– A ella le dirías en secreto las palabras que no escribiste, las palabras que me dijiste sin pronunciarlas. A la desconocida, intocable, lejana imagen de soberbia y soledad, hecha tuya en algo más que la imaginación, como creí entonces. Ship ahoy. En el revés del deseo, ¿qué tal? En el deseo sin deseo. ¿Me entiendes? ¿Me oyes?
No quisiste admitir la verdad. Reíste. Te pusiste el suéter amarillo y saliste al balcón. Javier te siguió. Tú pediste que jugaran con la desconocida. Que se entretuvieran imaginando su nombre, su ocupación, su estado civil, sus esperanzas.
– Hablaste, Ligeia, hablaste mucho. ¿Nombre de la heroína? ¿De cuál libro? Ulalume, Berenice, ¿otra vez Ligeia? Aurelia, Mirto, divina encantadora, Paquita la de los ojos de oro, ¿otra vez Ligeia? -y en otro estilo, Becky, Jane, Tess… ¿Quién sería su héroe? Las heroínas de los poemas sólo tienen un héroe, el que las nombra. Pero las de las novelas… Me pediste que me disfrazara ya. ¡Qué repertorio! Sombrío Heathcliff para Cathy o ridículo Coronel Crawley para Becky o frívolo De Marsay para Paquita… ¿Javier, nombre de héroe? A volar, Supermán. Le dijiste que podía volar del balcón a la ventana y descubrir si era prostituta, vicetiple del teatro Maipo, estudiante de química, rentista, mucama de casa elegante, institutriz, profesora de yiddish. Sí, Rebeca, Miriam, Sara, era una belleza judía, a pesar de la naricilla levantada: era una judía oscura; podían ver las gotas de su sudor azul, en las sienes, en los sobacos, en los labios, en la división de los pechos: una judía negra.
– …para completar la dualidad trunca, yo la judía rubia, la judía sajona, Miriam la muchacha de enfrente, una hebrea de orgasmos negros, casada, entretenida, viuda, soltera. El descubrimiento de América. Bullshit.
Ahora, con tus anteojos, podías verla sudar. Más de cerca, podrías verla sucia, a pesar de sus afeites, con el pelo sin lavar, con caspa, con grasa.
– Acércate. No, no a mí. A ella. Búscala. Sólo hay una acera entre los dos, un campanazo, un elevador. Land ahoy. Tráela. O no la traigas. Pero cuéntame. Cuéntame cómo amarías hoy a una mujer.
Javier se levantó del sofá, le dio la espalda a Miriam, y Miriam, como si le llegara una señal invisible, corrió sus cortinas azules para vestirse, para desvestirse, para recibir un amante, para dormir la siesta. No salieron más al balcón. Esperaron a que el follaje brotara de nuevo: la primavera, el fin de la temporada, la clausura del Teatro Colón, los abrigos envueltos en bolas de naftalina y guardados en la parte alta del closet, los estampados a la tintorería, Perón en el poder, Eva en los balcones de la Plaza de Mayo, los slogans cantados en las manifestaciones, mi general qué grande sos, mi general, cuánto vales: los tilos empezaban a reverdecer, iban ocultando la visión de los edificios.
Javier, te apuesto a que no recuerdas más quiénes eran los generales Rawson, Ramírez y Farrel. ¿A que no?
– ¡Qué más da! Recuerdo sus uniformes y me río.
Pero no tanto como para impedir que una tarde lo vieras de pie en el balcón, mirando hacia la ventana de Miriam. La cortina azul había desaparecido. Del otro lado de la ventana abierta, sólo había un cuarto vacío. Los cuartos vacíos parecen más grandes, más claros que los habitados. Las sombras de los muebles, de los retratos, de la ropa arrojada sobre la cama, han desaparecido. Como por arte de brujería.
