La noche piurana está llena de historias. Los campesinos hablan de aparecidos; en su rincón, mientras cocinan, las mujeres cuentan chismes, desgracias. Los hombres beben culitos de chicha rubia, ásperos vasos de cañazo. Éste es serrano y muy fuerte: los forasteros lloran cuando lo prueban por primera vez. Los niños se revuelcan sobre la tierra, luchan, taponean las galerías de los gusanos, fabrican trampas para las iguanas o, inmóviles, sus ojos muy abiertos, atienden las historias de los mayores: bandoleros que se apostan en las quebradas de Canchaque, Huancabamba y Ayabaca, para desvalijar a los viajeros y, a veces, degollarlos; mansiones donde penan los espíritus; curaciones milagrosas de los brujos; entierros de oro y plata que anuncian su presencia con ruido de cadenas y gemidos; montoneras que dividen a los hacendados de la región en dos bandos y recorren el arenal en todas direcciones, buscándose, embistiéndose en el seno de descomunales polvaredas, y ocupan caseríos y distritos, confiscan animales, enrolan hombres a lazo y pagan todo con papeles que llaman Bonos de la Patria, montoneras que todavía los adolescentes vieron entrar a Piura como un huracán de jinetes, armar sus tiendas de campaña en la plaza de Armas y derramar por la ciudad uniformes colorados y azules; historias de desafíos, adulterios y catástrofes, de mujeres que vieron llorar a la Virgen de la Catedral, levantar la mano al Cristo, sonreír furtivamente al Niño Dios.
Los sábados, generalmente, se organizan fiestas. La alegría recorre como una onda eléctrica la Mangachería, Castilla, la Gallinacera, las chozas de la orilla del río. En todo Piura resuenan tonadas y pasillos, valses lentos, los huaynos que bailan los serranos golpeando el suelo con los pies descalzos, ágiles marineras, tristes con fuga de tondero. Cuando la embriaguez cunde y cesan los cantos, el rasgueo de las guitarras, el tronar de los cajones y el llanto de las arpas, de las rancherías que abrazan a Piura como una muralla, surgen sombras repentinas que desafían el viento y la arena: son parejas jóvenes, ilícitas, que se deslizan hasta el ralo bosque de algarrobos que ensombrece el arenal, las playitas escondidas del río, las grutas que miran hacia Catacaos, las más audaces hasta el comienzo del desierto. Allí se aman.
En el corazón de la ciudad, en los cuadriláteros que cercan la plaza de Armas, en casonas de muros encalados y balcones con celosías, viven los hacendados, los comerciantes, los abogados, las autoridades. En las noches se congregan en las huertas, bajo las palmeras, y hablan de las plagas que amenazan este año el algodón y los cañaverales, de si entrará el río a tiempo y vendrá caudaloso, del incendio que devoró unos rozos de Chápiro Seminario, de la pelea de gallos del domingo, de la pachamanca que se organiza para recibir al flamante médico local: Pedro Zevallos. Mientras ellos juegan rocambor, dominó o tresillo, en los salones llenos de alfombras y penumbras, entre óleos ovalados, grandes espejos y muebles con forro de damasco, las señoras rezan el rosario, negocian los futuros noviazgos, programan las recepciones y las fiestas de beneficencia, se sortean las obligaciones para la procesión y el adorno de los altares, preparan kermeses y comentan los chismes sociales del periódico local, una hoja de colores que se llama Ecos y Noticias.
Los forasteros ignoran la vida interior de la ciudad. ¿Qué detestan de Piura? Su aislamiento, los vastos arenales que la separan del resto del país, la falta de caminos, las larguísimas travesías a caballo bajo un sol abrasador y las emboscadas de los bandoleros. Llegan al Hotel La Estrella del Norte, que está en la plaza de Armas y es una mansión descolorida, alta como la glorieta donde se toca la retreta de los domingos y a cuya sombra se instalan los mendigos y los lustrabotas, y deben permanecer allí encerrados, desde las cinco de la tarde, mirando a través de los visillos cómo la arena se posesiona de la ciudad solitaria. En la cantina de La Estrella del Norte beben hasta caer borrachos. «Aquí no es como en Lima», dicen, «no hay donde divertirse; la gente piurana no es mala, pero qué austera, qué diurna». Quisieran antros que llamearan toda la noche para quemar sus ganancias. Por eso, cuando parten, suelen hablar mal de la ciudad, llegan a la calumnia.
¿Y acaso hay gente más hospitalaria y cordial que la piurana? Recibe a los forasteros en triunfo, se los disputa cuando el hotel está lleno. A esos tratantes de ganado, a los corredores de algodón, a cada autoridad que llega, los principales los divierten lo mejor que pueden: organizan en su honor cacerías de venado en las sierras de Chulucanas, los pasean por las haciendas, les ofrecen pachamancas. Las puertas de Castilla y la Mangachería están abiertas para los indios que emigran de la sierra y llegan a la ciudad hambrientos y atemorizados, para los brujos expulsados de las aldeas por los curas, para los mercaderes de baratijas que vienen a tentar fortuna en Piura. Chicheras, aguateros, regadores, los acogen familiarmente, comparten con ellos su comida y sus ranchos. Cuando se marchan, los forasteros siempre se llevan regalos. Pero nada los contenta, tienen hambre de mujer y no soportan la noche piurana, donde sólo vela la arena que cae del cielo.
Tanto deseaban mujer y diversión nocturna estos ingratos, que al fin el cielo («el diablo, el maldito cachudo», dice el padre García acabó por darles gusto. Y así fue que apareció, bulliciosa y frívola, nocturna, la Casa Verde.
