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Ádega dice sus últimas palabras con voz ronca. Después traga saliva y sonríe.

– Dispense. ¿Quiere que le toque la polca Fanfinette al acordeón? Yo voy vieja pero todavía me sale regular, ya verá.

Ádega aún toca el acordeón con fundamento y buen estilo.

– Lo hace usted muy bien.

– No, desde que mataron a mi difunto no consigo tener paz en la cabeza, y así no hay quien toque bien ni el acordeón ni nada. Yo toco sin gusto, toco igual que una pianola… ¿Me deja llorar? Enseguida termino.

Ádega lloró dos o tres lágrimas.

– Cuando mataron al muerto que mató a mi difunto creí que iba a respirar con más alegría, pero no. Antes, odiaba, y ahora desprecio; en eso se me van las fuerzas. Antes estaba callada y ahora hablo, a lo mejor más de lo debido. Lo del acordeón es como beber agua de la fuente; algunos días se tiene sed y otros, no. Yo creo que lo único que sé hacer bien es despreciar; me costó mucho trabajo aprenderlo pero ahora desprecio como Dios, podría jurárselo. Lo importante es saber que puede dolerle a una la cabeza, aunque no le duela. Yo soy de esta tierra y de aquí no me echa nadie; cuando muera me convertiré en la tierra que da de comer a los tojos, me convertiré en la flor de oro del tojo, y mientras tanto, ¡pues mire!

Ádega se quedó en silencio y escanció otras dos copas de aguardiente, una para ella y otra para mí.

– Saudiña.

Por detrás de la casa de la señorita Ramona el jardín llega hasta el río, con sus juncos y sus helechos, su balsa, sus barbos y sus suicidas; tres suicidas en once años tampoco son tantos. Esta tierra no da demasiados suicidas: algún anciano sin amparo, alguna moza en desamor, alguna casada a la que come el aburrimiento y llena de congoja el remordimiento, nadie sabe si la madre de la señorita Ramona se ahogó queriendo o sin querer.

– Tú y yo somos primos de Raimundo el de los Casandulfes, tú por parte de madre y yo de padre. Tú y yo somos parientes de parientes y a lo mejor, si rascas un poco, también resultamos parientes. Por aquí, sobre poco más o menos, somos todos parientes menos los Carroupos, que vinieron volando desde el otro mundo y ahora crecen como el pan de lobo.

La señorita Ramona representa unos treinta años, quizá alguno más, y tiene el porte altivo y un poco caprichoso, también seguro y un si es no es distante y tímido y con misterio. La señorita Ramona tiene los ojos grandes y negros como el azabache de Compostela y es morena de tez, a lo mejor es medio mejicana, los Casandulfes tienen una abuela o bisabuela mejicana. La señorita Ramona tuvo tres novios pero se quedó soltera por dignidad. La señorita Ramona compone poesías, interpreta sonatas al piano y vive con dos criados carcamales y dos criadas brujas que heredó de su padre, don Brégimo Faramiñás Jocín, que era espiritista y aficionado a tocar el banjo y que murió de comandante de intendencia. Los servidores de la señorita Ramona son cuatro calamidades, lo que se dice cuatro fiascos, pero tampoco puede echarlos de casa a que se mueran de hambre y de miseria.

– No; seguid ahí hasta que os vaya enterrando, lo probable es que ya no duréis mucho.

– Gracias, señorita, que Dios le premie su caridad.

La señorita Ramona también heredó de su padre un Packard negro, muy solemne, y un Isotta-Fraschini blanco, muy elegante, no los saca jamás de la cochera, la señorita Ramona sabe conducir, es la única mujer del contorno que tiene carnet de conducir, pero no los saca jamás de la cochera.

– Gastan demasiada gasolina, déjalos que se oxiden.

En la sala de la señorita Ramona están colgados dos retratos de don Fernando Álvarez de Sotomayor, uno de ella vestida con el traje del país y el otro de su madre con mantilla española.

– Se parecen mucho, ¿verdad?

– No sé, a tu madre no llegué a conocerla.

– Bueno, es igual, todos los cuadros se parecen mucho.

Raimundo el de los Casandulfes es hijo de Salvadora, la hermana menor de mi madre, y tiene estudios y muy buena planta. Raimundo, cuando va a visitar a nuestra prima la señorita Ramona, le lleva siempre una camelia blanca de regalo.

– Toma, Moncha, para que veas que te quiero y que te recuerdo siempre.

– Te lo agradezco mucho, Raimundiño, no tenías que haberte molestado.

La señorita Ramona tiene un perro lulú, un gato de Angora, un guacamayo descomunal y de cien colores, un loro verde, un mono tití, una tortuga y dos cisnes, en el estanque del jardín nadan dos cisnes, a veces se acercan hasta el río pero siempre vuelven. La señorita Ramona es muy amiga de los animales, los únicos que no le gustan son los que sirven para algo: las vacas, los cerdos y las gallinas; hacen excepción los caballos, la señorita Ramona tiene un caballo alazán, puede que de veinte años.

– Los caballos son como los hombres, hermosos y vacíos, algunos son nobles de sentimientos.

Menos el loro, todos los animales de la señorita Ramona tienen nombre: el perro se llama Wilde y duerme con ella; el gato, King; el guacamayo, Rabecho; el mono, Jeremías; la tortuga, Xaropa; el caballo, Caruso, y los dos cisnes, Rómulo y Remo. El gato está capado porque una noche que la carne le pidió carne, se fue de casa y no volvió hasta la mañana siguiente: sucio, triste y herido. La orden de la señorita Ramona fue tajante.

– ¡Pobre animalito! Esto no puede volver a pasarle, que lo capen.

Y claro es, lo caparon y ya no volvió a escaparse, ¿para qué? El guacamayo es azul, blanco y rojo, como la bandera francesa, con algunas plumas verdes y amarillas. El guacamayo vive sobre una percha y sujeto a una cadena suficiente; el guacamayo baja y sube y se descuelga y trepa, siempre harto y digno, por el pie de la percha sin demasiado entusiasmo y con gesto de muy resignado aburrimiento. El mono se masturba y tose, la tortuga se pasa la vida durmiendo y los cisnes navegan su hastío con elegancia. En casa de la señorita Ramona, el único animal no señalado por el dedo de la murria es el caballo.

– No te rías de mí, Raimundiño. Lo malo no es que esté sola, toda la vida estuve sola y llevo ya mucho tiempo acostumbrada…, lo malo es que me paso los días con la mente ida y pensando en los viosbardos, como si estuviera perdiendo la razón. Cada día que pasa estamos todos un poco más lejos, y también un poco más hartos, de nosotros mismos. ¿Tú no crees qué debo irme a vivir a Madrid?

Llueve a Dios dar sobre los pecadores y la tierra se pinta con el manso y blando color del cielo que no rompe el vuelo del pájaro, aún falta. Como no sé tocar ni el violín ni la armónica y como no encuentro la llave del armario donde guardo la colección de sellos, me paso las tardes metido en la cama con Benicia, leyendo poemas de Juan Larrea y oyendo tangos. Benicia estuvo el otro día en Orense y me trajo una cafetera de regalo; es muy práctica y hace las tazas de dos en dos, una para mí y otra para ella.

– ¿Quieres más café?

– Bueno.

Benicia tiene el pecar saludable y alegre y los pezones grandes y oscuros, también duros y dulces. Benicia tiene los ojos azules y es mandona y atravesada en la cama, jode con mucha sabiduría y despotismo. Benicia no sabe ni leer ni escribir pero ríe siempre con mucha seguridad.

– ¿Quieres que bailemos un tango?

– No, tengo frío; ven aquí.

Benicia guarda siempre calor, aunque haga frío; Benicia es una máquina de dar calor y gusto, me alegro de no saber tocar ni el violín ni la armónica.

– Dame un beso.

– Sí.

– Sírveme una copa de aguardiente.

– Sí.

– Fríeme un chorizo.

Benicia es como una cerda obediente, jamás dice que no a nada.

– Quédate esta noche conmigo.

– No puedo, va a ir a verme Furelo Gamuzo, el cura de San Adrián, bueno, ahora de Santa María de Carballeda, va todos los primeros martes de mes.

– ¡Vaya!

A Lázaro Codesal lo mató un moro a la sombra de una higuera, disparándole a traición con una espingarda y cuando más ajeno estaba a que había de morir tan deprisa. Lázaro Codesal, cuando le entró la muerte por un oído, tenía en la cabeza la figura de Ádega desnuda y espatarrada, tomando el solecico en un ribazo; todos hemos sido jóvenes alguna vez. En la fuente del Miangueiro, donde hoy se lavan las bubas los leprosos, crece aún la higuera de las ramas que se trocaron lanzas para que los Figueroas rescataran de la morisma a las siete doncellas de la torre de Peito Burdelo. Hoy día ya nadie se acuerda de la historia. La Marraca, la leñadora de la pradera de Francelos, de ella habla un amigo de Ádega en un libro que escribió, tuvo doce hijas; ninguna llegó doncella a los diez años y todas se ganaron la vida con el coño maturrango. A una, a la Carlota, la conoció Elvirita, la del café de doña Rosa, en Orense, en casa de la Pelona. El agua clara de la fuente del Miangueiro no se puede beber, no la beben ni los pájaros, porque lava los huesos de los muertos, los bofes de los muertos, las miserias de los muertos, y arrastra mucho dolor.

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