Cerré el periódico. Este editorial me aburrió.
– Si quieres, te cuento lo que hago.
– ¿Te cuesta levantarte en la mañana, dragona?
– Supongo que sí. Apenas salgo del sueño, ya estoy buscando rincones de contraste en la cama.
– No te entiendo.
– Sí, tu sabes; los más tibios o los más frescos, porque apenas los encuentro con los pies me siento reconfortada y satisfecha, a punto de recuperar el sueño.
– Pero Javier tiene que llegar a la oficina.
– Ajá; y yo tengo que levantarme antes que él.
– ¿Por qué?
– ¿Me vas a creer?
– Te digo lo mismo que tú me dijiste antes; creo todo lo que me cuentan, aunque después me vaya del carajo.
– Pues sí; para demostrarle, y demostrarme a mí misma, que soy muy activa, que estoy lista para lo que el día me ofrezca.
– Me hace gracia cómo te levantas de la cama.
– ¿Cómo? No me había fijado…
– Saltas, dragona, enérgica, activa, rígida como un Junker prusiano… Imperialista sicológico.
– …como si eso humillara a Javier, ¿no es cierto? Y abro las ventanas que dan a la calle de Sena y respiro hondo y luego hago yoga en la recámara para mantenerme esbelta y seguir humillando a Javier, que se ha dejado crecer esas lonjas. Te digo que él se deja imperializar con su hipocondría y su güevonería.
– Entonces él tiene algo de razón. ¿No te culpas nunca a ti misma?
– Oh, a veces me regaño, caifán. Pero no hay tiempo, con el yoga. Está uno muy preocupado por llevar aire al estómago, aguantar la respiración, arrojar el aire por la boca. Purificándome.
– Te pongo caliente, cuatacha. Qué afán de demostrar tu entereza física y moral ante los latinos. Tu puritanismo escaldado.
– Ellos me lo provocan, por flojos y fachosos. Land ahoy.
– ¿Y qué más? Aviéntese, cuñadaza.
– Lo sabes mejor que yo. México es una aldea con un código de comunicación secreto. Lo malo es que cuando crees haber aprendido la clave, todo te falla. Digo, entras a la cantina A y les ofreces tragos a todos, y te aman y lloran contigo; entras en la cantina B y haces lo mismo, y sacan los puñales para matarte.
– Por lo menos, es espontáneo.
– Sólo las muertes y las fiestas, como para compensar la rigidez ceremonial, ceremonial, caifán, de la vida diaria. ¿Espontáneo? Mierda. Es premeditación inconsciente.
– Es que es un país con un tigre dormido en la barriga, y todos los mexicanos tienen miedo de que un día vuelva a despertar. Somos tiesos, pero por puritito terror.
– Who knows? Mientras tanto, han domesticado al tigre a base de corrupción. ¿Sabes que dejé de manejar? Todos los días tenía que dar una mordida institucional a un policía institucional que está en combinación con los rateros institucionales que periódicamente me roban el apartamento. Lo único que no es institucional es mi vida, y por eso estoy a la merced de los mexicanos, que han sacrificado sus vidas privadas a la institución. It stinks, man. Es un clan de amorosos parientes que se roban los unos a los otros. El ratero roba al ciudadano y le entrega parte del botín al policía y el policía roba al ciudadano y le entrega parte del botín al jefe y el jefe roba y comparte el botín con el presidente municipal, y el presidente municipal con el comisario ejidal y éste con el delegado del PRI y éste con el gobernador y el gobernador con el ministro y el ministro con el Presidente. ¿Sabes? En México uno acaba dándose la mordida a uno mismo. El delirio.
– La pura pirámide, dragona. ¿No admiras la estética de la construcción? En México todo se hace en forma de pirámide: la política, la economía, el amor, la cultura… Hay que aplastar al de abajo para ser macho y rendirle al de arriba para que nos resuelva los problemas. ¿Qué sería de México sin un padre supremo, abstracto, disfrazado en nombre de todos, para que los demás no tengamos que mostrar nuestra cara verdadera?
– Claro, claro. Sabes que estuve tomando clases de arte dramático para matar el tiempo y para aprender español. ¿Sabes que nadie podía actuar, quiero decir actuar, repetir palabras ajenas y asumir un papel escrito? Todo sonaba falso, torturado, fake, fake, fake.
– Bueno, es que primero ya están interpretando un papel desde que nacieron y no pueden interpretar otro porque sería una redundancia. Hay que ser alguien para poder ser otro. Ninguno no puede, además, ser otro. Creo. Por algo tenemos buenos pistoleros y malos matadores. Y luego, el idioma es prestado, es resentido. Es el idioma del conquistador, y los vencidos lo convierten en circunloquio, defensa, agresión, pero nunca en palabras reales, humanas. ¿Qué hiciste?
– Me metí a un grupo de teatro inglés. Hice muchas obras de Noel Coward. Así he ido matando el tiempo desde que regresamos de Buenos Aires. Quince años de esto, ¿eh? Ugh. En fin; la memoria es pura selección.
– Hace quince años era una ciudad divertida.
– Sí, tienes razón. Había una como seducción inocente. Esos burdeles de luz esmeralda que olían a desinfectante. Esos cabaretuchos pintados de plata. Esas putas-tamal vestidas con satines irritantes. Full of con men and bouncers and pimps. Y gente como Diego y Siqueiros y María Félix y Tongolele. It was a brash, sentimental, low-down world.