Aquí lo trae el periódico por si no quieres creerlo. Mistress Jane, la hija del acaudalado burgués Robert Throckmorton, residente de Warboys, ha sufrido violentos ataques a la edad de diez años. Estornuda durante media hora y después se desmaya con los ojos abiertos. Luego el estómago se le inflama y nadie puede tenerla recostada; a veces sacude una pierna, luego la otra. Una vecina de setenta y seis años, Mrs. Alice Samuel, pasa a visitar a la familia y saluda a la enferma en su recámara y Jane dice: Mira a la bruja sentada allí. ¿Han visto a una con más aspecto de bruja? Quítenle el gorro a la bruja. El señor y la señora Throckmorton no hacen caso de esta actitud y los médicos siguen visitando a la pequeña Jane. Pero dos meses después, las cuatro hermanas de Jane -la menor tiene nueve años, la mayor quince- muestran síntomas idénticos; y después de ellas, siete criados empiezan a estornudar y a gritar y a sacudir las extremidades. Uno de los médicos admite que se trata de un caso de brujería y los padres confrontan a sus hijos con la anciana vecina, Mrs. Samuel. Las niñas comienzan a gritar, arrojándose al suelo con extraños tormentos y arañando las manos de la señora Samuel. Al principio, las niñas sólo tenían ataques cuando la señora Samuel era llevada ante ellas; después, los continuaron a toda hora, gritando que sólo la presencia de la señora las aliviaba un poco. Los padres secuestraron a la señora y la obligaron a vivir con las niñas, aunque negándole los alimentos, y las niñas atormentaban a la señora y le preguntaban si no podía ver las formas que corrían, saltaban y jugueteaban por el cuarto. En septiembre de 1590, Lady Cromwell, la dama más distinguida del condado, visitó a la familia y, al ver a la anciana, la declaró bruja, le quitó el bonete de un golpe y ordenó que se le quemara la cabellera. La anciana lloró y después se supo que Lady Cromwell sufría pesadillas, que su salud empeoraba, y, finalmente, que había muerto en julio de 1592. Las niñas continuaron sufriendo ataques hasta la navidad de ese mismo año, cuando la señora Samuel les rogó que se comportaran. Los ataques cesaron. Los padres ya no tuvieron dudas. La propia Mrs. Samuel dejó de creer en su inocencia y pidió perdón a los amos. Por fin, el pastor Dorrington logró que la señora confesara. Pero al día siguiente, después de descansar, Mrs. Samuel se retractó. Fue entregada a la policía y juzgada mientras las niñas Throckmorton la acusaban, continuaban sus ataques e insinuaban que la Madre Samuel era responsable de la muerte de Lady Cromwell. Exaltadas por la aventura insólita, presas de una risa nerviosa, cómplices de miradas maliciosas, las niñas Throckmorton no descansaron hasta que la Madre Samuel confesó y aceptó todos los cargos, incluso el de conocimiento carnal del demonio. Pero al sugerírsele que, para evadir la horca, confesara su preñez por juntamiento con Satanás, la anciana se colocó la cuerda al cuello y exclamó: “Seré bruja, pero no puta”.
– Conozco estos sortilegios, dijo Medea. ¿Has terminado?
– No. Cerramos la puerta. Ulrich ya había abierto el refrigerador. Asentí. Recogimos el cuerpo. Lo despojamos del edredón que lo envolvía y lo pusimos de pie. Vestía una camisa de noche larga, demasiado larga. En vida, debió haberse tropezado con esas colas más largas que sus piernas. Lo enderezamos. Con esfuerzo, logramos que sus brazos se despegaran de la postura del sueño; los sujetamos contra sus caderas con cuerdas, aunque la cabeza se negó a adoptar una postura más noble y quedó recargada contra el hombro. Le cerramos los párpados primero y luego las quijadas, amarrándole un pañuelo al cráneo. Yo saqué rápidamente el trozo de queso, las dos cervezas y las lechugas que se enfriaban allí. Y Herr Urs von Schnepelbrucke entró, con las piernas levemente arqueadas, pero por lo demás bastante digno y erecto, a su frío sarcófago. Cerramos la puerta y suspiramos. Dame un cigarrillo.
Tú lo encendiste en los labios y lo pasaste a los de Franz.
– Mis homenajes.
– ¿Sientes necesidad? -dijo Franz.
– Sabes que me hace falta. Los misterios de Udolfo. El monje. El castillo de Otranto. Melmot el peregrino. La señora Radcliffe. Monk Lewis. Walpole. Maturin. Y ya sabes lo que más me gusta. Jean Epstein. Robert Weine. Henrik Gaalen. Paul Leni. Murnau. Fritz Lang. Conrad Veidt. De niña soñaba con Conrad Veidt y lo veía con mil rostros superpuestos, pero todos presentes y visibles al mismo tiempo. ¿Terminaste?
Aprobada, dragona. ¿Quién te dice que los bellezos tenían razón y que la heroína era la Princesa y no la Bruja? Pity the monsters! te ordena tu clásico de 91 Reveré Street y yo te digo que no anda desorientado. Tenle compasión a Herr Vóivode Drácula, hasta con su alias de Nosferatu, porque le hace falta lo que los mortales tienen pero no necesitan. O creen, what fools, no necesitar. Imagínate qué perspectiva abre el simple hecho de que frente a la necesidad común de levantarse con un reloj despertador, afeitarse con una crema sin brocha, desayunarse con un cereal estereofónico y tomar el tranvía de las ocho a la oficina, exista la necesidad paralela de alimentarse con la sangre de señoritas inglesas, rodearse de vampíricas traslúcidas en un pad de los Cárpatos, viajar en barcos sin tripulación y dormir la siesta de día en un féretro lleno de tierra transilvánica- para no hablar de que los espejos, de plano, se niegan a reflejarte. Y veme diciendo, si al del reloj despertador le dan seguro social