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El ciego Gaudencio es muy bien mandado y no se cansa jamás de tocar el acordeón.

– ¡Un pasodoble, Gaudencio!

– Lo que usted mande.

El ciego Gaudencio vive mismo donde el trabajo, en casa de la Parrocha, así se ahorra el hospedaje, en un jergón puesto en el ropero de debajo de la escalera; el cuchitril de Gaudencio es caliente y acogedor. No tiene luz, es cierto, pero tampoco la necesita; a los ciegos les es igual tener luz que no tenerla.

– ¿Y no notarán algo?

– No sé, yo creo que no.

Por las mañanas, cuando termina de tocar la música, a eso de las cinco o cinco y media, Gaudencio se llega a oír misa a las Mercedes, en la calle de la Amargura, y después se acuesta hasta el mediodía. Cuando murió, las putas le compraron una corona de flores y le mandaron decir unas misas; al entierro no pudieron ir porque no les dejó la policía.

– Su abuelo se apartó unos años al Brasil, es cierto, cuando fue que matara a Xan Amieiros y escorrentara a Fuco, pero a Manecha le dio cincuenta mil reales contantes y sonantes -y entonces eso era una fortuna-, otros tantos en acciones del ferrocarril M.Z.A. y una carta de presentación para don Modesto Fernández y González, el autor de La hacienda de nuestros abuelos, que se firmaba Camilo de Cela y escribía artículos en La Ilustración Española y Americana y en La Correspondencia de España. Manecha se fue a Madrid y abrió la fonda La Orensana, en la calle de San Marcos, y como era dispuesta y limpia y el trabajo no le asustaba, pudo ahorrar y prosperar y acabó casándose con un funcionario de la Diputación, don León Roca Ibáñez, al que dio ocho hijas, que todas casaron bien, y dos hijos, uno se hizo aparejador y el otro procurador de los tribunales. Un nieto de don León y Manecha e hijo del segundo matrimonio de Marujita, su cuarta hija, llegó a subsecretario con la República y murió en Barquisimeto, Venezuela, en 1949. Fue diputado de Izquierda Republicana y se llamó en vida don Claro Comesaña Roca, el Amieiros le quedaba ya en cuarto lugar. Manecha fue siempre bien parecida y bien plantada y sus hijos y nietos, aunque quizá no tanto, también tenían buena presencia. Una hija del subsecretario y por tanto biznieta de Manecha, la Haydée Comesaña Bethencourt, fue Miss Barquisimeto allá por los años 50.

Hay parvos con suerte y parvos en desgracia, esto pasa desde que el mundo es mundo y pasará siempre. A Roquiño Borrén, parvo en desgracia, lo tuvieron cerca de cinco años metido en un baúl, se conoce que para que no molestara a nadie; cuando lo sacaron parecía una araña pálida y peluda.

– A él tanto le tiene. ¿No ve que es parvo?

– Mujer, no sé…, a lo mejor le hubiera gustado estirar el espinazo y tomar un poco el aire.

– ¡Puede! ¡No le digo que no!

La madre de Roquiño Borrén piensa que los parvos ni sienten ni padecen.

– ¡Como son parvos…!

Antes aún se les podía llevar por las romerías, pero ahora hay mucha hambre y la gente no quiere ni verlos, ahora se divierten con otras cosas, murmuran en voz baja y recuentan pesares, también en voz baja, aquí no hay por qué levantar la voz. De la viña del sacristán cuelga una guirnalda de alimañas ahorcadas, parecen garabatos, estragándose bajo la lluvia y apestando a carroña podre. Catuxa Bainte, la parva de Martiñá, cuando no la ve nadie, se acerca hasta la viña del sacristán a enseñarle las tetas a la salvajina muerta.

– Toma, toma, que todo se lo ha de comer la maldición. San Judas Tadeo, apóstol glorioso, haz que mis penas se vuelvan en gozo. Toma, toma, que todo lo ha de borrar la lluvia. San Judas Tadeo, que estás en el cielo, haz que mis penas encuentren consuelo. Toma, toma, que todo lo ha de borrar el viento.

A la parva de Martiñá suele escorrentarla el sacristán a pedradas.

– ¡Largo de ahí, parva de la mierda! ¡Vete a que te mire las tetas el diancre y deja en paz a las personas decentes!

La parva se guarda las tetas y ríe a carcajadas. Después se marcha, por el camino abajo y envuelta en el aliento de la lluvia, siempre riendo y mirando, cada tres o cuatro pasos, para atrás.

