojos sin córnea, de ingles oscuras y labios delgados, a las que siempre había asociado con la nostalgia de los veintes. Pero ahora se dio cuenta de que eran las mismas mujeres de Tesalia, Micenas y Creta, angulosas, de pura línea; y de un golpe, sin aviso, regresaron los verdaderos olores, la luz verdadera, los rumores auténticos del tiempo pasado en Grecia. Las mujeres de Modigliani, fijas en sus cuadros, poseían los aromas del jacinto y el hibisco, los rumores de las parvadas de tordos y de las pezuñas sobre el empedrado y de los martillos de las carpinterías, la luz del sol filtrando hasta el fondo del mar, los colores naranja de las lanchas, azul de las capillas de San Nicolás, blancos de las escaleras y zócalos de Míconos, ocre y rojo de los retablos de santos batalladores, pajizo de los molinos, otra vez el aroma de los incensarios, de los puercos humeantes y eventrados, de los burros muertos y devorados por moscas y buitres, de los intestinos fritos en las cocinas impenetrables, del ajo y el olivo, del queso mamado. Javier giró con los puños apretados, como si alguien mirara a través de su fragilidad de células y nervios y venas para ver mejor los cuadros, como si una complicidad acabara de expulsarlo de la Tate donde otros seres lo dominaban todo. Giró y allí estaban las mujeres de Modigliani, las muchachas inglesas que habían venido a contemplar sus espejos, las mujeres de hoy con sus cabelleras negras y lacias, sus suéters descolados y sus medias negras, rojas, verdes, bordadas de filigrana, sus ojos verdes y negros, viéndose en los cuadros que las reproducían, llegadas sin consulta previa, sin conocimiento, sin esperanza, para encontrarse y reconocerse sin signos de revelación. Las modelos habían resucitado o rejuvenecido o encarnado y visitaban su otra imagen, el modelo del modelo. Y allí estaba ella, con una sonrisa lejana, con el pelo teñido de negro, revuelto como el de la mujer desnuda sobre el cojín azul que estaba a sus espaldas, ella con las cejas delgadas, los labios finos, las pestañas abiertas y pintadas que ahogaban sus ojos claros, el cuello alargado por el escote que se abría hasta el ombligo: había inventado este traje de otra época, suelto, sin corte, como una túnica displicente, que caía de sus hombros estrechos y delgados con un trazo contenido por líneas negras y gruesas. En su sonrisa estaba la disposición, en sus ojos la nostalgia, en sus manos pálidas y largas, unidas a la altura de los muslos, esa misma conciencia de poseer manos, extremidades cálidas que sirven para esconder o aislar o proteger las partes sagradas del cuerpo amado y ajeno, que contemplaban las telas de Modigliani.

– Este esfuerzo por recordar es en realidad un esfuerzo por olvidar, dragona.

¿Ves? Irene Dunne era la millonaria distraída; Jean Arthur, la periodista vulgar con corazón de oro; William Powell, el mayordomo irónico; Alice Brady, la señora con pájaros en la cabeza; Eugene Palette, el millonario diabético; Mirna Loy, la esposa con sentido del humor; Roland Young, el turista rico y amigo de los ectoplasmas; Cary Grant, la cima de la elegancia natural; Charles Ruggles, el ricachón que se ganaba el valet inglés en el juego de poker; la hermosa, loca, irresistible Carole Lombard y Mae West que guiñaba un ojo y decía:

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