– Have you harvested the price of your victories?
Un camino pavimentado apareció a la derecha de la carretera.
– ¿Ves? -dijiste mirando a Franz-. Era a la derecha. Franz asintió. El auto dio la vuelta a la derecha, corrió entre una alameda de eucaliptos y todos, antes de verla, sintieron la presencia múltiple, escucharon los mugidos bajos, olieron el sudor fuerte; sobre todo, adivinaron -apuesto- un obstáculo móvil en esa emanación de la tierra salitrosa que los rodeaba. La parte pavimentada terminó. El auto siguió adelante, más lento, por un camino de tierra seca; tú y Javier cerraron las ventanas; un velo de polvo los envolvió.
Reíste, acariciando la nuca de Javier.
– Creíste que era virgen. A mí me dio tanta risa. Conste, me reí contigo, no de ti. ¿Qué creías? Fue mi primer acto de liberación, como quien dice. Ya no me acuerdo de su cara.
Tus dedos, Isabel, novillera, recorrieron el pelo cada vez más escaso de Javier.
– De veras. No me acuerdo nada, pero lo que se llama nada, de él. Figúrate. Acababa de liberarme de mi familia y este zoquete ya quería vampirizarme otra vez. ¡Qué chispas! No puedes andar con nadie más. Te prohíbo salir de tu casa sin telefonearme antes. Espérame a la salida de la escuela. ¿Qué estudiaba? Creo que veterinaria. Ug. Iba a curar perros falderos toda la vida. A volar, gaviotas. Descubrí lo que tenía que descubrir y le eché encima los perros. Al fin eso no es tan padre por sí, sino por la persona. Dependía de eso y mientras no encontrara a otra persona, me daba igual. Tampoco iba a ser prisionera de eso. De nada. Ahora, contigo, me da gusto. Tú sabes tratarme.
– Ustedes reinan -dijo Javier. Le desabotonaste la camisa, se la quitaste.
– ¿Qué? ¿Quiénes? -Deshiciste las agujetas de los zapatos de Javier, se los quitaste.
– ¿Te das cuenta de que éste es un gran matriarcado?
Acariciaste los pies desnudos de Javier y te despojaste de la blusa y del pantalón torero.
– Pues parece todo lo contrario. Que yo soy muy macho, que si los mexicanos somos puro macho…
Javier te apartó el cabello de los ojos, que te ocultaba el rostro cuando tú te inclinaste sobre la cabeza recostada del mustafá y le besaste la barbilla. Te abrazaste a él.
– Qué sábanas más frías. Menos mal. Las lavan de vez en cuando.
Javier se quitó los pantalones sentado al filo de la cama.
– ¿Te molesta que siempre nos veamos en cuartos de hotel?
– ¿Contigo? -Le hiciste cosquillas en la cintura con las manos. -¡Estás loco! Qué lonjitas más suaves tienes.
Javier se cubrió el vientre con la sábana.
– Podríamos ir a Acapulco un fin de semana.
– Eso está muy visto.
– ¿A dónde quieres ir?
Te quedaste pensando. Javier te vio tendida, larga, bronceada, con el cuerpo recorrido por el humo que arrojabas con fuerza por la nariz y se arremolinaba en tu ombligo. Te tocó.
– Barbados, Trinidad, Jamaica, Bermudas…
– Las mujeres aquí hacen creer que son dominadas.
– ¿Qué dices?
Le acariciaste la oreja. Le diste la espalda y le obligaste, con un brazo, a recostarse de lado, contra ti.
– Y son ellas las que dominan. Creo que las mujeres mexicanas han inventado el mito del machismo para engañar a los hombres. Para compensarlos de su sometimiento a la madre, la mujer, la esposa devoradoras que imponen sus valores femeninos, los únicos valores que dominan en México…
– Puede que tengas razón. Mi papá decía que era ateo y yo iba a la escuela de monjas.
– Algo así. Permiten a los hombres jugar. Ponen cara de mártires en público. Se parten de la risa en privado.
Reíste.
– Vamos a hacer el humor.
Con una mano, lo invitaste a jugar. Lo acariciaste.
– Como México no hay dos.
Él te tomó de los senos.
– Nuestra madrecita de Guadalupe.
Las piernas se entrelazaron.
– No hay nada como nuestros antojitos mexicanos.
Te escurriste entre las piernas de Javier.
– Nuestros Niños Héroes.
