Durante un breve instante, hundido en el recuerdo, perdí conciencia del paso del tiempo.
Oí que don Genaro gritaba algo y vi el sombrero dar de tumbos y luego caer al suelo, donde estaba mi coche. Todo ocurrió con tal velocidad que no tuve una percepción clara de lo ocurrido. Me sentí mareado y distraído. Mi mente se aferraba a una imagen muy confusa. O había yo visto que el sombrero de don Genaro se convertía en mi coche, o bien que el sombrero caía encima del coche. Quise creer lo último, que don Genaro había usado su sombrero para señalar mi coche. No que importara en realidad: una cosa era tan impresionante como la otra, pero así y todo mi mente se aferraba a ese detalle arbitrario con el fin de conservar su equilibrio original.
– No luches -oí decir a don Juan.
Sentí que algo en mi interior estaba a punto de emerger. Pensamientos e imágenes acudían en oleadas incontrolables, como si me estuviera quedando dormido. Miré, atónito, el coche. Se hallaba en un espacio llano rocoso, a unos treinta metros de distancia. Parecía como si alguien acabara de colocarlo allí. Corrí hacia él y empecé a examinarlo.
– ¡Carajo! -exclamó don Juan-. No te quedes viéndolo. ¡Para el mundo!
Luego, como entre sueños, lo oí gritar:
– ¡El sombrero de Genaro! ¡El sombrero de Genaro!
Los miré. Me miraban de frente. Sus ojos eran penetrantes. Sentí un dolor en el estómago. Tuve una jaqueca instantánea y me puse enfermo.
Don Juan y don Genaro me miraron con curiosidad. Estuve un rato sentado junto al coche y luego, en forma por completo automática, abrí la puerta para que don Genaro subiese en la parte trasera. Don Juan lo siguió y se sentó a su lado. Eso me pareció extraño, pues por lo común él siempre viajaba en el asiento delantero.
Manejé hacia la casa de don Juan. Una especie de bruma me envolvía. Yo no era yo mismo en absoluto. Tenía el estómago revuelto, y la sensación de náusea demolía toda mi sobriedad. Manejaba mecánicamente.
Oí que don Juan y don Genaro reían en el asiento trasero, como niños. Oí a don Juan preguntarme:
– ¿Ya estamos llegando?
Hasta entonces me fijé deliberadamente en el camino. Nos hallábamos muy cerca de su casa.
– Ya casi llegamos -murmuré.
Aullaron de risa. Chocaron las manos y se golpearon los muslos.
Al llegar a la casa, me apresuré automáticamente a bajar y les abrí la puerta. Don Genaro bajó primero y me felicitó por lo que llamaba el viaje más tranquilo y agradable que había hecho en toda su vida. Don Juan dijo lo mismo. No les presté mucha atención.
Cerré el coche y a duras penas pude llegar a la casa. Antes de dormirme, oí las carcajadas de don Juan y don Genaro.
XIX. PARAR EL MUNDO
AL día siguiente, apenas desperté, me puse a interrogar a don Juan. Estaba cortando leña atrás de su casa, pero don Genaro no se veía por ningún lado. Dijo que no había nada de qué hablar. Señalé que yo había logrado conservar la calma y había observado a don Genaro "nadar en el piso" sin querer ni pedir explicación alguna, pero mi contestación no me había ayudado a entender lo que pasaba. Luego, tras la desaparición del coche, me encerré automáticamente en la búsqueda de una explicación lógica, pero eso tampoco me ayudó. Dije a don Juan que mi insistencia en hallar explicaciones no era algo que yo mismo hubiese inventado arbitrariamente, nada más para ponerme difícil, sino algo tan hondamente enraizado en mí que sobrepujaba cualquier otra consideración.
– Es como una enfermedad -dije.
– No hay enfermedades -repuso don Juan con toda calma-. Sólo hay idioteces. Y tú te haces el idiota al tratar de explicarlo todo. Las explicaciones ya no son necesarias en tu caso.
Insistí en que sólo me era posible funcionar bajo condiciones de orden y comprensión. Le recordé que yo había cambiado radicalmente mi personalidad durante el tiempo de nuestra relación, y que la condición que hizo posible tal cambio fue que pude explicarme las razones detrás de él.
Don Juan rió suavemente. Estuvo callado largo rato.
– Eres muy listo -dijo por fin-. Regresas a donde siempre has estado. Pero esta vez se te acabó el juego. No tienes a dónde regresar. Ya no voy a explicarte nada. Lo que Genaro te hizo ayer se lo hizo a tu cuerpo; entonces, que tu cuerpo decida qué es qué.
