Sonó un portazo, la superiora levantó el rostro del escritorio, la madre Angélica irrumpió como una tromba en el despacho, sus manos lívidas cayeron sobre el espaldar de una silla.
– ¿Qué pasa, madre Angélica? ¿Por qué viene así?
– ¡Se han escapado, madre! -balbuceó la madre Angélica-. No queda ni una sola, Dios mío.
– Qué dice, madre Angélica -la superiora se había puesto de pie de un salto y avanzaba hacia la puerta-. ¿Las pupilas?
– ¡Dios mío, Dios mío! -asentía la madre Angélica con movimientos de cabeza cortos, idénticos, muy rápidos, como una gallina picoteando granos.
Santa María de Nieva se alza en la desembocadura del Nieva en el Alto Marañón, dos ríos que abrazan la ciudad y son sus límites. Frente a ella, emergen del Marañón dos islas que sirven a los vecinos para medir las crecientes y las vaciantes. Desde el pueblo, cuando no hay niebla, se divisan, atrás, colinas cubiertas de vegetación y, adelante, aguas abajo del río ancho, las moles de la cordillera que el Marañón escinde en el pongo de Manseriche: diez kilómetros violentos de remolinos, rocas y torrentes, que comienzan en una guarnición militar, la de teniente Pinglo, y acaban en otra, la de Borja.
– Por aquí, madre -dijo la madre Patrocinio-. Vea, la puerta está abierta, por aquí ha sido.
La madre superiora alzó la lamparilla y se inclinó: la maleza era una sombra uniforme anegada de insectos. Apoyó su mano en la puerta entreabierta y se volvió hacia las madres. Los hábitos habían desaparecido en la noche, pero los velos blancos resplandecían como plumajes de garzas.
– Busque a Bonifacia, madre Angélica -susurró la superiora-. Llévela a mi despacho.
– Sí, madre, ahora mismo -la lamparilla iluminó un segundo la barbilla trémula de la madre Angélica, sus ojitos que pestañeaban.
– Vaya a advertir a don Fabio, madre Griselda -dijo la superiora-. Y usted al teniente, madre Patrocinio. Que salgan a buscarlas ahora mismo. Dense prisa, madres.
Dos halos albos se apartaron del grupo en dirección al patio de la misión. La superiora, seguida de las madres, caminó hacia la residencia, pegada al muro de la huerta, donde un graznido ahogaba, a intervalos caprichosos, el aleteo de los murciélagos y el chirrido de los grillos. Entre los frutales surgían guiños y destellos ¿cocuyos?, ¿ojos de lechuzas? La superiora se detuvo ante la capilla.
– Entren ustedes, madres -dijo suavemente-. Ruéguenle a la Virgen que no ocurra ninguna desgracia. Yo vendré luego.
Santa María de Nieva es como una pirámide irregular y su base son los ríos. El embarcadero está sobre el Nieva y en torno al muelle flotante se balancean las canoas de los aguarunas, los bores y lanchas de los cristianos. Más arriba está la plaza cuadrada de tierra ocre, en cuyo centro se elevan dos troncos de capirona, lampiños y corpulentos. En uno de ellos izan los guardias la bandera en Fiestas Patrias. Y alrededor de la plaza están la comisaría, la casa del gobernador, varias viviendas de cristianos y la cantina de Paredes, que es también comerciante, carpintero y sabe preparar pusangas, esos filtros que contagian el amor. Y más arriba todavía, en dos colinas que son como los vértices de la ciudad, están los locales de la misión: techos de calamina, horcones de barro y de pona, paredes enlucidas de cal, tela metálica en las ventanas, puertas de madera.
– No perdamos tiempo, Bonifacia -dijo la superiora-. Dímelo todo.
– Estaba en la capilla -dijo la madre Angélica-. Las madres la descubrieron.
– Te he hecho una pregunta, Bonifacia -dijo la superiora-. ¿Qué esperas?
Vestía una túnica azul, un estuche que ocultaba su cuerpo desde los hombros hasta los tobillos, y sus pies descalzos, del color de las tablas cobrizas del suelo, yacían juntos: dos animales chatos, policéfalos.
– ¿No has oído? -dijo la madre Angélica-. Habla de una vez.
