– Hasta la espina se le enderezó. Mira. Hasta la cara le cambió.
– ¿No te sorprendió la circunspección del gesto humano en las estelas áticas?
El Volkswagen arrancó y Franz dijo que había un restaurante en el camino:
– Una cervecita, salchichas, mostaza…
Isabel miró hacia afuera. Tierras intermedias, trópico a medias, camino de chozas de carrizo e inclinados techos de paja, buitres que volaban bajos y perros sueltos, niños vestidos con cortas camisetas agujereadas, con sus pequeños penes oscuros, barrigones, olvidados por los padres de camisas azules y huaraches mojados que se doblaban sobre los arrozales, guiando con las manos el agua que debía distribuirse equitativamente a lo largo de los meandros del plantío. Después la tierra cambiaría, si bajaban de los bordes de la meseta a las tierras cálidas del desierto alto al bajo suelo costero.
Pasaron veloces, en el Volkswagen de este hombre de pelo rubio ceniza, de un rubio que debió ser casi blanco, oscurecido hoy por el contraste de las canas que destacaban las líneas del rostro quemado por el sol, líneas exactas, nariz corta, mejillas lisas, quijada firme y un poco saliente.
Te dijo que amaba la música y la arquitectura. Él y Ulrich tomaron un cuarto en una calle serpenteante y angosta. Los aleros de las casas casi se tocaban. Oscurecían el callejón. Y la cercanía era tal que no había perspectiva para admirar las viejas fachadas barrocas. Más bien, los decorados barrocos añadidos a las casas medievales. La vieja piedra lisa había sido cubierta, en muchos lugares, por un yeso amarillo o color de rosa que ahora se escarapelaba y dejaba ver, nuevamente, la carne gris detrás del maquillaje alegre de otra época. La ciudad se llenó de palacios de yeso amarillo, de capillas doradas, de columnas estriadas, de espejos patinados, de aleros caprichosos, de vaciados de querubes y vides, de salones laberínticos.
Las moscas empezaron a entrar por la ventana entreabierta del cuarto de hotel en Cholula. Tú las escuchaste zumbar.
– Teníamos tan poco dinero. Un cuarto compartido reducía a la mitad nuestros gastos.
Y también el esfuerzo de cocinar en una parrilla eléctrica y de hacer, diariamente, la única cama que Franz y Ulrich se turnaban cada semana. El otro ocupaba, mientras tanto, un diván estrecho que crujía toda la noche y obligaba a dormir con los pies sobre un taburete, como Ulrich, o con la cabeza levantada contra el brazo del diván, como Franz. Compraron, también a medias, un restirador de madera y un alto taburete. Los rollos de papel estaban regados por el suelo. El cuarto olía a tinta china, a goma de borrar, a cola. En las paredes empapeladas habían fijado con tachuelas recortes de algunos modelos clásicos: el Partenón, Santa Sofía, el Campidoglio, la capilla de Carlomagno en Aquisgrán. De lunes a sábado, se levantaban temprano. Franz salía al corredor a llenar de agua una palangana en el grifo. Mientras tanto, Ulrich se fregaba los ojos y ponía a calentar la cafetera. Se lavaban la cara mecánicamente. Bebían el café mientras se vestían.
Franz rió:
– Siempre recuerdo a Ulrich sentado en el diván, sosteniendo la taza con una mano mientras se ponía el zapato, sin deshacer las agujetas, con la otra.
Se envolvían en las bufandas y salían corriendo a la callecita. Corrían sonriendo. Les perseguía su propio vaho, que iban dejando atrás como locomotoras. No podían perder el tranvía de las 7,12. Con las gorras ladeadas y las bufandas alrededor del cuello y sobre la boca y con las manos clavadas en las bolsas de los pantalones, iban en la plataforma al aire libre del tranvía. Mantenían el equilibrio en las paradas y arranques del carro inseguro que los conducía fuera de la vieja ciudad a los espacios abiertos. La plaza del ferrocarril. El jardín público con sus estatuas mohosas y sus fuentes de grupos escultóricos helados, sin agua en el invierno. Las anchas avenidas más allá de la pinacoteca hasta la facultad de arquitectura en el llano brumoso. Se separaban. Ulrich iba un año más adelantado que Franz. Hacían la cita para comer en la taberna de estudiantes. El primero en llegar separaría, a la fuerza si necesario, una mesa para los dos y un asiento para el otro. Pediría de una vez la comida de todos los días: dos salchichas, col, cerveza, un pastelillo de crema para compartirlo. Mientras tanto, hasta el mediodía, se pondrían de pie al entrar a la clase los profesores. Cuatro cada mañana. Nombres distintos, pero atuendo semejante: cuello de paloma, saco negro, pantalón a rayas, polainas sobre botines altos.
