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“Los problemas que atormentan a los hombres son los mismos problemas que atormentan a los dioses. Lo que está abajo es como lo que está arriba, dijo Hermes Tres Veces Máximo, que, como todos los fundadores de religiones, se acordó de todo, menos de existir. Cuántas veces Dios me dijo, citando a Antero de Quental: "¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¿Y quién soy yo?".

"Todo es símbolo y atraso, y nosotros, los que somos dioses, no tenemos más que un grado más alto en una Orden cuyos Superiores Incógnitos no sabemos quiénes son. Dios es el segundo en la Orden Manifiesta, y no me dice quién es el Jefe de la Orden, el único que conoce -se conoce- a los Jefes Secretos. Cuántas veces Dios me dijo: "Hermano, no sé quién soy".

"Tenéis la ventaja de ser hombres, y creo a veces, desde el fondo de mi cansancio de todos los abismos, que más vale la calma y la paz de una noche de la familia junto al hogar que toda esta metafísica de los misterios a que nosotros, los dioses y los ángeles, estamos condenados por sustancia. Cuando, a veces, me inclino sobre el mundo, veo a lo lejos, yéndose del puerto o volviendo a él, las velas de los barcos de los pescadores, y mi corazón siente añoranzas imaginarias de la tierra donde nunca estuve. Felices los que duermen, en su vida animal: un sistema peculiar de alma, velado de poesía e ilustrado por palabras [31].

– Esta conversación ha sido interesantísima…

– ¿Esta conversación, señora mía? Pero esta conversación, aunque tal vez el hecho más importante de su vida, nunca ocurrió verdaderamente. En primer lugar, es bien sabido que yo no existo. En segundo lugar, como están de acuerdo los teólogos, que me llaman Diablo, y los librepensadores, que me llaman Reacción, ninguna conversación puede tener interés. Soy un pobre mito, señora mía, y, lo que es peor, un mito inofensivo. Me consuela sólo el hecho de que el universo -sí, esta cosa llena de diversas formas de luces y de vidas- es un mito también.

"Me dicen que todas estas cosas pueden esclarecerse a la luz de la Cabala y de la Teosofía, pero éstos son asuntos de los que nada sé; y Dios, a quien una vez hablé de ellos, me dijo que tampoco los comprendía bien, pues eran pertenencia exclusiva, en sus arcanos, de los grandes iniciados de la Tierra… que, por lo que he leído en libros y periódicos, son y han sido abundantes.

"Aquí, en estas esferas superiores, de las cuales se creó y transformó el mundo, nosotros, para decirle la verdad, no percibimos nada. Me inclino a veces sobre la tierra vasta, echado a la orilla de mi meseta por encima de todo -la meseta de la Montaña de Heredom, como la he oído llamar- y cada vez que me inclino veo religiones nuevas, nuevas grandes iniciaciones, nuevas formas, todas contradictorias, de la verdad eterna, que ni Dios conoce.

"Le confieso que estoy cansado del Universo. Tanto Dios como yo de buen grado dormiríamos un sueño que nos liberara de los deberes trascendentes de que, no sabemos cómo, fuimos investidos. Todo es mucho más misterioso de lo que se juzga, y todo esto -Dios, el universo y yo- es apenas un rincón misterioso de la verdad inalcanzable [32].

– No se imagina cuánto aprecié su conversación. Nunca oí hablar así.

Habían salido a la calle, llena de luz de luna, en la cual ella no había reparado. Ella calló un momento.

– ¿Pero sabe…? Qué curioso… ¿Sabe realmente, y a fin de cuentas, lo que siento?

– ¿Qué? -preguntó el diablo.

Ella volvió hacia él unos ojos súbitamente húmedos.

– ¡Una gran pena por usted!…

Una expresión de angustia, como nadie imaginaría que pudiera haber, pasó por el rostro y por los ojos del hombre rojo. Dejó caer de pronto el brazo que enlazaba el de ella. Se detuvo. Ella dio unos pasos, apesadumbrada. Después se volvió hacia atrás para decir algo -no sabía qué, porque nada había percibido-, para disculparse por la herida que vio había causado [33].

