– Un dólar es un dólar. No importa quién…
Gerson, debajo de la mesa, oprimió tu rodilla con la mano y tú te callaste y el mesero te miró con compasión y les dio la espalda sin recoger la nota o el billete. Murmuró algo que tú y tu padre no pudieron comprender. Y tú fijaste la mirada en el paso de la gente hacia los andenes de la estación de Pennsylvania.
– ¿No quieres nada más, Lizzie? ¿Otro refresco? ¿Una soda de vainilla?
– No, papá. Gracias.
Un marinero pelirrojo miraba hacia todas partes, perdido, pecoso, con la bolsa de lona entre las manos y el anciano con el sombrero desteñido hundido hasta las orejas era llevado por una mujer más joven, parecida a él -los ojos húmedos y los pómulos altos, la nariz puntiaguda y temblorosa- que le arreglaba la banda negra del sombrero y revelaba, al hacerlo, la parte limpia del fieltro y el viejo no se daba cuenta mientras los dos caminaban hacia los andenes de las salidas a Baltimore y dos muchachas estaban apoyadas contra un soporte de fierro y jugueteaban con las manos unidas, sin mirarse, y a veces miraban hacia sus pies y no podría decirse si su combinación de tobilleras rojas y zapatos de charol y tacones altos les apenaba o les daba risa, una risa nerviosa creciente que al cabo les sacudió en silencio: una de ellas se mordió la mano, la otra se tapó el rostro con ambas manos y luego se calmaron y volvieron a unir los brazos y a guardar silencio sin mirarse. Y los muchachos con camisetas blancas unas con mangas cortas y la insignia impresa de alguna escuela, otras sin mangas, agujereadas, se abrazaban junto al kiosko de periódicos y hojeaban las novelas de vaqueros y las revistas de hombres musculosos cubiertos por taparrabos de piel de leopardo y los muchachos mostraban los bíceps y competían y se abrazaban sin reír, y unos a otros se enriscaban y acariciaban la pelambre del pecho y las axilas sin reír, y volvió a pasar la pareja del viejo con la mujer que lo conducía; parecían perdidos, igual que el marinero pelirrojo, aunque éste ya no regresó, seguramente había encontrado el tren; la mujer con el viejo no; lo detuvo de los codos cuando el viejo se derrumbó; lo detuvo y miró a través del vidrio de la cafetería: te miró a ti y tú volviste a cerrar los ojos y a oler la fermentación del azúcar en los globos de fierro pintado de rojo y afuera la grasa y el humo de las vías y más lejos las aceras calcinadas y la ropa empapada y los cuellos renegridos del mes de julio. La mujer te miró con terror.
Y tú te abrazaste a su cintura y sentiste las manos temblorosas y calientes y las dos cerraron los ojos y se escondieron un poco más; caminaron hacia atrás, hacia el último rincón de esa habitación sepia, de luces ordenadas desde otra parte, desde afuera, desde los pilotes de gas y los arbotantes de la calle y las vitrinas de las tiendas, para iluminarlas, a ti y a Rebecca, teatralmente: abriste los ojos y viste la luz que moldeaba el perfil de Becky, levantaba una ligerísima aura a la cabellera de común -aún ahora- tan bien peinada, tan restirada y sólo a contraluz tan crispada por esos cabellos sueltos, eléctricos, de un cobre mate y excitado en la oscuridad de la sala sepia a la cual llegaban esas luces sabias y ajenas para destacar el contorno de un florero, del trabajo de crochet fijado con alfileres al respaldo del sillón de terciopelo, de la circunferencia de las cuentas que forman una cortina entre la sala y el comedor.
– Es sólo el gato, mamá.
– ¿El gato o un gato? ¿No te das cuenta?
– El gato de la casa de junto, el gato de Joseph…
– Abrázame, Beth, abrázame…
– Es sólo el gato…
– ¡Ya lo dijiste! ¡Pero no eres precisa! ¡No dices la verdad! ¡Aquí no hay el gato, no es nuestro! ¡Hay gatos o un gato, pero no el gato!
– Mamá, no sé…
– Abrázame; no te das cuenta…
– Prende la luz, por favor.
– Ven, abrázame; dime…
– Sí, tengo miedo; tengo mucho miedo y doy gracias de estar contigo, juntas las dos…
– ¿Tienes miedo?
– Sí, mucho miedo…
– ¿Será un gato?
– Sí. Óyelo hacer miau.
– Y huele, también huele, ¿verdad? Abrázame, Beth. Ese olor a meados. No lo niegues. Tú lo hueles también.
