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– ¡Ya lo sé! -gritaste-¡Ya vi a Nosferatu, sin edad, bajar de cabeza, como una lagartija, por los contrafuertes del castillo!

Ulrich se hincó. Le tomó un hombro. Lo agitó. Metió la mano bajo la mejilla y le sintió el pulso. Dijo que estaba muerto. Franz le preguntó a la portera: “¿Sabe usted si tiene parientes?”, y ella negó con la cabeza y las manos. Le preguntó si sabía dónde guardaba el dinero. Ella dijo que Herr Urs vivía al día. “Pero quizás le quedaban algunas piezas por cobrar”, dijo Ulrich ingenuamente: los pequeños monstruos se balanceaban sobre ellos con sus deformidades minúsculas, detalladas, apenas perceptibles a primera vista. “O los cuadros -añadió en seguida-. Quizás le deben dinero por algún cuadro de esos”, señaló hacia una marina con gaviotas. La señora les preguntó, implorando: “¿Qué vamos a hacer? Imagínense si los demás inquilinos se enteran. Un enano muerto en esta casa”.

– Ulrich y yo nos miramos. No en balde llevábamos un año y medio viviendo juntos. Él o yo: era igual. Hubiéramos pensado lo mismo, dicho lo mismo.

– No es cierto -empezaste a besar los hombros de Franz-. Tú y él eran distintos. Tú, Franz. Él Ulrich.

– Lo mismo. Envolvimos al señor Urs en el edredón y le pedimos a la mujer que vigilara el corredor. Ulrich tomó en brazos el cuerpecillo. Lo descansó sobre su hombro. Los dos salimos rápidamente del gabinete de trabajo y entramos con igual premura al nuestro. La portera quiso entrar detrás de nosotros. Me llevé el dedo a los labios: “Ni una palabra, señora. O la casa se quedará sin inquilinos. Ni una palabra. Nosotros nos ocupamos de todo. ¿Entiende?

Ni una palabra. No ha pasado nada grave. Nada que no se pueda perdonar”.

Apartaste los labios del hombro de Franz y contemplaste los dos cuerpos desnudos en el reflejo enmarcado frente a ustedes.

– Míranos. ¿Sabes qué parecemos?

– ¿Qué? ¿En el espejo?

– Sí. Allí. Parecemos un recuerdo o una premonición de nosotros mismos. El espejo no refleja nada. ¿Has terminado?

– No. Estás hablando como tu marido.

– No quiero oír más. ¿Qué le dijiste a ese indio viejo esta mañana?

– Nada. Cortesía.

– Lo acepto todo, Franz, todo. No sólo una parte, todo. Pero por favor entiende que tenemos derecho a las compensaciones. Créeme, yo quiero a esa gente. Sólo así nos haremos perdonar.

– Es posible. Quizás sea el camino de las mujeres.

– No me mires como si fuera una ingenua. Es cierto. No queda otro camino, al final. Duérmete sobre mis pechos y no despiertes hasta que el calor del día alcance nuestra temperatura y… Te contaré la Fiesta.

Elena tocó la puerta y habló en su medio italiano y puso los higos frescos sobre la mesa y dijo que el día estaba muy hermoso y guiñó un ojo. Javier se levantó de la cama y Elena rió gritando y mostró sus dientes picados y miró a Javier entre los dedos muy separados que cubrían su rostro y se santiguó entre carcajadas y dijo que el mundo sería mejor si el señor pudiera mostrarse así en la playa, oh quant’è lungo, oh quant’è bello il signor, sei fortunata, signorina, sei fortunatissima. Te pusiste el traje de baño mientras Elena te admiraba tanto como a Javier y los tres salieron, con Elena al frente, en fila india, Elena al frente con su cubeta llena de higos calurosos, con su cara oscura y arrugada como una nuez. Una nuez de ojos y sonrisa brillantes, envuelta en un chal negro y con la pañoleta blanca y rasgada enmarcándole el rostro. Elena con su andar a un tiempo ágil y cansado y sus medias negras y sus alpargatas de lona; que se dejaba caer sobre la arena con una elegancia suprema y les repetía, todas las mañanas, la misma historia: tiene ocho hijos, mueren cinco (nunca se refiere a ellos en pasado), el esposo es reumático; el hijo mayor trabaja en Atenas en algo, ella no sabe en qué, tiene novia y no manda dinero; otro hijo es mozo en un café de Rodas; la otra es una niña pequeña. Todos los días, alguien huye del lugar, emigra a otros países. Aquí la riqueza es tener olivos y ellos no tienen olivos. Señala hacia el restaurant cercano a la playa: antes, los dueños eran pobres y flacos como ella; hoy son dos puercos. Elena los señala con el dedo, grita “Brava!”, les dice que se han olvidado de que eran pobres, ahora pesan doscientos kilos cada uno. El matrimonio gordo gruñe y se va corriendo al interior del restaurant. Elena grita “Brava!” y les muestra sus manos: dos veces por semana lava ropa; les enseña el amuleto de cobre, una pulsera, que le sirve para no dañarse la piel y los nervios al trabajar. Los dueños del restaurant regresan con un carabinero, gritan en griego, el policía en italiano: le han dicho que se vaya de esta playa, que no venda higos por su cuenta en la playa del restaurant, ¿cuántas veces se lo tienen que decir? Elena se planta la cubeta de higos sobre el regazo, mira a Javier, te mira a ti, entona una cancioncilla que enfurece a los gordos. El carabinero avanza hacia Elena; ella no le hace caso y sigue cantando. Tú buscas la mirada de Javier pero Javier no te hace caso, no observa la escena. Tú te levantas y te colocas entre el policía y Elena:

– Si la molestan, no volveremos a comer en el restaurant, nunca más…

Los gordos se miran, consultan entre sí, se encogen de hombros y le invitan un vaso de vino de Lindos al carabinero. Elena cacarea de gusto y te ofrece un higo maduro y tú te sientes la dueña de Falaraki.

– Soy la dueña.

– Mitzvah -ríe Javier-. Una buena acción todos los días. Oh, el espíritu del boy scout.

– ¡Soy la dueña!

A barroquizar, dragona. Falaraki es una playa de guijarros que acompañan toda la línea de la costa. Mientras Javier escribe en la casa, tú recorres la playa en busca de guijarros. No tienes más ocupación que querer a Javier y caminar con el agua hasta las rodillas, buceando a veces, alargando los dedos para encontrar las piedras más pulidas. Son brillantes como espejos cuando, todavía húmedas, las muestras al sol. Hasta puedes ver tu rostro reflejado en ellas. Te sientas horas enteras en la playa y les inventas nombres. Dices que son los hemisferios de las horas del mar. Son de otro color -es lo primero que llama la atención- y sólo se puede hablar de estos nuevos tonos por aproximación a los colores de la tierra: los guijarros de la isla de Rodas reflejan al mar, son como sus hijos más severos y tú crees que algún mar, en otro tiempo, o este mismo, en un fondo secreto que nadie ha visto, les ha dado ese color a los guijarros para que quede prueba de todos los tonos del mar. Dirás que son rojos, ocres, blancos, verdes, amarillos, negros, pero cada uno es un color nuevo, como el nuevo gris de estos escudos pulidos, todos los grises reunidos aquí, al alcance de tu mano, con sus vetas de blanco transparente, sus nervios de plata, sus arterias de estaño. Algunos parecen huevos esculpidos, otros pastillas de mostaza, otros lunas sepia trabajadas por el roce y ennoblecidas por esta soledad que no les otorga valor y que, sin embargo, los convierte en el tesoro de los humildes: son los niños quienes los recogen, las mujeres de los pescadores las que, acaso, terminan convirtiéndolos en collares para los días de fiesta. Pero fuera del mar, como juguetes o adornos, se vuelven opacos y al cabo se pierden y se olvidan: eso dicen las mujeres de Rodas. Son piedras que sólo al ser lavadas por el mar muestran todos sus detalles secretos. Habría que pasarse la vida con los ojos abiertos bajo el agua para admirar los guijarros de Falaraki en su verdadero esplendor de pequeños palacios redondos, de cetros anónimos de las islas, de joyas sin nombre ni codicia.

Tú no sabes cuáles escoger, nunca; son tantos y tan bellos mientras yacen en ese fondo suelto donde la playa entra al mar. Son una frontera y por eso repiten al mar dentro del mar y se vuelven como la tierra en la tierra; dentro del mar, como el mar, reproducen a un tiempo todas las luces y a veces parece que el Egeo brilla tanto frente a la isla, se impone de tal manera al paisaje de montañas esfumadas, porque se sostiene sobre ese empedrado luminoso del que los guijarros son como los dientes, las garras suaves del litoral que permiten al mar prenderse a la tierra: sin los guijarros, el mar sería realmente lo que representa ser y lo que tú crees que es: otro mundo, otro sueño, una fe, la promesa del milenio. Por eso pasas los días aquí, acariciándolos, coleccionándolos, robándote algunos, proponiéndole a los niños que adornen sus castillos de arena con torres de falso jade, baluartes de falso granito, barbacanes de falso rubí. Pero ellos, mejor que tú, saben que expuestos al sol los guijarros sólo son piedras comunes, sin brillo ni transparencia. Existen todos los tonos, menos el azul.

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