Apartaste las piernas de Javier con las caderas.
– Nuestro México es pobre pero tiene corazón.
Estabas pegada a él, de espaldas.
– ¡Pero ríete, Javier! ¿No es eso lo que tienes que decir en tu televisión?
Javier empezó a reír, a corearte.
– El capitán Jackson, del servicio secreto, llega a Singapur. Una espesa red de intriga se teje en ese misterioso puerto, lugar de cita del espionaje mundial.
Te volteaste rápidamente y tu nariz rozó la de Javier.
– Jackson es rubio, alto, musculoso y enciende sus cigarrillos mirando fijamente los ojos del enemigo.
Tus senos estaban cálidos con el jugueteo.
– Si no destruimos aquí la amenaza contra el mundo libre, el enemigo pronto estará a nuestras puertas, dice señalando un mapa del explosivo sudeste asiático, a punto de caer como tantas fichas de dominó.
Los muslos estaban húmedos con el jugueteo.
– Comercial. Señora, impida que sus niños desarrollen insanos complejos incestuosos. Use la botella esterilizada Baby Sucker. No le ofrezca su pecho. Evite deformaciones. Manténgase erecta ante la vida. Jingle. Tenga derechos todos sus pechos. Oiga usted lo que opina Jane Mansfield.
– Isabel, Isabel…
– Ay papacho…
– ¿Te gusta, mi amor?
– Ya ya ya…
– Escúchame. Para que no se acabe. Es como la primera vez.
– No no no, no me distraigas…
– ¡Déjame, déjame hacerlo, Ligeia!
– Sí, sí, sigue, mi amor, sigue…
– No quiero empezar cada vez…
– Sí, sí, sí…
– Entra, sal, lentamente…
– Sí, sí, sí.
– Y ahora ya no.
Javier se zafó y te dio la espalda. Cayó boca abajo contra la almohada, como si se escondiera. Tú permaneciste boca arriba. Javier te miró de reojo. Tú no moviste la cabeza, no lo buscaste.
Él murmuró:
– Isabel.
Tú encendiste un cigarrillo.
– Javier, no te siento a gusto.
– No, mi amor. Este cuarto es muy triste. No podemos seguir viniendo a cuartitos de hotel. Ahora regresaremos a México y nos veremos otra vez en esos courts, con las sábanas frías y las paredes salitrosas. El teléfono junto a la cama. El taxi esperándonos abajo, escondido detrás de esa cortina de rayas anaranjadas. Aaaj. Pienso en el camino de Toluca y me da náuseas. Quizás…
– Ya sé -dijiste.
– ¿Qué?
– ¡Vamos tomando un apartamento!
– ¿Un apartamento?
– He visto un estudio padre en Coyoacán. Te va a abismar cuando lo veas. En cuanto regresemos a México vamos a…
– Isabel, yo creí que…
– Mira: está en los altos de una tienda de arte popular. Yo lo decoraré.
– Pero Isabel…
– Es sólo un estudio, en realidad. Una gran pieza y un bañito y una cocina. ¡Padre! Haré que enceren los pisos, en cuanto regresemos.
– Isabel, yo…
– Haré que pinten las vigas y encalen las paredes. Voy a escoger unas cortinas amarillas, bien gruesas, para el ventanal. Da sobre la plaza de Chimalistac.
– Es que yo…
– Escogeré unos muebles de cedro claro que he visto, forraré los cojines de manta azul. Necesitamos esas mesas de vidrio y fierro oxidado. Compraré unos Judas en la tienda de abajo y los colgaré de las paredes. Un sofá-cama. Tú llevas tus libros y yo te escojo un escritorio colonial divino que vi en San Ángel, de marquetería, lleno de cajoncitos y curiosidades. Ahí puedes ir guardando lo que escribas, ¿no?
– ¿Pero cuánto va a costar todo eso?
– ¿Qué? Saca la cuenta. Muebles, cortinas, telas, escritorio, pintura, barniz, cera, ceniceros, trastes de cocina, refrigerador, cuentas de luz, gas y teléfono. Yo diría unos cuarenta mil pesos.
– Pero el cuarto del courts sólo cuesta treinta pesos… Bueno, podemos ahorrar las salidas a cenar.
– Ah, no, con lo que me gusta lucirte. Yo no sé cocinar, Javier. A mí me gusta cenar un steak al carbón en Delmonico’s o un lenguado holandés en Jena, o unos quenelles en La Lorraine…