y pensiones de retiro y vacaciones pagadas y todo esto provoca debates parlamentarios y repercusiones en la prensa y campañas ciudadanas, ¿por qué no ha de existir una legislación humanitaria para que Vóivode pueda disfrutar de una eternidad tranquila con su dosis reglamentaria de hemoglobina? ¿Que qué? ¿Que no cumple ninguna función útil para la sociedad? ¿Y luego: ofrecernos el disfraz que necesitamos cuando de a tiro ya no queremos ser reconocidos por el abarrotero y saludados por la casera y reclamados por el jefe? Si quisieras hacer una política insurrecta, dragona, te irías por ahí disfrazada de Major Barbara con tu cofia azul y tu platillo centavero pidiendo el sufragio efectivo para que las brujas de Macbeth, when the hurly-burly’s done, puedan contar con su asilo para ancianas y un lote respetable en el panteón cuando, también, cansadas, renuncien antes que nosotros (precediéndonos: anunciándonos) a la inmortalidad. Ése es el punto: los monstruos nos ganaron la partida renunciando, mientras tú y yo seguimos aferrados a this mortal coil. Ellos optaron por ser inmortales, que es mucho más duro de pelar que esta angustia de andar vivos y coleando, y ahora también nos van a dar matarili renunciando a la inmortalidad y yéndose al otro paraje que está más allá de la mortalidad y la inmortalidad: a la realidad paralela que todavía ni nos olemos, aunque Purdy, coronado de acantos, ya haya dicho: “Las siluetas lo dicen todo”. ¿Quién tiene derecho a escabecharse a la Medusa que era la única posibilidad de quedarse helado en vez de andar zangoloteado sin ton ni son por un sistema nervioso y sentimental viejo e inservible? Al bote con Perseo, ese ejemplo de limpia juventud olímpica y hogareña que nos frustró para siempre con su hipocresía llena de sentido del deber y nos arrebató al único monstruo capaz de hacernos contemplar por fuera y por dentro al mismo tiempo: que lo sustrajo del repertorio posible y natural. ¿Cómo que el que la hace la paga? Entonces que hagan chicharrón en la silla tostadora a ese Al Capone de la antigüedad, el sangrón Heraclio que con el asesinato torció el rumbo de la naturaleza y nos dejó sin el león y la hidra y el toro y los rebaños y los caballos que eran la otra posibilidad de la naturaleza que hoy nos contempla indiferente cuando no recelosa de que volvamos a llamar héroe al cómplice de lo unívoco, al mal llamado héroe que quisiera conformarnos con la simplicidad antropomórfica. Compadece a los monstruos, mi cuatacha, y miéntasela al hijo de Lamec que ya ves cómo se las gastó, excluyendo del Arca a la pareja del unicornio y de la salamandra y del fénix, dejándolos bajo la lluvia a ahogarse en la cima de una roca mientras veían zarpar el Titanio de Noé Onassis con sus santas parejitas heterosexuales. ¿Quién le mandó a Orestes pacificar a las Eurines y mandarlas bajo tierra donde su sagrada sangre no pudiera secar los ríos y quemar las cosechas? ¿No ves que la naturaleza les ordenó eso y que el santurrón de Orestes, hecho todo un boy scout con coturnos, al torcerle el cuello a las Furias sólo estaba dándoles la ventaja de la negación: permitiéndoles reaparecer con su sangre envenenada pero con la simulación del orden, sin la espontaneidad real de su lugar en el mundo, disfrazada» de concierto para sembrar el desconcierto? Pero ahí tienes: los héroes antiguos inventaron la literatura porque obligaron a las fuerzas naturales a esconderse y reaparecer disfrazadas y de allí la épica, la lírica, la tragedia, la psicología y los dramas morales que son resultado de una lucha, un asombro, un divorcio, una masturbación y una ambigüedad entre el falso héroe limitador y las auténticas furias que se niegan a levantar los tennis y reaparecen donde menos se piensa en vez de ser, como antes de Orestes (ese antes que circula en nuestra memoria nocturna), parte del orden aceptado de una naturaleza proliferante e inclusiva. Y entonces te preguntas, dragona: ¿a qué monstruos mataron antes de antes, para llegar a ser héroes, la Medusa y el Cíclope? En todo caso, me joden todos los Sherlocks de la historia que, lupa en mano, se lanzan a la caza del culpable. Ya dejen en paz al profesor Moriarty, que en buena hora anda armando el relajo y la confusión entre las naciones y dándole en la chapa a las banderas y a la lealtad a King amp; Country. Bien se vengó natura del buitre de Baker Street, obligándole a hacer ménage con ese cuadrado y Victoriano doctor Watson: te juro que lo que tenía de elemental el buen galeno no sólo era el coco, y que esa queja continua de Holmes la analice Wilhelm Reich y no yo. Pero todo acaba por tomar su desquite y por eso los propios ingleses han inventado a James Bond para enterrar a la parejita bienhechora de Holmes y Watson. Ya era tiempo de que un sabueso anduviera detrás de su realización orgásmica y que la capa y la daga sólo fueran el pretexto de la satisfacción fálica. Seguro que something big is coming up y no es el robo de la reserva de oro en Fort Knox sino la carnosa y rigurosa medusa del agente 007. Orrida mestà nel fero aspetto! O para citar a tu clásico Baudelaire que Javier se estuvo machateando antes de las vacaciones (Las flores del mal, dragona, es un libro para leer antes de salir de paseo): “Jusqu’à cette froideur par ou tu m’es plus belle!” ¿O no sabías que todo lo que daña la belleza moral duplica la belleza poética? Que vengas del cielo o del infierno, qué importa, ¡oh Belleza!, monstruo enorme, espantoso, ingenuo…