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– Así salía Emil Jannings en El ángel azul -dijiste-. ¿Recuerdas esa película? Yo la vi de niña en un cine de barrio. Todas las chicas queríamos ser como Marlene. ¿Cómo se llamaba en la película?
– Lola-Lola -sonrió Franz-. Y él era Basura, el Profesor Unrat. Sí, Jannings convirtió a nuestros maestros en un lugar común.
Pero entonces, desde su puesto de altura, entre doscientos estudiantes congelados que llenaban el anfiteatro de vaho, Franz veía al profesor tan lejano como él era visto. Trazaba en el pizarrón los cálculos para un cimiento. Explicaba cómo Brunelleschi subió hasta la bóveda del Panteón en Roma, retiró algunas piedras y descubrió el principio de la doble estructura recíprocamente sostenida para ganar el concurso y maravillar a sus contemporáneos con el domo de Florencia. Defendía los principios clásicos contra las innovaciones propuestas por Gropius y sus amigos del Bauhaus. Estaba vedado hacer preguntas al profesor que entraba con mucha solemnidad, inclinaba la cabeza ante los estudiantes puestos de pie e iniciaba el mismo discurso que venía repitiendo desde hacía…
– …veinte o treinta años.
Espantaste con una mano las moscas que zumbaban encima de los cuerpos desnudos.
– ¿No quieres que cierre la ventana, Franz?
– ¿Por qué? Hace mucho calor.
Tenían que comer rápidamente, porque otros compañeros esperaban que ellos desalojaran la mesa. Les rodeaba el mismo tufo de vaho, cigarrillos y cerveza, ahora concentrado bajo los techos no muy levantados de la taberna y después trabajarían toda la tarde en las tareas de aplicación práctica. En un galerón frío de ventanas altas, lleno de mesas inclinadas, que los jueves por la tarde se convertía en gimnasio. Los restiradores eran arrumbados contra las paredes y todos saltaban, sudando, hacían argollas y barras y pesas vestidos con camisetas largas y calzoncillos negros y zapatos de tennis. Luego, a las cinco de la tarde, emprendían el regreso. A pesar del frío y de la oscuridad repentina que los pequeños faroles no aclaraban, preferían caminar un largo trecho por la planicie punteada de tilos desnudos y a veces compraban castañas asadas en algún puesto misteriosamente levantado en este llano desierto. Regresaban al centro masticando y saboreando la carne seca y dulzona de la fruta. Se relataban las experiencias del día. O simplemente hacían ejercicios de respiración para limpiar sus pulmones del tabaco y el vaho ajeno, y sus bocas del gusto agrio de la comida. Cuando llegaba la primavera, la rutina no variaba, aunque se sentían liberados de tantas cosas, de las bufandas, de los actos reflejos de la estación anterior: las manos calentadas con la boca abierta, los saltos sobre el mismo lugar para entrar en calor, el abrazo golpeado sobre la propia espalda y el propio pecho.
– Tú sabes.
Acariciaste el hombro de Franz.
– Sí, te entiendo, A mí también me hacen falta las estaciones en México.
– Recuerdo una primavera. No recuerdo bien el año. Pero es inolvidable porque Ulrich recibió un cheque por haber llegado a la mayoría de edad.
Lo pensó muy bien y dijo varias veces que era necesario comprar algo en seguida, antes de que el marco se devaluara de nuevo. Un día se ausentó de clases y, cuando Franz regresó al cuarto, allí estaba, colocado contra la pared, instalado y blanco como un iglú, el refrigerador. Ulrich sonrió un poco turbado, casi avergonzado. Se rascó la cabeza. Usaba el pelo muy corto y era muy rubio entonces. Sus anteojos de trabajo le brillaron y abrió la puerta de la adquisición para mostrar los botes de cerveza, las salchichas, las costillas de puerco y las botellas largas y delgadas de vino blanco.