Catuxa Bainte es parva cándida, no maldita lela pasmona, y vive de la casualidad y también de la inercia, morirse de hambre es muy difícil; a veces tose y escupe un poco de sangre, pero todos los años mejora cuando llega San Juan y las nubes se van yendo, poco a poco, del cielo. Catuxa Bainte debe andar por los veinte o veintidós años y lo que más le gusta es bañarse en los vivos cueros en la poza del molino de Lucio Mouro.

El cura de San Miguel de Buciños va por la vida envuelto en una nube de moscas, lo menos mil moscas le andan siempre alrededor haciéndole compañía, se conoce que tiene las carnes dulces y la materia de los granos de mucho alimento. Al cura de San Miguel de Buciños, un día que fue a Orense a quitarse una foto, tuvieron que dejarlo a oscuras lo menos media hora para que las moscas se amansaran y se durmieran.

– ¿Y por qué no les echaron matamoscas?

– No sé, a lo mejor es que no se estilaba.

El cura de San Miguel de Buciños vive con un ama vieja y manca que huele a naftalina y se emborracha, casi a diario, con licor café.

– Dolores.

– Mande, don Merexildo.

– Este pan está reseso, cómelo tú.

– Sí, señor.

A Dolores, hace ya años, le salió un carafuncho, a lo mejor era una postema maligna, en un brazo y el médico, para evitar complicaciones de la salud, la mandó al hospital a que se lo cortasen y, como es natural, se lo cortaron.

– Con un brazo de menos se las arregla una la mar de bien, la gente es muy rosmona, se conoce que no tiene costumbre de trabajar.

El cura de San Miguel de Buciños es grande como un buey y regüelda como un león.

– Los hombres que somos como manda Dios no tenemos por qué andar con disimulos y lerias y monsergas, eso pega más a cómicos y criqueiros.

– Sí, señor, a ésos les pega más.

Al cura de San Miguel de Buciños le gusta comer y beber con fundamento.

– Y ayuno durante toda la cuaresma como ordena la Santa Madre Iglesia, ¿por qué no dicen eso?

– Es lo que uno se pregunta, ¿por qué no lo dicen?

Al cura de San Miguel de Buciños también le gustan otras cosas que no hay por qué hablarlas, la carne es flaca y el que esté limpio de pecado que tire la primera piedra.

– Lo que hay en el país son muchos verballoas que no conocen la vergüenza.

– Sí, señor, y que hablan sin licencia de Dios y disparatan y levantan falsos testimonios.

Según dicen, don Merexildo Agrexán, el cura de San Miguel de Buciños, va ya por los quince fillos da silveira.

– ¿Y él qué culpa tiene si las mujeres no le dejan en paz?

Al cura de San Miguel de Buciños las hembras le van detrás como perras salidas; se cuentan unas a otras sus calibres y no le dan sosiego ni a sol ni a sombra.

– Dispense, don Merexildo, ¿por qué las aguanta?

– ¿Y por qué no las había de aguantar? ¡Pobriñas, que lo único que quieren es consuelo!

El piso de arriba de la casa de Policarpo el de la Bagañeira, en Cela do Camparrón, se hundió cuando la muerte de su padre, se vino abajo del personal que había. ¡Dios, de la que libramos! Muertos no hubo, pero se rompieron muchos huesos y muchas cabezas y se abollaron no pocos ánimos y voluntades. Se conoce que las vigas cedieron, porque el suelo partió en dos y acabamos todos en la cuadra y rebozados en estrume. Al finado hubo que recomponerle la postura porque al pobre, puede que de andar por los aires, se le salió todo de su sitio.

– Fuera no puedes ponerlo, que se moja, ¿no ves que se moja?, arrímalo a la pared.

A Policarpo, con el desbarate que se armó, se le escaparon tres donosiñas amaestradas que obedecían como doctrinos y bailaban al son del pandero.

– Eran unos animalitos de primera, otros así no los volveré a encontrar jamás.

El padre de Policarpo murió de noventa años a resultas de una borrachera, el viejo tenía afición al vino y no le debía hacer demasiado mal cuando duró tanto; ahora los jóvenes aguantan menos pero antes, cuando había que trabajar de veras, los hombres se alimentaban de vino y de tabaco y además eran capaces de encararse con el jabalí y rajarlo de arriba a abajo con el cuchillo.

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