– Pídele a Dios que no les pase nada -dijo la superiora-. Si no, qué remordimientos tendrías toda tu vida, Bonifacia.
– ¿No las sintieron salir, madre? -dijo don Fabio-. Por el pueblo no han pasado. Se irían por el bosque.
– Se salieron por la puerta de la huerta, por eso no las sentimos -dijo la madre Angélica-. Le robaron la llave a esta tonta.
– No me digas tonta, mamita -dijo Bonifacia, los ojos muy abiertos-. No me robaron.
– Tonta, tonta rematada -dijo la madre Angélica-. ¿Todavía te atreves? Y no me digas mamita.
– Yo les abrí la puerta -Bonifacia despegó apenas los labios-. Yo las hice escapar, ¿ves que no soy tonta?
Don Fabio y la superiora alargaron las cabezas hacia Bonifacia, la madre Angélica cerró, abrió la boca, roncó antes de poder hablar:
– ¿Qué dices? -roncó de nuevo-. ¿Tú las hiciste escapar?
– Sí, mamita -dijo Bonifacia-. Yo las hice.
Ya te estás poniendo triste otra vez, Fushía -dijo Aquilino-. No seas así, hombre. Anda, conversa un poco para que se te pase la tristeza. Cuéntame de una vez cómo fue que te escapaste.
– ¿Dónde estamos, viejo? -dijo Fushía-. ¿Falta mucho para entrar al Marañón?
– Hace rato que entramos -dijo Aquilino-. Ni cuenta te diste, roncabas como un bendito.
– ¿Entraste de noche? -dijo Fushía-. ¿Cómo no he sentido los rápidos, Aquilino?
– Estaba tan claro que parecía madrugada, Fushía -dijo Aquilino-: El cielo purita estrella y el tiempo era el mejor del mundo, no se movía ni una mosca. De día hay pescadores, a veces una lancha de la guarnición, de noche es más seguro. Y cómo ibas a sentir los rápidos si me los conozco de memoria. Pero no pongas esa cara, Fushía. Puedes levantarte si quieres, debes estar acalorado ahí debajo de las mantas. No hay nadie, somos los dueños del río.
– Me quedo aquí nomás -dijo Fushía-. Estoy sintiendo frío y me tiembla todo el cuerpo.
– Sí, hombre, como te sientas mejor -dijo Aquilino-. Anda, cuéntame de una vez cómo fue que te escapaste. ¿Por qué te habían metido adentro? ¿Qué edad tenías?
Él había estado en la escuela y por eso el turco le dio un trabajito en su almacén. Le llevaba las cuentas, Aquilino, en unos librotes que se llaman el Debe y el Haber. Y aunque era honrado entonces, ya soñaba con hacerse rico. Cómo ahorraba, viejo, sólo comía una vez al día, nada de cigarrillos, nada de trago. Quería un capitalito para hacer negocios. Y así son las cosas, al turco se le metió en la cabeza que él le robaba, pura mentira, y lo hizo llevar preso. Nadie quiso creerle que era honrado y lo metieron a un calabozo con dos bandidos. ¿No era la cosa más injusta, viejo?
– Pero eso ya me lo contaste al salir de la isla, Fushía -dijo Aquilino-. Yo quiero que me digas cómo fue que te escapaste.
– Con esta ganzúa -dijo Chango-. La hizo Iricuo con el alambre del catre. La probamos y abre la puerta sin hacer ruido. ¿Quieres ver, japonesito?
Chango era el más viejo, estaba allí por cosas de drogas, y trataba a Fushía con cariño. Iricuo, en cambio, siempre se burlaba de él. Un bicho que había estafado a mucha gente con el cuento de la herencia, viejo. Él fue el que hizo el plan.
– ¿Y resultó tal cual, Fushía? -dijo Aquilino.
– Tal cual -dijo Iricuo-. ¿No ven que en Año Nuevo todos se mandan mudar? Sólo ha quedado uno en el pabellón, hay que quitarle las llaves antes que las tire al otro lado de la reja. Depende de eso, muchachos.
– Abre de una vez, Chango -dijo Fushía-. Ya no aguanto, Chango, ábrela.
– Tú deberías quedarte, japonesito -dijo Chango-. Un año se pasa rápido. Nosotros no perdemos nada, pero si falla tú te arruinas, te darán un par de años más.
Pero él se empeñó y salieron y el pabellón estaba vacío. Encontraron al guardián durmiendo junto a la reja, con una botella en la mano.
– Le di con la pata del catre y se vino al suelo -dijo Fushía-. Creo que lo maté, Chango.
– Vuela idiota, ya tengo las llaves -dijo Iricuo-. Hay que cruzar el patio corriendo. ¿Le sacaste la pistola?
– Déjame pasar primero -dijo Chango-. Los de la principal también andarán borrachos como éste.
– Pero estaban despiertos, viejo -dijo Fushía-. Eran dos y jugaban a los dados. Qué ojazos pusieron cuando entramos.
Iricuo los apuntó con la pistola: abrían el portón o empezaba la lluvia de balas, putos. Y al primer grito que dieran empezaba, y se apuraban o empezaba, putos, la lluvia de balas.
