– Es un genio. Se realizó. Pero también el clochard se realiza. De veras, pingüina preciosa, nunca hay que llegar, como yo. Pero tu padre…
– No me interrumpas. Nunca he sabido de nadie que gane tanto sin cansarse nada. Es de maravilla. Además se lo cree, porque habla todo el santo día del trabajo y el esfuerzo y cómo gracias a su sudor vivimos tan regio. Para qué te cuento.
– Para que te crea.
– Ándale. Y mi mamá es mocha, como para compensar. Desde niña me metieron a estudiar con las monjas. Todo muy tapadito. Confesión y comunión todos los viernes primeros. Encierros de semana santa. ¡Más ideas en la cabeza! Niña no bailes, niña no vayas al cine, niña ten cuidado con los muchachos, niña no te pintes, niña eres una azucena que el demonio puede pisotear. ¡Ay el demonio! Tocaba el clarinete en los bailes, estaba esperando a la entrada de los cines, pasaba en un convertible chiflándole a una. Y mi mamá compungidísima. No me vas a creer. En mí todas sus esperanzas.
– Te creeré, te creeré.
– Yo tenía que ser una santa que la virgen de Fátima no me duraba nada. Y duro con el llanto: yo tenía que lavar sus pecados. ¿Cuáles, tú? Por más que me exprimo el coco, no doy. Pues sí.
– ¿Sí?
– Ahí tienes que sí.
– Dime.
– Un día voy a robarme un cigarrillo a la mesa de noche de mi papá y allí estaban los condones. Ése era el gran pecado de mi madre. Violines, please. No aceptar la chorcha de escuincles que Nuestro Señor quisiera endilgarle y por eso se sentía menos que la Magdalena y nunca se confesaba aunque iba a misa todos los días. ¡A volar, gaviotas! Me dio tanta risa que ya no los tomé en serio. Le pregunté y ella se soltó chillando y dijo que cómo una niña inocente podía saber de esas cosas. El llanto la enmudeció, tú sabes, y yo me salí del bachillerato de las monjas y entré en la Universidad, y colorín colorado y ellos me pasan mi mes y me dejan en paz, aunque a veces me sueltan los perros y me preguntan cuándo pienso ponerme de novia en serio con un muchacho decente y con porvenir en vez de andar entre el peladaje de la Universidad, donde todos son rojillos y alborotadores. ¡Ay, maestro! ¿Y tú? Sweet and lovely, tralala, the gal from Ipanema… Ya no escribas. Ven.
– Pero si todavía no empiezo.
– Tienes mucho tiempo, todo el tiempo del mundo.
– Isabel, Isabel.
Javier besó las manos que rodeaban su cuello.
Cuando entró el otoño, apareció esa muchacha. El apartamento tenía un pequeño balcón, donde apenas cabía el sofá-columpio con toldo de franjas amarillas y rojas. Durante el verano, vivían dentro del apartamento refrigerado. Ahora, en los meses de otoño, utilizaban más el balcón. En la acera crecían unos tilos que llegaban hasta las ventanas del segundo piso. Al empezar el calor, las ramas se introducían por el balcón y ocultaban la vista de los edificios de enfrente. Pero ahora, sentados, columpiándose suavemente, asistieron al despojo paulatino de las hojas, que primero se incendiaron con una piel dorada y luego comenzaron a caer al pavimento en ráfagas silenciosas. La cortina del verano se desvaneció y se dibujaron claramente los edificios de apartamentos de colores pastel. No los habían visto. No sólo aparecieron: se acercaron. El primer aire frío, cortante, que respiraron sentados allí, él con su viejo suéter de cuello de tortuga, tú abrazada a ti misma, aclaró las siluetas vecinas. Se sentaban allí en las tardes, buscando un poco de sol cada vez más pálido. Él encendería el tocadiscos, pondría un altero de blues y foxtrots y saldría a mecerse. Tú le seguirías, después de echarte sobre los hombros el suéter, y te sentarías a su lado. Hablarían, entre espacios de silencio. Él te contaría algunas novedades de la embajada, te anunciaría algunas invitaciones a cenas y cócteles, harían planes para ir a Bariloche, en el sur, o a Carrasco, del otro lado del río, si él lograba que le dieran diez días de licencia económica en junio o noviembre. Tú tratarías de hacerlo reír criticando a las esposas de los embajadores y secretarios.
