– Subió por el Santiago con don Fabio, que era gobernador de Santa María de Nieva, y con soldados de Borja -dijo Fushía-. Antes estuvieron donde los aguarunas, y también donde los achuales, averiguando.
– Pero si yo me los encontré en el Marañón -dijo Aquilino-. ¿Acaso no te conté? Estuve dos días con ellos.
Era el segundo o tercer viaje que hacía a la isla. Y don Fabio, y ese otro, cómo dijiste ¿Portillo?, me comían a preguntas y yo pensaba ahora las pagas todas, Aquilino. Sentía un miedo.
– Lástima que no llegaran -{lijo Fushía-. La cara que habría puesto el abogaducho si me ve, y lo que le hubiera contado al perro de Reátegui. ¿Y qué es de don Fabio, viejo? ¿Ya se murió?
– No, sigue de gobernador en Santa María de Nieva -dijo Aquilino.
– No soy tan tonto -dijo el doctor Portillo-. Lo primero que pensé, si no son los patrones son los chunchos, están repitiendo la broma de Urakusa, lo de la cooperativa. Por eso fuimos hasta las tribus. Pero no eran los chunchos, tampoco.
– Las mujeres nos recibían llorando, señor Reátegui -dijo Fabio Cuesta-. Porque los bandidos no sólo se llevan el caucho, la leche caspi y las pieles, sino también las muchachitas, claro.
No estaba mal pensado como negocio, compadre: Reátegui adelantaba la plata a los patrones, los patrones adelantaban la plata a los chunchos, y cuando los chunchos volvían del monte con el jebe y con los cueros, los cabrones les caían encima y se quedaban con todo. Sin haber invertido un centavo, compadre, ¿no era un negocio redondo?, que fuera a Lima e hiciera gestiones, Julio, y lo más pronto mejor.
– ¿Por qué siempre has buscado negocios sucios y peligrosos? -dijo Aquilino-. Es como una manía tuya, Fushía.
– Todos los negocios son sucios, viejo -dijo Fushía-. Lo que pasa es que yo no tuve un capitalito para comenzar, si tienes plata puedes hacer los peores negocios sin peligro.
– Si yo no te hubiera ayudado, habrías tenido que irte al Ecuador, nomás -dijo Aquilino-. No sé por qué te ayudé. Me has hecho pasar unos años terribles. He vivido asustado, Fushía, con el corazón en la boca.
– Me ayudaste porque eres buena gente -dijo Fushía-. Lo mejor que he conocido, Aquilino. Si fuera rico te dejaría todo mi dinero, viejo.
– Pero no eres, ni lo serás nunca -dijo Aquilino-. Y para qué me serviría ya tu dinero, si me moriré de un momento a otro. En eso nos parecemos un poco, Fushía, estamos llegando al final tan pobres como nacimos.
– Hay toda una leyenda ya sobre los bandidos -dijo el doctor Portillo-. Hasta en las misiones nos han hablado. Pero ni los frailes ni las monjas saben gran cosa, tampoco.
– En un pueblo aguaruna del Cenepa, una mujer nos dijo que ella los había visto -dijo Fabio Cuesta-. Y que había huambisas entre ellos. Pero sus informaciones no servían de mucho. Los chunchos, usted sabe, señor Reátegui.
– Que hay huambisas entre ellos es un hecho -dijo el doctor Portillo-. Todos son formales en eso, los han reconocido por el idioma y los vestidos. Pero los huambisas están ahí para machucar, ya sabes que les gusta la pelea. Sólo que no hay modo de saber quiénes son los blancos que los dirigen. Dos o tres, dicen.
– Uno de ellos es serrano, don Julio -dijo Fabio Cuesta-. Nos lo dijeron los achuales, que chapurrean algo de quechua.
– Pero aunque no lo reconozcas, has tenido suerte, Fushía -dijo Aquilino-. Nunca te agarraron. Sin estas desgracias, hubieras podido pasarte la vida en la isla.
– Se lo debo a los huambisas -dijo Fushía-; después de ti, ellos son los que más me ayudaron, viejo. Y ya ves cómo les he respondido.
– Pero hay motivos de sobra, ni a ellos ni a ti les convenía que te quedaras en la isla -dijo Aquilino-. Cómo eres, Fushía. Te lamentas por haber dejado al Pantacha y a los huambisas, y, en cambio, tus maldades no te parecen maldades.