El cabo Roberto Delgado merodea un buen rato ante la oficina del capitán Artemio Quiroga, sin decidirse. Entre el cielo ceniza y la guarnición de Borja pasan lentamente nubes negruzcas y, en la explanada vecina, los sargentos entrenan a los reclutas: atención carajo, descanso carajo. El aire está cargado de vapor húmedo. Total, una requintada cuando más y el cabo empuja la puerta y saluda al capitán que está en su escritorio, echándose aire con una mano: qué había, qué quería y el cabo una licencia para ir a Bagua ¿se podría? Qué le pasaba al cabo, el capitán se abanica ahora furiosamente con las dos manos, qué bicho le había picado. Pero al cabo Roberto Delgado no le picaban los bichos porque era selvático, mi capitán, de Bagua: quería una licencia para ver a su familia. Y ahí estaba, de nuevo, la maldita lluvia. El capitán se pone de pie, cierra la ventana, vuelve a su asiento con las manos y el rostro mojados. Así que no le picaban los bichos, ¿no sería que tenía mala sangre?, no querrían envenenarse, por eso no le picarían y el cabo consiente: podía ser, mi capitán. El oficial sonríe como un autómata y la lluvia ha impregnado la habitación de ruidos: los goterones caen como pedradas sobre la calamina del techo, el viento silba en los resquicios del tabique. ¿Cuándo había tenido el cabo la última licencia?, ¿el año pasado? Ah, bueno, ése era otro cantar y el rostro del capitán se crispa. Entonces le tocaba una licencia de tres semanas y su mano se eleva, ¿iba a ir a Bagua?, le haría unas compras, y golpea su mejilla y ésta enrojece. El cabo tiene una expresión muy grave. ¿Por qué no se reía?, ¿no era chistoso que el capitán se diera manotazos en la cara? Y el cabo no, qué ocurrencia, mi capitán, qué iba a ser. Una chispa jovial cruza los ojos del oficial, endulza su boca ácida, cholito: se reía a carcajadas o no había licencia. El cabo Roberto Delgado mira confuso a la puerta, a la ventana. Por fin abre la boca y ríe, al principio con risa desganada y artificial, después naturalmente y, al final, con alegría. El zancudo que había picado al capitán era una hembrita, y el cabo está estremecido de risa, sólo las hembras picaban, ¿sabía?, los machos eran vegetarianos y el capitán lárgate de una vez, el cabo enmudece: cuidado se lo comieran los animales en el camino a Bagua por gracioso. Pero no era gracia sino cosa científica, sólo las hembritas chupaban la sangre: se lo había explicado el teniente De la Flor, mi capitán, y al capitán qué chucha que fueran hembras o machos si ardía lo mismo y quién le había preguntado, ¿se las daba de sabihondo? Pero el cabo no se estaba burlando, mi capitán y fíjese, había un remedio que no fallaba, una pomada que se echaban los urakusas, le traería un botellón, mi capitán y el capitán quería que le hablaran en cristiano, quiénes eran los urakusas. Sólo que cómo iba a hablarle en cristiano el cabo si así se llamaban los aguarunas, esos que vivían en Urakusa, y ¿acaso había visto el capitán que a un chuncho lo picaran los bichos? Ellos tenían sus secretos, se hacían sus pomadas con las resinas de los árboles y se embadurnaban, zancudo que se acercaba moría y él se lo traería, mi capitán, un botellón, palabra que se lo traía. Qué buen humor se gastaba esta mañana el cabo, a ver qué cara ponía si los paganos le achicaban la tutuma y el cabo qué buena, qué buena, mi capitán: ya estaba viendo su cabeza de este tamañito. ¿Y a qué iba a ir el cabo a Urakusa? ¿A traerle esa pomadita, nomás? Y el cabo claro, claro, y además porque cortaba camino, mi capitán. Si no, se pasaría la licencia viajando y ya no podría estar con la familia y los amigos. ¿Toda la gente de Bagua era como el cabo?, y él peor, ¿tan conchuda?, mucho peor, mi capitán, no podía saber y el capitán ríe a sus anchas y el cabo lo imita, lo observa, lo mide con sus ojos entrecerrados y de pronto ¿se llevaba un práctico, mi capitán?, ¿un sirviente?, ¿podría? Y el capitán Artemio Quiroga ¿cómo? Se creía muy sabido el cabo, ¿no?, lo ablandaba con payasadas, el capitán se reía y él quería meterle el dedo, ¿no? Pero solito el cabo se iba a demorar horrores, mi capitán, ¿acaso había caminos?, cómo podía ir y venir a Bagua en tan pocos días sin un práctico, y todos los oficiales le harían encargos, hacía falta alguien que ayudara con los paquetes, que lo dejara llevarse un práctico y un sirviente, palabra que le traería esa pomadita matabichos, mi capitán. Ahora le trabajaba la moral: se las sabía todas el cabo, y el cabo usted es una gran persona, mi capitán. Entre los reclutas que llegaron la semana pasada había un práctico, que se llevara a ése y a un sirviente que fuera de la región. Eso sí, tres semanas, ni un día más y el cabo ni uno más, mi capitán, se lo juraba. Choca los talones, saluda y en la puerta se detiene con perdón, mi capitán, ¿cómo se llamaba el práctico? Y el capitán Adrián Nieves y el cabo ya se estaba yendo que él tenía trabajo atrasado. El cabo Roberto Delgado abre la puerta, sale, un viento húmedo y ardiente invade la habitación, revuelve ligeramente los cabellos del capitán.