El velo oscuro que enmarcaba su rostro y la penumbra del despacho acentuaban la ambigüedad de su expresión, entre huraña e indolente, y sus ojos grandes miraban fijamente el escritorio; a veces, la llama del mechero agitada por la brisa que venía de la huerta, descubría su color verde, su suave centelleo.
– ¿Te robaron las llaves? -dijo la madre superiora.
– ¡No cambiarás nunca, descuidada! -la mano de la madre Angélica revoloteó sobre la cabeza de Bonifacia-. ¿Ves en qué han terminado tus negligencias?
– Déjeme a mí, madre -dijo la superiora-. No me hagas perder más tiempo, Bonifacia.
Sus brazos colgaban a sus costados y mantenía la cabeza baja, la túnica revelaba apenas el movimiento de su pecho. Sus labios rectos y espesos estaban soldados en una mueca hosca y su nariz se dilataba y fruncía ligeramente, a un ritmo muy parejo.
– Voy a enfadarme, Bonifacia, te hablo con consideración y tú como si oyeras llover -dijo la superiora-. ¿A qué hora las dejaste solas? ¿No cerraste con llave el dormitorio?
– ¡Habla de una vez, demonio! -la madre Angélica estrujó la túnica de Bonifacia-. Dios te ha de castigar ese orgullo.
– Tienes todo el día para ir a la capilla pero en la noche tu deber es cuidar a las pupilas -dijo la superiora-. ¿Por qué saliste del cuarto sin permiso?
Dos breves golpecillos sonaron en la puerta del despacho, las madres se volvieron, Bonifacia alzó un poco los párpados y, un segundo, sus ojos fueron más grandes, verdes e intensos.
Desde las colinas del pueblo se divisa, cien metros más allá, en la banda derecha del río Nieva, la cabaña de Adrián Nieves, su chacrita, y después sólo un diluvio de lianas, matorrales, árboles de ramas tentaculares y altísimas crestas. No lejos de la plaza está el poblado indígena, aglomeración de cabañas erigidas sobre árboles decapitados. El lodo devora allí la yerba salvaje y circunda charcos de agua hedionda que hierven de renacuajos y de lombrices. Aquí y allá, diminutos y cuadriculados, hay yucales, sembríos de maíz, huertas enanas. Desde la misión un sendero escarpado desciende hasta la plaza. Y detrás de la misión un muro terroso resiste el empuje del bosque, la furiosa acometida vegetal. En ese muro hay una puerta clausurada.
– Es el gobernador, madre -dijo la madre Patrocinio-. ¿Se puede?
– Sí, hágalo pasar, madre Patrocinio -dijo la superiora.
La madre Angélica levantó el mechero y rescató de la oscuridad del umbral a dos figuras borrosas. Envuelto en una manta, una linterna en la mano, don Fabio entró haciendo venias:
– Estaba acostado y salí como pude, madre, discúlpeme esta facha -dio la mano a la superiora, a la madre Angélica-. Cómo ha podido pasar esto, le juro que no podía creerlo. Ya me imagino cómo se sienten, madre.
Su cráneo calvo parecía húmedo, su rostro flaco sonreía a las madres.
– Siéntese, don Fabio -dijo la superiora-. Le agradezco que haya venido. Alcáncele una silla al gobernador, madre Angélica.
Don Fabio se sentó y la linterna que pendía de su mano izquierda se encendió: una redondela dorada sobre la alfombra de chambira.
– Ya salieron a buscarlas, madre -dijo el gobernador-. El teniente también. No se preocupe, seguro que las encuentran esta misma noche.
– Esas pobres criaturas por ahí, de su cuenta, don Fabio, figúrese -suspiró la superiora-. Felizmente que no llueve. No sabe qué susto nos hemos llevado.
– Pero cómo ha sido esto, madre -dijo don Fabio-. Todavía me parece mentira.
– Un descuido de ésta -dijo la madre Angélica, señalando a Bonifacia-. Las dejó solas y se fue a la capilla. Se olvidaría de cerrar la puerta.
El gobernador miró a Bonifacia y su rostro asumió un aire severo y dolido. Pero un segundo después sonrió e hizo una venia a la superiora.
– Las niñas son inconscientes, don Fabio -dijo la superiora-. No tienen noción de los peligros. Eso es lo que más nos inquieta. Un accidente, un animal.
– Ah, qué niñas -dijo el gobernador-. Ya ves, Bonifacia, tienes que ser más cuidadosa.