También eso estaba debidamente comprobado, compadre: las compras de jebe no habían bajado en la región, incluso habían aumentado en Bagua, a pesar de que ellos no vendían ni la mitad que antes. Porque los bandidos eran muy vivos, señor Reátegui, ¿sabía lo que hacían? Vendían lejos sus robos, seguro por medio de terceras personas. Qué les importaría rematar el jebe baratito si a ellos les salía gratis. No, no, compadre, los administradores del Banco Hipotecario no habían visto caras nuevas, los proveedores eran los de siempre. Hacían bien sus cosas, los zamarros, no se arriesgaban. Se habrían conseguido un par de patrones que les comprarían los robos a bajo precio, y ellos los revendían al banco, como eran conocidos no había control posible.
– ¿Valía la pena tanto peligro para tan poca ganancia? -dijo Aquilino-. La verdad, no creo, Fushía.
– Pero no ha sido mi culpa -dijo Fushía-. Yo no podía trabajar como los demás, a ellos no los perseguía la policía, yo tenía que agarrar el negocio que me salía al encuentro.
– Vez que me hablaban de ti, sudaba frío dijo Aquilino-. Qué te hubieran hecho si te agarraban en las tribus, Fushía. No sé quién te tenía más ganas.
– Una cosa, viejo, de hombre a hombre -dijo Fushía-. Ahora puedes franquearte conmigo. ¿Nunca te sacaste tus comisiones?
– Ni un solo centavo -dijo Aquilino-. Mi palabra de cristiano.
– Es algo que va contra la razón, viejo -dijo Fushía-. Ya sé que no me mientes, pero no me cabe en la cabeza, palabra. Yo no lo hubiera hecho por ti, ¿sabes?
– Claro que sé -dijo Aquilino-. Tú me hubieras robado hasta el alma.
– Hemos sentado denuncias en todas las comisarías de la región -dijo el doctor Portillo-. Pero eso es lo mismo que nada. Toma el avión a Lima y que intervenga el Ejército, julio. Eso les dará un susto.
– El coronel dijo que ayudaría con mucho gusto, señor Reátegui -dijo Fabio Cuesta-. Sólo esperaba órdenes. Y yo en Santa María de Nieva ayudaré también, en lo que sea. A propósito, don julio, todos lo recuerdan con mucho cariño.
– ¿Por qué has parado? -dijo Fushía Todavía no es de noche.
– Porque estoy cansado -dijo Aquilino-. Vamos a dormir en esa playita. Y, además, ¿no ves el cielo? Ahorita comienza a llover.
En el extremo norte de la ciudad hay una pequeña plaza. Es muy antigua y, en un tiempo, sus bancos fueron de madera pulida. y de metales lustrosos. La sombra de unos algarrobos esbeltos caía sobre ellos y, a su amparo, los viejos de las cercanías recibían el calor de las mañanas, y veían a los niños corretear en torno a la fuente: una circunferencia de piedra y, en el centro, en puntas de pie, las manos en alto como para volar, una señora envuelta en velos de cuya cabellera brotaba el agua. Ahora, los bancos están resquebrajados, la fuente vacía, la bella mujer tiene el rostro partido por una cicatriz y los algarrobos se curvan sobre sí mismos, moribundos.
A esa placita iba a jugar Antonia cuando venían los Quiroga a la ciudad. Ellos vivían en la hacienda de La Huaca, una de las más grandes de Piura, un mar al pie de las montañas. Dos veces al año, para la Navidad y para la procesión de junio, los Quiroga viajaban a la ciudad y se instalaban en la casona de ladrillos que forma esquina precisamente en esa plaza que ahora lleva su nombre. Don Roberto usaba gruesos bigotes, los mordía suavemente al hablar y tenía modales aristocráticos. El agresivo sol de la comarca había respetado las facciones de doña Lucía, mujer pálida, frágil, muy devota: ella misma tejía las coronas de flores que depositaba en el anda de la Virgen cuando la procesión hacía un alto en la puerta de su casa. La noche de Navidad, los Quiroga celebraban una fiesta a la que asistían muchos principales. Había regalos para todos los invitados y, a medianoche, desde las ventanas, llovían monedas hacia los mendigos y vagabundos agolpados en la calle. Vestidos de oscuro, los Quiroga acompañaban la procesión las cuatro lentísimas horas, a través de barrios y suburbios. Llevaban a Antonia de la mano, discretamente la amonestaban cuando descuidaba las letanías. Durante su estancia en la ciudad, Antonia aparecía muy temprano en la placita y, con los niños de la vecindad, jugaba a ladrones y celadores, a las prendas, trepaba a los algarrobos, disparaba terrones a la señora de piedra o se bañaba en la fuente, desnuda como un pez.