– Y tú me harías cada vez menos caso.
Él había visto antes que tú a la muchacha; tú nunca supiste qué es lo primero que él vio, aunque pudiste imaginar que la muchacha haría siempre las mismas cosas, las que después le vieron hacer todas las tardes, entre silencios cada vez más prolongados, desde el balcón. Pudieron haber discutido su estatura. Siempre la vieron cortada a la altura del vientre por el marco de la ventana; a veces, ocultada totalmente por la cortina azul cuando el viento la agitaba; casi siempre, de torso completo. En nada distinta de las muchachas que pasaban al atardecer por Santa Fe y Florida. Pudieron haber esperado, un día, a que saliera o entrara del edificio. No. Sólo la vieron frente a su ventana, amarrándose el pelo negro a la nuca con un listón de estambre, con los brazos desnudos, bronceados como su tez, los brazos siempre en alto para aflojarse el pelo, también, o para sujetarse las horquillas. La vieron así, con los brazos levantados y las manos ocupadas con su cabellera, de frente, de espalda, de perfil, como si fuese una estatua giratoria.
– La recuerdo así, en instantáneas fijas.
Una vez de frente, con la axila rizada y los músculos pectorales fuertes, señalados, otra vez de perfil, con el busto pequeño pero erguido, otra vez de espalda, con los músculos tensos mientras se arreglaba el pelo. Sí, como fotofijas: se unta crema en el rostro, se depila las cejas, se azulea los párpados, se pinta los labios, se frota la barbilla, se acaricia la axila, siempre en momentos que pueden prolongarse al antojo, retirarlos como una fotografía del marco de la ventana para contemplarlos un largo rato, incluso para romperlos después de haberlos visto. Siempre sola. Nadie entra a esa recámara, aunque en las ventanas contiguas se nota un movimiento de sirvientas con plumeros, estudiantes con los libros abiertos, hombres que almuerzan entre dos horarios de trabajo, mujeres que cuidan del hogar. Y en el centro de esas convenciones, ella, maquillándose o peinándose todas las tardes a las tres. Iba y venía por la recámara de las tres a las cuatro, más o menos. A veces se asomaba por la ventana, sacaba la cabeza a la calle; a veces movía los labios, como si cantara, porque ella no hablaba, estaba sola en ese cuarto. Iba perdiendo poco a poco el color bronceado que debió adquirir en Punta del Este o Mar del Plata. No fumaba. Quizás lo hacía antes o después de esa hora dedicada a embellecerse. Debía levantarse tarde. Sí: una mañana tú no saliste; te sentaste afuera, esperaste hasta que la muchacha corriera, al mediodía, la cortina azul. Tenía un vaso en la mano. En seguida desapareció. Tú te dedicaste a preparar el almuerzo y sólo la volviste a ver, con Javier, a las tres. Estaba sentada frente a su tocador.
– La recuerdo también porque tratando de distinguir sus facciones me di cuenta de mí miopía. Oh come on.
Debiste guiñar para distinguir, débilmente, las cejas espesas, los labios pequeños y precisos, llenos, dibujados; los ojos de almendra, la nariz levantada, el mentón un poco saliente. Por ella fuiste al oculista y te sentó frente a las letras negras y supiste que tenías una dioptría y media en el ojo izquierdo. Pensaste que a Javier le daría risa verte con los anteojos de carey, cuando regresaste a almorzar. Sólo lo sorprendiste. Te pidió, con una mueca mal disimulada, que no los usaras en la calle.
– ¿Y en el cine?
– Tampoco.
– ¿Y para ver mejor a la muchacha de enfrente?
Javier enmudeció. Te miró como si hubieses violado su secreto más íntimo.
– Me miraste como si sólo tú hubieras estado observando a la muchacha durante todas esas semanas, como si ella fuese tu propiedad. Yo debía mirar, ¿qué cosa?, ¿eh? ¿Qué se suponía que yo debía mirar, eh?
Las ramas desnudas de los árboles. El paso de los autobuses. Quizás al portero polaco. Ver a la muchacha era el privilegio de Javier.