– Amárralos, japonesito -dijo Chango-. Con sus cinturones. Y mételes sus corbatas a la boca. Rápido, japonesito, rápido.
– No le hacen, Chango -dijo Iricuo-. Ninguna es la del portón. Nos quemamos en la puerta del horno, muchachos.
– Una de ésas tiene que ser, sigue probando -dijo Chango-. Qué haces, muchacho, por qué los pateas.
– ¿Y por qué los pateabas, Fushía? -dijo Aquilino-. No entiendo, en ese momento uno piensa en escapar y en nada más.
– Les tenía rabia a todos esos perros -dijo Fushía-. Cómo nos trataban, viejo. ¿Sabes que los mandé al hospital? En los periódicos decían crueldad de japonés, Aquilino, venganzas de oriental. Me daba risa, yo no había salido nunca de Campo Grande y era más brasileño que cualquiera.
– Ahora eres un peruano, Fushía -dijo Aquilino-. Cuando te conocí en Moyobamba, todavía podías ser brasileño, hablabas un poco raro. Pero ahora hablas como los cristianos de acá.
– Ni brasileño ni peruano -dijo Fushía-. Una pobre mierda, viejo, una basura, eso es lo que soy ahora.
– ¿Por qué eres tan bruto? -dijo Iricuo-. ¿Por qué les pegaste? Si nos agarran nos matan a palos.
– Todo está saliendo, no hay tiempo de discutir -dijo Chango-. Nosotros a escondernos, Iricuo, y tú apúrate, japonesito, sacas el carro y vienes volando.
– ¿En el cementerio? -dijo Aquilino-. Eso no es cosa de cristianos.
– No eran cristianos sino bandidos -dijo Fushía-. En los periódicos decían se metieron al cementerio para abrir las tumbas. Así es la gente, viejo.
– ¿Y te robaste el carro del turco? -dijo Aquilino-. ¿Cómo fue que a ellos los agarraron y a ti no?
– Se quedaron toda la noche en el cementerio, esperándome -dijo Fushía-. La policía les cayó al amanecer. Yo ya estaba lejos de Campo Grande.
– Quiere decir que los traicionaste, Fushía -dijo Aquilino.
– ¿Acaso no he traicionado a todo el mundo? -dijo Fushía-. ¿Qué es lo que he hecho con el Pantacha y los huambisas? ¿Qué es lo que he hecho con Jum, viejo?
– Pero entonces no eras malo -dijo Aquilino-. Tú mismo me dijiste que eras honrado.
– Antes de entrar a la cárcel -dijo Fushía-. Ahí dejé de serlo.
– ¿Y cómo te viniste al Perú? -dijo Aquilino-. Campo Grande debe estar lejísimos.
– En el Mato Grosso, viejo -dijo Fushía-. Los periódicos decían el japonés se está yendo a Bolivia. Pero yo no era tan tonto, estuve por todas partes, un montón de tiempo escapando, Aquilino. Y al fin llegué a Manaos. De ahí era fácil pasar a Iquitos.
– ¿Y ahí fue donde conociste al señor Julio Reátegui, Fushía? -dijo Aquilino.
– Esa vez no lo conocí en persona -dijo Fushía-. Pero oí hablar de él.
– Qué vida has tenido, Fushía -dijo Aquilino-. Cuánto has visto, cuánto has viajado. Me gusta oírte, no sabes qué entretenido es. ¿A ti no te da gusto contarme todo eso? ¿No sientes que así el viaje se pasa más rápido?
– No, viejo -dijo Fushía-. No siento nada más que frío.
Al cruzar la región de los médanos, el viento que baja de la cordillera se caldea y endurece: armado de arena, sigue el curso del río y, cuando llega a la ciudad, se divisa entre el cielo y la tierra como una deslumbrante coraza. Allí vacía sus entrañas: todos los días del año, a la hora del crepúsculo, una lluvia seca y fina como polvillo de madera, que sólo cesa al alba, cae sobre las plazas, los tejados, las torres, los campanarios, los balcones y los árboles, y pavimenta de blanco las calles de Piura. Los forasteros se equivocan cuando dicen «las casas de la ciudad están apunto de caer»: los crujidos nocturnos no provienen de las construcciones, que son antiguas pero recias, sino de los invisibles, incontables proyectiles minúsculos de arena al estrellarse contra las puertas y las ventanas. Se equivocan, también, cuando piensan: «Piura es una ciudad huraña, triste». La gente se recluye en el hogar a la caída de la tarde para librarse del viento sofocante y de la acometida de la arena que lastima la piel como una punzada de agujas y la enrojece y llaga, pero en las rancherías de Castilla, en las chozas de barro y caña brava de la Mangachería, en las picanterías y chicherías de la Gallinacera, en las residencias de principales del malecón y la plaza de Armas, se divierte como la gente de cualquier otro lugar, bebiendo, oyendo música, charlando. El aspecto abandonado y melancólico de la ciudad desaparece en el umbral de sus casas, incluso las más humildes, esas frágiles viviendas levantadas en hilera a las márgenes del río, al otro lado del camal.