– Fíjate que era lo último que quedaba de la revolución, antes de que se adecentara.
– ¿Sigues creyendo que la revolución fue traicionada?
– Sí, pero sólo porque es inevitable.
– ¿Cómo?
– Mira, dragona. Una revolución destruye un statu quo y crea otro. Eso es todo. Pero en medio hay momentos muy padres. Y eso sí que es todo.
– U-hum. Nuestra vida ha sido igual. Quince años en blanco, de veras. Quince años sin nada que decir. Él con su hipocondría y sus píldoras y su chamba de la ONU. Yo, leyendo bestsellers. ¿Vale la pena hablar de todo esto?
– Tú cuéntame lo que quieras. Selecciona a tu gusto. No estamos haciendo una cronología.
– Oh hell, no. El otro día leí una novela divina, de Styron. Y si quieres ahí te va un epígrafe, tú que tanto le das a las citas. “Didn’t that show you that the wages of sin is not death, but isolation?”
– Mete reversa, dragona, y sabrás por qué el clasicazo de Borges dice que, en los velatorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores.
– Get off my neck!
– Y diga lo que diga tu marido, a mí me gusta verte saltar de la cama. Zip, pow. Como un desembarco de los Marines.
– ¡Suéltame el cuello, caifán! Lo que te gusta es cómo me meto a la cama.
– ¿Terminaste?
– No, Lisbeth. Todavía no. Permanecimos sentados cerca del refrigerador un buen rato, como velando al señor Schnepelbrucke. Pero la noche caía. Y con ella, nuestros invitados. Salí corriendo a comprar cerveza y vino. Cuando regresé, Ulrich ya usaba su disfraz. Reí al verlo, con el uniforme café, las botas negras, el cinturón de cuero, la corbata negra, la tira transversal de cuero negro sobre el pecho. La suástica en el brazo. Reí mucho. Y él, conmigo, mientras se paseaba por la recámara imitando el paso, el saludo y las voces de esos hombres.
– ¿Les parecían figuras de comedia entonces?
– Riendo, le advertí que mi disfraz no sería menos espectacular. Me escondí detrás del biombo y a los pocos minutos salí anunciándome con un alarido tipludo, el de la cabalgata de La valkiria. Ulrich estalló en risas y contorsiones al ver mi casco con cornamenta, mi escudo pectoral, mis largas faldas rojas, mi lanza de bronce y sobre todo las trenzas de lana amarilla que asomaban bajo el casco. Tocaron a la puerta. El grupo gritón, alegre, disfrazado, irrumpió de un golpe, cargado de botellas, tarros y copas, flautas de pan, chorizos, quesos de Limburg. Corearon, a gritos, la cabalgata de La valkiria, mientras mostraba sus atuendos, gritando, bailando al son de la música heroica. Heinrich, disfrazado del viejo Goethe, iba acompañado de la nerviosa Lisbeth, nuestra compañera de primer año; era difícil reconocerla bajo los ropajes y el maquillaje clásico de Mefisto, aunque sus ojos azules y candorosos desmentían el siniestro engaño de las cejas levantiscas y la barbilla puntiaguda; Reinhardt y Elsa, vestidos de campesinos tiroleses; Malaquías, de oficial prusiano; Otto, de húsar austrohúngaro; Ruby, de la Mariana francesa, con los zuecos, la falda a rayas y el gorro de la libertad con la escarapela tricolor; Lorenz, con la bata negra, las botas, las barbas y la peluca de Rasputín; Lya, con una indumentaria idéntica a la mía, aunque con detalles que delataban un rango mayor: ella Brunhilda, yo su edecán. Todos gritaban “Ho-yo-to-ho-ho-ho”, saltaban, usaban las botellas como lanzas de la gran cabalgata wagneriana: voces altas, voces graves, un coro ruidoso envuelto en el colorido de los trapos confeccionados para celebrar el fin de cursos: el coro se diluyó, al fin, en una sola carcajada que a su vez empezó a romperse en risas aisladas, agotadas, cada una con su tono personal de fatiga, humor, tos, suspiro. Reinhardt y Elsa fueron los primeros en dirigirse al refrigerador con las botellas de vino blanco entre los brazos, riendo. Corrí, casi tropecé con mis faldones de vallaría, y les cerré el paso, con los brazos abiertos dramáticamente, frente a la hielera. “¡Prohibido! -grité-. Decreto de Votan. Las libaciones han de ser inmediatas. Botella que entra a nuestro refrigerador no sale más”. El murmullo de protesta de Heinrich y Lisbeth fue sofocado con los gruñidos y gritos que recibieron mi proclama: Ulrich, velozmente, le arrebató una botella a Lorenz-Rasputín, la destapó y levantó a sus labios. Dejó caer un chorro sobre la boca. Todos rieron, destaparon las botellas, se unieron en círculos para descorchar y empezaron a beber con grandes ademanes heroicos: el vino mojó las barbas postizas, escurrió la pintura de los labios y de los bigotes al carbón, corrió por las gargantas y los escotados de las muchachas: el foco desnudo que colgaba del techo lo iluminaba todo con una luz directa y fría, blanca; encendí la luz baja del restirador y apagué el foco central, gritando: