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Graduaste tus guijarros. Y supiste que cada uno, expuesto a la luz de diversas horas, podía contener otros colores: el guijarro amarillo del mediodía, levantado al sol de la tarde, se volvía naranja; mostrado a la luz del crepúsculo, era rojo; con la luna, casi violeta, casi rojo-azul. Pero no más lejos. El azul no quería aparecer en el guijarro amarillo, que se veía blanco al amanecer. Los colores, escondidos en los círculos cada vez más estrechos de ese hemisferio pulido, poseían sin duda un azul en el centro mismo. Tu guijarro combatía, cada jornada, los ataques de la luz que le arrancaba el naranja, el rojo, el violeta, lo devolvía al blanco original y le permitía reposar, hasta el mediodía, en su amarillo natural. El guijarro se dejaba vencer hasta el momento en que su azul estaba a punto de ser revelado; entonces, como si de este combate con la oscuridad nacieran todas las victorias menos una, la propia oscuridad velaba el azul, la oscuridad que había expuesto todos los demás colores acababa por confundirse con su meta final, el azul nunca revelado.

– Hasta ahí la caza de piedras.

Dragona. Joven, ociosa, inocente dragona de otro siglo, a nadie dañas, vaga poética.

– Ahí te va otro Clásico: todo lo que digo no es verdadero pero revela, por el solo hecho de decirlo, mi ser. ¿O. K., dragona?

– O. K.

Isabel, te habías cambiado. Llevabas puestos unos pantalones negros muy ajustados y una blusa blanca abierta. Los senos te bailaban mientras girabas con el ceño fruncido, mordiéndote la uña del meñique, con el pelo suelto y los pies descalzos y el disco de Joao Gilberto giraba tantas veces como tú.

– No. No. Creo que es así.

Adelantaste la pierna derecha, giraste sobre ti misma, colocaste los brazos en la posición de una diosa hindú, volviste a morderte el meñique:

– A ver. Dime si así sale bien.

– Pero Isabel…

– Ya sé que no sabes bailar. Pero puedes dar una opinión, ¿no? Cotorrea, mi amor. Mira. El chiste de la bossa nova es llevar el ritmo de la samba con el contratiempo del jazz… Así… ¿Ves?

Giraste riendo, novillera, adelantaste los pasos hacia Javier, recostado en la cama, viéndote, fumando. Entreabriste los ojos, sonriendo.

– …não pode ser, não pode ser…

Caíste sobre el pecho de Javier y le besaste la frente.

– Te amo -le dijiste-, ah novillera, ah murciélaga cuáchara.

Te levantaste de un salto, corriste hacia la botella de Coca Cola y la empinaste, vaciándola de un trago. Javier apoyó la libreta contra las rodillas y mordió la goma del lápiz. Te acercaste -eso- a acariciarle el pelo.

– ¿Te gusta como arreglé el cuarto?

– Sí. Me parece maravilloso. Qué comparación con el nuestro.

– ¿Cómo el nuestro?

– Digo, el que comparto con Elizabeth, del otro lado del corredor.

– ¿Donde la dejaste?

– Duerme la siesta. Sí, parece que llevaras tiempo viviendo aquí.

– Es que sin mi tocadiscos portátil, de plano no viajo. Y a donde llegue, en seguida pido mis cocas. ¿Qué escribes?

– Cosas olvidadas.

– ¿También has olvidado el día que nos conocimos?

– Me parece tan lejano.

– ¿Qué cosa? Pero si fue hace cuatro meses apenas. Acababas de reprobarme en el curso de literatura clásica. Yo te dije que no importaba; así repetiría el curso contigo el año entrante.

– No sé por qué tuve la idea de invitarte a cenar.

– Por puro cultivo del Narciso, mi amor.

– Quizá porque me caíste en gracia, quizá porque ese día me fijé en ti especialmente, quizá porque doy clases en la facultad para estar en contacto con chicas jóvenes como tú.

– No mientas. Nada más porque te abismé.

– No. Porque eres muy bella. Porque ese día descubrí (y fui descubriendo mi descubrimiento en el taxi y en el restaurant al que me llevaste) esa dualidad de tu rostro, mitad ángel, mitad demonio: tu rostro enmarcado por el pelo lacio y negro…

– Estás en onda, mi caifán…

– …tus ojos verdes, infantiles, sin malicia, cuando tu boca permanece quieta; tus ojos brillantes, fríos, cuando tu boca ríe con ese candor y relatas tu vida simple de muchacha bien educada.

– ¿Educada? -Te levantaste de la cama y le diste la vuelta al disco. -¿Bella? -Sonreíste y volviste a bailar. Una vez alguien me dijo que le gustaba tanto que por eso no se acercaba a mí. ¡Qué chispas! También contigo estuve de alumna un año y hasta que me reprobaste no me aventaste un lazo. Ya son dos, entonces. Aunque en mi casa nunca me fomentaron eso de la belleza. ¡Qué va! Todo lo contrario. Es aquí esta sambinha… Tú también me gustaste desde el principio. Todavía estás muy bien.

– ¿Todavía? Gracias.

– Seguro. Tienes esa distinción que agarran los hombres morenos cuando el pelo se les encanece pero siguen con las cejas negras. Aunque el pelo se te esté cayendo, mi amor. Me gustan las caras pálidas como la tuya.

– ¿Entonces vas a la Universidad sólo a descubrir la belleza de los maestros cuarentones?

– No; voy a darme una barnizada.

Te balanceaste sobre las puntas de los pies y reíste.

– No, es guasa. Oírte hablar me sugiere cosas. No sé. Me siento ligerita oyéndote. Se me quitan los nervios. Como que floto. La verdad sin saliva es que me gustaste.

– Yo también me fijé en ti desde el primer día de clases.

– No me cultives el Narciso. En la casa todo era Chabela, no andes con esos pelos lacios, pareces existencialista; Chabela, pareces escoba de flaca; Chabela, no te jales las narices que de por sí las tienes muy grandotas; entonces, figúrate lo que sentí la primera vez que un señor me dijo que era un cuero y no se atrevía a acercarse. ¿No te aburres?

Javier negó con la cabeza.

– No me des vuelo. Soy una cotorrita. Me encanta liberarme de mis complejos hablando.

– Pero sobre todo…

– De mis papas, por ejemplo. Ahí tienes que mi papá ha hecho un montón de lana. Un montón como los Alpes, que es donde la guarda, nomás faltaba.

– ¿En qué?

– En gasolineras. Ése es el punto. A uno le dan la concesión y uno nomás cobra y le palma algo a Pemex. Y al rato tenemos una casa en las Lomas de Chapultepec que ¡ay Dios! De llanto mortal. ¿Te acuerdas de la plantación en Lo que el viento se llevó?

– Sí, la vimos juntos en el Continental.

– Pues haz de cuenta.

– ¿A saber?

– Un pórtico doricojónico o doricojonudo, como quieras, con columnas y toda la cosa. Tejados verdes. Ventanas francesas con celosías, mi amor. Y por dentro. Yo no sé de dónde sacaron esos muebles. Dizque Chippendale, dice mi mamá. Qué esperanzas. Anda confundida. Le escasean dos siglos y un continente. ¿No me crees?

– Te creo todo.

– ¿Cómo te diré? Unos con respaldo de cuero y chapas de cobre. Otros con bordados azules y patitas delgadas, otros con brocados lila y patotas gruesotas. Ni te cuento de mi recámara…

– ¿No?

– Es un decir, cotorro. Cuando me hice señorita -así dicen ellos- me compraron un ajuar nuevo. Una cama con toldo, ¿qué se te hace? y cromitos que dice mi mamá que son franceses, de niños chapoteados con sombrillas. Un tocador así como para vomitarse, de lleno de clanes y cositas vaporosas. Para una señorita decente.

El disco terminó y tú te plantaste con las piernas abiertas y los brazos en jarras y soplaste para quitarte el pelo caído sobre la frente.

– ¿No quieres una Coca?

– Gracias. Ya sabes que el gas me hace daño.

– Allá tú.

Destapaste otra botella y la bebiste rápidamente.

– Luego mi papá hizo otro negociazo. ¿Te acuerdas de la última devaluación?

– Yo sí, pero tú no. Eras una niña entonces.

– Pero después me enteré. Resulta que el viejo supo de antemano y empezó a comprar dólares como desaforado.

– Apuesto que llora cuando tocan el Himno Nacional.

– Eso mero. Era un viernes. El sábado se anunció la cosa y él había ganado quién sabe cuántos varos, así nomás, tranquilito. ¿Qué se te hace?

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