– ¡Qué festín, Lisbeth!
Descorcharon el vino, destaparon las cervezas, saborearon las salchichas fritas, las cubrieron de mostaza y se embriagaron los dos solos, acabando por cantar a grandes voces y bailotear alrededor del cuarto con enormes zancadas. Ulrich hizo las imitaciones de los profesores más conocidos, recitó partes de esa Juana de Arco de Schiller que todos los niños alemanes se sabían de memoria, cantó arias del Tristán con voz de barítono mientras Franz lo acompañaba con los trinos de Isolda y, en los solos, con la imitación de los instrumentos. El escándalo terminó cuando escucharon un puño enérgico sobre la puerta. Franz la abrió bailando y cantando. Miró de frente y no vio nada. Se asustó al escuchar una voz imperiosa y sólo al bajar la vista descubrió a ese ser deforme. A la altura del ombligo de Franz, mostraba una máscara furiosa. Tenía los labios contraídos y rodeados de un bigote y una barba ralos pero cuidadosamente recortados. Estaba enfundado en una bata de seda que debió haberse mandado confeccionar, porque era de talla infantil y sin embargo mostraba todos los detalles de una prenda adulta y aun sibarita. Raso rojo con bordados azules de pagodas y dragones, solapas almohadilladas de seda negra y un ancho cinturón de seda también, con muchos flecos. El enano levantaba una de las puntas del cinturón y agitaba los flecos frente a la nariz. Acusó a Franz con una voz hermosa y grave, la voz sorprendente que nada tenía que ver con ese cuerpo ridículo, del cual se esperaba un tono ríspido y chillón. Los ciudadanos tenían derecho al reposo. La dueña de la casa le había asegurado que éste era un lugar tranquilo. La falta de respeto a los demás era indigna de seres civilizados. Era claro que en los hogares de Franz y Ulrich no les habían enseñado ni la más elemental cortesía. Franz le pidió excusas, tratando de ocultar la risa ebria. No se repetiría el caso. No sabían que en el cuarto vecino había un huésped. “Me mudé ayer -dijo el hombrecillo-. Y volveré a mudarme mañana si no cesa este escándalo”. Ulrich se acercó y le dio seguridades de que el comportamiento sería ejemplar de ahí en adelante. Y lo invitó a tomarse una cerveza con ellos el sábado por la tarde. El enano, sin responder, los miró con furia, levantó altaneramente su enorme cabeza y les dio la espalda. Regresó a su habitación, pero el sábado a las cinco de la tarde escucharon los nudillos sobre la puerta. El hombrecillo estaba en el umbral. No sonreía, era cierto, pero tenía un ademán apacible, que se acentuó al entrar al cuarto con una tarjeta entre los dedos enguantados. Se la ofreció a Ulrich con gran solemnidad. Franz se asomó sobre el hombro de su amigo y leyó: Urs von Schnepelbrucke. Obras de arte. Reparación de muñecas. Se quitó los guantes lentamente, mientras paseaba su mirada cortés pero inquisitiva por el pequeño cuarto. Al fin tomó asiento en el diván; con esfuerzo, porque debió empujarse con las manos para alcanzarlo. Y cuando se sentó, las piernas le bailaban en el aire, por más que las puntas de sus botines enfundados en polainas se estiraran para alcanzar el piso. Acabó de quitarse los guantes y mostró unas manos nervudas y manchadas, tan desproporcionadas como su cabezota a la pequeñez del cuerpo. Esperó, sin decir palabra, mirándolos fijamente, hasta que se dieron cuenta y casi al unísono, dijeron sus nombres. Ulrich se excusó de no tener tarjeta de visita que ofrecerle. El enano asintió y les dijo que ya se veía, de una ojeada, cuál era la situación. Ellos, realmente, sólo deseaban satisfacer su curiosidad acerca de la ocupación dual del visitante. Mientras Ulrich le servía la cerveza prometida, recién sacada de la nevera, que el señor de Schnepelbrucke saboreó con parsimonia y llenando su bigotito andrajoso de espuma, Franz le preguntó si encontraba adecuado este lugar para sus trabajos. El enano habló con su voz bien timbrada, aunque ciertos gorgores de cerveza rompiesen su calidad cristalina. “Uno no escoge los lugares -dijo-. Es llevado