El tono de don Juan era amistoso, pero inusitadamente despegado, y eso me hizo sentir una soledad avasallante. Expresé mis sentimientos de tristeza. Él sonrió. Sus dedos apretaron suavemente la parte superior de mi mano.
– Los dos somos seres que van a morir -dijo con suavidad-. Ya no hay más tiempo para lo que hacíamos antes. Ahora debes emplear todo el no-hacer que te he enseñado, y parar el mundo.
Volvió a apretarme la mano. Su contacto era firme y amigable; reafirmaba su preocupación y su afecto por mí, y al mismo tiempo me daba la impresión de un propósito inflexible.
– Éste es mi gesto que tengo contigo -dijo, prolongando un instante el apretón de mano-. Ahora debes irte solo a esas montañas amigas -señaló con la barbilla la distante cordillera hacia el sureste.
Dijo que yo debía permanecer allí hasta que mi cuerpo me dijera que ya era bastante, y luego volver a su casa. No quería que yo dijese nada ni esperase más tiempo, y me lo hizo saber empujándome con gentileza en dirección del coche.
– ¿Qué debo hacer allí? -pregunté.
En vez de responder me miró, meneando la cabeza, -ya estuvo bueno -dijo al fin.
Luego señaló con el dedo hacia el, sureste.
– Ándale -dijo, cortante.
Fui hacia el sur y luego hacia el este, siguiendo los caminos que siempre había tomado al viajar con don Juan. Estacioné el coche cerca del sitio donde la brecha terminaba, y luego seguí un sendero conocido hasta llegar a una alta meseta. No tenía idea de qué hacer allí. Empecé a pasearme, buscando un sitio de reposo. De pronto advertí un pequeño espacio a mi izquierda. La composición química del suelo parecía ser distinta en dicho sitio, pero cuando enfoqué allí los ojos no vi nada que explicase la diferencia. Parado a corta distancia, traté de "sentir", como don Juan me recomendaba siempre.
Quedé inmóvil cosa de una hora. Mis pensamientos empezaron a disminuir gradualmente, hasta que ya no hablaba conmigo mismo. Tuve entonces una sensación de molestia. Parecía confinada a mi estómago y se agudizaba cuando yo enfrentaba el sitio en cuestión. Me repelía y me sentí impelido a apartarme de él. Empecé a examinar el área con los ojos cruzados, y tras caminar un poco llegué a una gran roca plana. Me detuve frente a ella. No había en la roca nada en particular que me atrajera. No detecté en ella ningún color ni brillo específico, pero me gustaba. Mi cuerpo se sentía bien. Experimenté una sensación de comodidad física y tomé asiento un rato.
Todo el día vagué por la meseta y las montañas circundantes, sin saber qué hacer ni qué esperar. Al oscurecer volví a la roca plana. Sabía que pasando allí la noche estaría a salvo.
Al día siguiente me adentré más en las montañas, hacia el este. Al atardecer llegué a otra meseta, todavía más alta. Me pareció haber estado allí antes. Miré en torno para orientarme, pero no pude reconocer ninguno de los picos circundantes. Tras elegir con cuidado un sitio, me senté a descansar al borde de un área yerma y rocosa. Allí sentía tibieza y tranquilidad. Quise sacar comida de mi guaje, pero estaba vacío. Bebí un poco de agua. Estaba tibia y aceda. Pensé que no me quedaba más que volver a casa de don Juan, y empecé a preguntarme si debería iniciar de una vez mi camino de regreso. Me acosté bocabajo y apoyé la cabeza en el brazo. Inquieto, cambié varias veces de postura, hasta hallarme de cara al oeste. El sol ya descendía. Mis ojos estaban cansados. Miré el suelo y vi un gran escarabajo negro. Salió detrás de una piedra, empujando una bola de estiércol dos veces más grande que él. Seguí sus, movimientos durante largo rato. El insecto parecía ajeno a mi presencia y seguía empujando su carga sobre rocas, raíces, depresiones y protuberancias. Hasta donde yo sabía, el escarabajo no se daba cuenta de que yo estaba allí. Se me ocurrió la idea de que yo no podía estar seguro de que el insecto no tuviera conciencia de mí; esa idea desató una serie de evaluaciones racionales con respecto a la naturaleza del mundo del insecto, en contraposición con el mío. El escarabajo y yo estábamos en el mismo mundo, y obviamente el mundo no era el mismo para ambos. Me concentré en observarlo, maravillado de la fuerza titánica que necesitaba para transportar su carga por rocas y por grietas.