Quedó atónita. Estaba sola.

Sí, era la calle de ella, la parte superior de la calle, pero además de ella no había nadie allí. La luz de la luna caía, clarísima, no sobre la salida del funicular, sino sobre las dos puertas cerradas de la cerrajería de siempre.

No, además de ella no había nadie allí. Era la calle de día vista de noche. En lugar del sol, la luz de la luna… nada más; una luz de luna normal, muy clara, que volvía naturales las casas y las calles. La luz de luna de siempre, y ella avanzó hacia su casa [34].

– Vine con gente conocida. Como venían para el mismo lado…

– ¿Y cómo viniste? ¡¿A pie?!

– No. En automóvil.

– ¡Vaya! No lo oí.

– No hasta la puerta -dijo ella sin vacilación-. Pasaron por allí, por la esquina, y yo les pedí que no me trajeran hasta aquí, porque quería caminar este trecho de calle con esta luz de luna tan linda. Y está linda… Mira, voy a acostarme. Buenas noches…

Y fue, sonriendo, pero sin darle un beso… el de la costumbre, que nadie al darlo sabe si es costumbre si es beso.

Ninguno de los dos reparó en que no se habían besado [35].

El bebé, un varón, que nació cinco meses después, llegó, con el transcurso del tiempo general y de su crecimiento particular, a revelarse, ya de hombre, muy inteligente: un talento, tal vez un genio, lo que era tal vez verdad, aunque lo dijeran algunos críticos. Un astrólogo, que le [hizo] el horóscopo, le dijo que tenía Cáncer en el Ascendente, y Saturno como signo [36].

– Dígame una cosa, madre… Dicen que ciertos recuerdos maternos se pueden transmitir a los hijos. Hay una cosa que constantemente me aparece en sueños y que no puedo relacionar con nada que me haya sucedido. Es un recuerdo de un viaje extraño, en que aparece un hombre de rojo que habla mucho. Hay, primero, un automóvil, y después un tren, y en ese viaje en tren se pasa sobre un puente altísimo, que parece dominar toda la Tierra. Después hay un abismo, y una voz que dice muchas cosas que, si yo las oyera, tal vez me dijeran la verdad. Después se sale a la luz, es decir, a la luz de la luna, como si saliéramos de un subterráneo, y es exactamente aquí, al final de la calle… Ah, es cierto, en el fondo o principio de todo hay una especie de baile, o fiesta, en que aparece ese hombre de rojo…

María dejó en el regazo su costura. Y, volviéndose hacia Antonia, dijo:

– Vaya que esto tiene gracia. Está claro que aquello de los trenes y automóviles y todo lo demás es sueño, pero, realmente, hay una parte de verdad… Fue en aquel baile en el Club Azul, en Carnaval, hace muchos años… sí, unos cinco… unos seis… meses antes de que él naciera. ¿Recuerdas? Bailé con un muchacho cualquiera, vestido de Mefistófeles, y después ustedes me trajeron a casa en su automóvil, y yo me bajé al final de la calle (mira, donde él dice que salió del abismo…)…

– Ah, querida, me acuerdo perfectamente… Nosotros queríamos venir hasta la puerta de casa, aquí, y tú no quisiste. Dijiste que te gustaba andar ese trecho a la luz de la luna…

– Exacto… pero es gracioso, hijo, que hayas acertado con ciertas cosas que estoy segura de que nunca te conté. Claro que no tiene ninguna importancia… ¡Qué cosas curiosas son los sueños! ¿Cómo se puede componer así una historia, en que hay cosas verdaderas -y que la propia persona no podía adivinar- y tantos grandes disparates, como el tren y el puente y el subterráneo?

¡Ingrata humanidad! Así se agradeció al Diablo [37].

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