a ellos naturalmente. Los apartamentos nuevos de las afueras son muy feos. Aquí, en cambio, me basta mirar por la ventana para recibir inspiración”. “¿Usted pinta, esculpe…?”, continuó Franz. El enano se rascó la barba y dijo; “Ilustro. No pretendo renovar. Sólo reproduzco en telas estas viejas calles, para que quede constancia de ellas antes…” Bajó la mirada y se retuvo, como si dudara de la confianza que pudieran merecerle sus vecinos y luego prosiguió: “…antes de que todo desaparezca o se olvide”. Franz le preguntó si no creía, entonces, que era mejor fotografiarlo todo. “Un aparato no tiene paciencia ni pasión -respondió con gravedad el huésped-. Yo pinto dos veces el mismo cuadro, porque todo puede verse con los ojos del reposo o con los de la exaltación. Y lo cierto es que entre ambos hay un abismo…” La conversación era difícil. El vecino, al parecer, gustaba hablar con frases lapidarias que, por lo demás, expresaba con una seguridad inatacable. Sólo les quedaba acudir al segundo enunciado de la tarjeta. Ulrich le preguntó si se ganaba la vida con las ilustraciones. “No -contestó Herr Urs-. Ésas son para mí, aunque he logrado colocar algunas en el mercado. No cuento con patrocinadores y no me hago ilusiones. El tiempo se encargará de decidir el destino de mi obra”. Franz se sintió molesto por la pedantería apenas disimulada del diminuto hombre, por su apelación a la eternidad y el visitante seguía hablando: “Sí. Reparo muñecas”. Extendió sus manos fuertes y movió los dedos como si tocara el piano. “Mis dedos poseen una flexibilidad maravillosa -siguió diciendo-; puedo reparar una pestaña, pintar los labios más pequeños, unir cabello a cabello la peluca de una muñeca china. Tengo cierta clientela que me trae los cuerpecillos destruidos, generalmente, por un exceso de celo materno y los reconstruyo con el mismo amor. Aplicar con el pincel más fino una ceja raspada, volver a sonrojar una mejilla embarrada de lodo o pegar un dedo roto, son tareas de paciencia y amor”. Lo miraron sin saber qué decir. Los ojos saltones del señor Urs los observaron con humor. “¿No somos un pueblo bueno? -preguntó sorpresivamente-. A veces, hasta aburrido. Pero sólo porque somos inocentes. Por eso nuestros actos son a menudo desmesurados, porque son emprendidos sin una experiencia que sepa dictarnos los límites de la acción. Y por eso después de un exceso reclamamos el perdón y la compasión que nuestra inocencia merece. No puede juzgarse con gran severidad a un niño que le arranca el brazo a su muñeco. ¿Nunca han visto a un niño hacerlo? Su pequeño rostro se crispa con un placer momentáneo, pero en seguida estalla en lágrimas al ver el resultado. Entonces hay que acariciarle la cabecita y reparar el desperfecto. Sí”. El huésped terminó de beber el vaso de cerveza y con la misma dificultad, apoyando las manos contra el brazo del diván, logró colocar los pies sobre el piso. Se inclinó ante Franz y Ulrich.
– Era maravilloso, ¿sabes?, era maravilloso pensar que el peso de la cabeza no lo doblaría o le haría perder el equilibrio.
Los dos rieron mientras tú espantabas a las moscas.
– Prometió corresponder a la mayor brevedad nuestra invitación.
– Un momento -alargaste el brazo-. De niña, me contaron la historia del General Tom Thumb-. Con un esfuerzo lograste alcanzar el zapato que estaba debajo de la cama. -Andaba con el circo de Barnum y la reina Victoria lo nombró general-. Empuñaste el zapato y te colocaste de rodillas sobre la cama. -En Nueva Inglaterra era famosísimo, porque era un enano de Bridgeport-. Te mordiste la lengua y frunciste el ceño. -Y en el apartamento, Javier tiene una reproducción del cuadro de Velázquez-. Calculaste y pegaste con el zapato sobre la pared. -Antonio el Inglés, el enano de la corte, ¿recuerdas? -La mosca zumbona, verde, cayó sobre la almohada, despanzurrada. -Con su rosa al hombro y un sombrero emplumado en la mano-. Franz disparó la mosca muerta fuera de la cama con los dedos. -Lleva un espadín y un traje de brocado de oro.