– Sí, mamá.
– Van a descubrirnos.
– Por favor, prende la luz y ya no tengas miedo.
– Son las once de la noche. Tu padre no ha regresado. ¿Por qué he de prender la luz? ¿Quién prende la luz a las once de la noche si hay un padre en casa? ¿Quién tendría miedo a las once de la noche si…?
– Sí, mira, es el gato de al lado, míralo, el gato de Joseph…
– ¡Descaro! ¡Chutzpah! ¡Fuera, fuera, oh, fuera de aquí, fuera de mi casa!
Gerson, a veces, te llevaba a la calle sin pedir permiso. Te tomaba de la mano para bajar la escalera y en la calle te levantaba con una sonrisa y tú te acomodabas sobre su hombro y primero veías siempre el laberinto de escaleras negras, de fierro, posadas como arañas contra el ladrillo negro, casi carbonizado como si el incendio ya hubiese pasado y las escaleras no hubiesen servido para nada.
– Superstitio et perfidia.
Metían un centavo de cobre y salía un dulce duro y redondo como una canica y tú lo chupabas.
– Mitzvah. Una buena acción todos los días.
– Gerson, sal y compra arenque para la cena.
Tú mascabas la bola cubierta de azúcar y te colgabas al hombro de tu padre y dejaban atrás las escaleras. Olías los quesos y el ajo. Luego, mejor, las naranjas y las manzanas. Los perros ladraban y los canarios chirreaban. Tiendas de abarrotes, sombrererías, tabaquerías, salchichonerías, peleterías, todavía tiendas de capas, sederías, zaraza de colores, el pecho alborotado de las palomas; y perros, perros que ladraban mucho.
– Destruyeron los bosques más hermosos de Nueva York y levantaron las vecindades más feas del mundo. Gracias.
La luz, Elizabeth. Como en la sala oscura donde sólo era posible imaginar las cuentas, los respaldos tejidos, los floreros, gracias a las lámparas de la calle que, de noche, los recortaba a contraluz y los llenaba de falsas aureolas, la luz de la calle, a cualquier hora, venía de otra parte y tú, cuando salías del barrio, la buscabas, o buscabas, más bien, su origen, con una actitud inconsciente de gratitud, como si la luz la fabricaran y te la regalaran en un espacio plateado del Hudson, en una mancha brumosa y verde de los Palisades, en una ráfaga amarilla y contaminada de esa zona intermedia del cielo donde el color es un encuentro en la franja de oro gastado, gaseoso, de la parte baja de Manhattan. A veces bajaban, con un aire de aventura, hasta las pescaderías de Peck Slip, South Street, Fulton Market, cerca del Barrio Chino, donde el río se llena de sonidos y pasan las barcazas con vagones de ferrocarril y los remolcadores desocupados pitan sin sentido, liberados, y los automóviles, al pasar sobre los puentes, inventan una música veloz, la música del paso silencioso y el elevado también, tan repetitivo, tan ordenado, tan diferente. Ves, también es mi ciudad del sol y de la niebla.
– Vamos a América. Vamos a ser hombres.
Tú y Jake se sentaron cada uno sobre una rodilla de Gerson y Gerson pasó lentamente las gruesas hojas de pasta del álbum y no tuvo que señalar nada -oh, no tuvo que señalar con el dedo, dijo siempre Becky, no tuvo que reírse o decirles: fíjense, fíjense nada más, oh, no, eso no-; tú y Jake se rieron de las viejas fotos, de las calles sin pavimentar, lodosas, flanqueadas por casas de madera, con torres coronadas por cúpulas bulbosas en la lejanía; de las viejas fotos del hombre con la barba larga y las botas y el gabán largo y negro. La rueda amarilla sobre el pecho.
– Amarilla.
– ¡Hep! ¡Hep! Hey, Yid. ¡Hep!
– Ein Jude und eine Schwein durfen hier nicht herein.
– ¿Eres tú?
– ¡Eres tú!
Tú y Jake rieron mucho y Gerson puso las dos fotos lado a lado y los niños no podían creer que el hombre de las patillas y la barba y el gabán era el joven del chaleco y el bombín y la perla en la corbata. Levantaron la mirada y encontraron a otro Gerson, sonriente, tapándose con la lengua el vacío de un diente, vestido con la camisa a rayas sin cuello y los pantalones a cuadros y los tirantes sueltos y descalzo y con las mangas demasiado largas, pero levantadas por la costura de Becky.