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– Verdad, con las manos -dijo el Pesado-. Si lo sabré yo. No me ha tocado ni una virgencita hasta ahora. Y eso que he probado chunchas.

El sargento agitó las manos: le estaban haciendo cargamontón al Chiquito y eso no valía.

– Usted porque está de su parte, mi sargento -dijo el Rubio.

– Lo que pasa es que esas churres me apenan -confesó el sargento-. Todas, las que están en la misión, porque seguro sufrirán lejos de su gente. Y las otras, por lo mal que viven en sus pueblos.

– Se nota que es usted piurano, mi sargento -dijo el Oscuro-. Todos los de su tierra son unos sentimentales.

– Y a mucha honra -dijo el sargento-. Y ayayay si alguien habla mal de Piura.

– Sentimentales y también regionalistas -dijo el Oscuro-. Pero en eso los arequipeños se los ganan a los piuranos, mi sargento.

Era de noche ya y la fogata chisporroteaba, el práctico Nieves seguía arrojándole ramitas, hojas secas. El termo de anisado iba de mano en mano y los guardias habían encendido cigarrillos. Todos transpiraban, y en sus ojos se repetían, minúsculas, danzantes, las lenguas de la fogata.

– Pero son lo más limpio que hay -dijo el Chiquito-. Y, en cambio, ¿vieron bañarse alguna vez a las madres en el viaje a Chicais?

El Pesado se atoró: ¿otra vez con las madres?, comenzó a toser fuertemente, carajo ¿otra vez se metía con las madres?

– Me resongas pero no me contestas -dijo el Chiquito-. ¿Es cierto o no es cierto lo que digo?

– Qué bruto eres -dijo el Rubio-. ¿Querías que las monjitas se bañaran delante de nosotros?

– A lo mejor se bañaron a escondidas -dijo el Oscuro. -No las vi nunca -dijo el Chiquito-. Ni tampoco ustedes las vieron.

– Ni tampoco las viste hacer sus necesidades -dijo el Rubio-. Eso no significa que se aguantaran la caca y los meaditos todo el viaje.

Un momento, el Pesado las había visto: cuando estaban acostados, ellas se levantaban sin hacer ruido y se iban al río como fantasmitas. Los guardias rieron, y el sargento este Pesado, ¿las espiaba?, ¿quería verlas calatas?

– Mi sargento, por favor -dijo el Pesado, confuso-. No diga barbaridades, cómo se le ocurre. Lo que pasa es que soy desvelado y por eso las vi.

– Cambiemos de tema -dijo el Oscuro-. No hay que hacer esas bromas con las madres. Y, además, no lo vamos a convencer a éste. Eres terco como una mula, Chiquito.

– Y un pelotudo -dijo el Pesado-. Comparar a las chunchas con las monjitas, me das pena, te juro.

– Ahora sí se acabó -dijo el sargento, atajando al Chiquito que iba a hablar-. Vamos a dormir para partir temprano.

Quedaron callados, los ojos fijos en las llamas. El termo de anisado dio todavía una vuelta. Luego, se levantaron, entraron a las carpas, pero un momento después el sargento volvió hacia la fogata con un cigarrillo en la boca. El práctico Nieves le alcanzó una pajita prendida.

– Siempre tan callado, don Adrián -dijo el sargento-. ¿Por qué no discutió también?

– Estuve oyendo -dijo Nieves-. No me gustan las discusiones, sargento. Y, además, prefiero no meterme con ellos.

– ¿Con los muchachos? -dijo el sargento-. ¿Le han hecho algo? ¿Por qué no me avisó, don Adrián?

– Son orgullosos, desprecian a los que hemos nacido aquí -dijo el práctico, en voz baja-. ¿No ha visto cómo me tratan?

– Son creídos como todos los limeños -dijo el sargento-. Pero no hay que hacerles caso, don Adrián. Y, si alguna vez le faltan, me lo dice y yo los pongo en su sitio.

– En cambio, usted es una buena persona, sargento -dijo Nieves-. Hace tiempo que estoy por decírselo. El único que me trata con educación.

– Porque lo estimo mucho, don Adrián -dijo el sargento-. Siempre le he dicho que me gustaría ser su amigo. Pero usted no se junta con nadie, es un solitario.

– Ahora será mi amigo -sonrió Nieves-. Un día de éstos vendrá a comer a mi casa y le presentaré a Lalita. Y a esa que hizo escapar a las niñas.

– ¿Cómo? ¿La Bonifacia esa vive con ustedes? -dijo el sargento-. Yo creía que se había ido del pueblo.

– No tenía donde ir y la hemos recogido -dijo Nieves-. Pero no lo cuente, no quiere que sepan dónde está, porque es medio monja todavía, se muere de miedo de los hombres.

– ¿Has contado los días, viejo? -dijo Fushía-. Yo he perdido la noción del tiempo.

– Qué te importa el tiempo, para qué sirve eso -dijo Aquilino.

– Parece mil años que salimos de la isla -dijo Fushía-. Además, sé que es por gusto, Aquilino, tú no conoces a la gente. Ya verás, en San Pablo llamarán a la policía y se tirarán la plata.

– ¿Otra vez te estás poniendo triste? -dijo Aquilino-. Ya sé que el viaje es largo, pero qué quieres, hay que ir con cuidado. No te preocupes por San Pablo, Fushía, te he dicho que conozco a un tipo de ahí.

– Es que estoy rendido, hombre, no es broma corretear así, te has sacado la lotería conmigo -dijo el doctor Portillo-. Mira la cara de cansancio del pobre don Fabio. Pero al menos ya estamos en condiciones de informarte. Por lo pronto, agarra una silla, te vas a caer sentado con las noticias.

– Las plantaciones muy bien, muy bonitas, señor Reátegui -dijo Fabio Cuesta-. El ingeniero es amabilísimo y ya terminó el desmonte y la siembra. Todos dicen que es una región ideal para el café.

– Por ese lado todo anda normal -dijo el doctor Portillo-. Lo que está fallando es el negocio del jebe y de los cueros. Un asunto de bandidos, compadre.

– ¿Portillo? No me suena nada, Fushía -dijo Aquilino-. ¿Es un médico de Iquitos?

– Un abogado -dijo Fushía-. El que le ganaba todos sus pleitos a Reátegui. Un orgulloso, Aquilino, un soberbio.

– No es culpa de los patrones, señor Reátegui, le juro -dijo Fabio Cuesta-. Si ellos están más furiosos que nadie, ¿no ve que son los más perjudicados? Parece que los bandidos existen de verdad.

El doctor Portillo también había pensado, al principio, que los patrones estaban haciendo comercio a ocultas, Julio, que habían inventado a los bandidos para no venderle el jebe a él. Pero no eran ellos, lo cierto es que les cuesta cada vez más trabajo conseguir mercadería, compadre, él y don Fabio se metieron por todas partes, averiguaron, hay bandidos, y don Fabio se portó como un señor, se enfermó con tanto viaje y, a pesar de todo, siguió con él, julio, y claro que fue útil ir de brazo con la autoridad, el gobernador de Santa María de Nieva inspiraba respeto por allá.

– Tratándose del señor Reátegui, cualquier cosa -dijo Fabio Cuesta-. Eso y mucho más, usted lo sabe, don Julio. Lo que más lamento es esto de los bandidos, con lo que costó convencer a los patrones que en lugar de vender al banco, le vendieran a usted.

– Había que ver cómo me trataba -dijo Fushía-. Desde qué altura. ¿Crees que me invitó a su casa una sola vez en Iquitos? No sabes qué odio le tenía a ese abogaducho, Aquilino.

– Siempre lleno de odios, Fushía -dijo Aquilino-. Te pasa algo y te pones a odiar a alguien. Dios te va a castigar por esto también.

– ¿Más todavía? -dijo Fushía-. Si me está castigando desde antes que le hiciera nada, viejo.

– En la guarnición de Borja nos ayudaron mucho -dijo el doctor Portillo-. Nos dieron guías, prácticos. Tienes que agradecerle al coronel, julio, escríbele unas líneas.

– Una bellísima persona el coronel, señor Reátegui -dijo Fabio Cuesta-. Muy servicial, muy dinámico.

Ellos podían actuar contra los bandidos si recibían una orden de Lima, compadre, lo mejor es que Reátegui se diera un salto a la capital e hiciera gestiones, que intervinieran los milicos y se arreglaría todo. Sí, hombre, claro que era para tanto.

– No queríamos creerles, señor Reátegui -dijo Fabio Cuesta-. Pero todos los patrones nos juraban y requetejuraban lo mismo. No podía ser que se hubieran puesto de acuerdo.

Era muy sencillo, compadre: cuando los patrones llegaban a las tribus no encontraban nada, ni jebe ni cueros, sólo chunchos llorando y pataleando, nos robaron, nos robaron, bandidos, diablos, etcétera.

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