– ¿Dónde está mi carro? -pregunté, dirigiéndome a ambos.
– ¿Dónde está el carro, Genaro? -preguntó don Juan con una expresión totalmente seria.
Don Genaro empezó a voltear piedras para mirar debajo. Trabajó febrilmente en todo el espacio llano donde yo había estacionado el coche. No pasó por alto una sola piedra. A veces fingía enojarse y arrojaba la piedra al matorral.
Don Juan parecía disfrutar la escena a un grado inexpresable. Reía y chasqueaba la lengua y casi ignoraba mi presencia.
Don Genaro acababa de arrojar una piedra, en un arranque de frustración mentida, cuando llegó a un peñasco de buen tamaño, la única piedra grande y pesada en el área. Intentó volcarla, pero pesaba demasiado y se hallaba incrustada en el suelo. Pugnó y resopló hasta empezar a sudar. Luego se sentó en la roca y llamó a don Juan en su ayuda.
Don Juan me miró con una sonrisa resplandeciente y dijo:
– Anda, vamos a darle una mano a Genaro.
– ¿Pero qué es lo que está haciendo? -pregunté.
– Está buscando tu carro -dijo don Juan con desenfado y naturalidad.
– ¡Por Dios! ¿Cómo va a encontrarlo debajo de las piedras?
– Por Dios, ¿por qué no? -repuso don Genaro, y ambos se carcajearon.
No pudimos mover la roca. Don Juan sugirió que fuéramos a la casa a buscar un madero grueso que usar como palanca.
En el camino a la casa, les dije que sus actos eran absurdos y que eso que me hacían, fuera lo que fuese, no tenía caso.
Don Genaro me escudriñó.
– Genaro es un hombre muy cabal -dijo don Juan con expresión seria-. Es tan cabal y meticuloso como tú. Tú mismo dijiste que nunca dejas una sola piedra sin voltear. Él está haciendo lo mismo.
Don Genaro me palmeó el hombro y dijo que don Juan tenía toda la razón y que, de hecho, él quería ser como yo. Me miró con un brillo de locura y abrió las fosas nasales.
Don Juan chocó las manos y arrojó su sombrero al suelo.
Tras una larga búsqueda en torno a la casa, don Genaro encontró un tronco de árbol, largo y bastante grueso, parte de una viga. Lo cargó atravesado en los hombros e iniciamos el regreso al sitio donde había estado mi coche.
Cuando subíamos el cerrito y estábamos a punto de alcanzar un recodo del camino, desde donde se veía el espacio llano, tuve una ocurrencia súbita. Pensé que iba a hallar el coche antes que ellos, pero al mirar hacia abajo no había ningún coche al pie del cerro.
Don Juan y don Genaro deben haber comprendido lo que yo tenía en mente y corrieron en pos de mí, riendo con regocijo.
Apenas llegamos al pie del cerro, pusieron manos a la obra. Los observé unos momentos. Sus acciones eran incomprensibles. No fingían trabajar; se hallaban inmersos de lleno en la tarea de volcar un peñasco para ver si mi coche estaba debajo. Eso era demasiado para mí, y me uní a ellos. Resoplaban y gritaban y don Genaro aullaba como coyote. Estaban empapados de sudor. Noté lo fuerte que eran sus cuerpos, sobre todo el de don Juan. Junto a ellos, yo era un joven flácido.
No tardé en sudar también, copiosamente. Por fin logramos voltear el peñasco y don Genaro examinó la tierra bajo la roca con la paciencia y la minuciosidad más enloquecedoras.
– No. No está aquí -anunció.
La aseveración hizo a ambos tirarse en el suelo de risa.
Yo reí con nerviosismo. Don Juan parecía tener verdaderos espasmos de dolor; se cubrió el rostro y se acostó mientras su cuerpo se sacudía de risa.
– ¿En qué dirección vamos ahora? -preguntó don Genaro tras un largo descanso.
Don Juan señaló con un movimiento de cabeza.
– ¿A dónde vamos? -pregunté.
– ¡A buscar tu carro! -dijo don Juan, sin la menor sonrisa.
Volvieron a flanquearme cuando entramos en el matorral. Sólo habíamos cubierto unos cuantos metros cuando don Genaro hizo señas de que nos detuviéramos. Fue de puntillas hasta un arbusto redondo que se hallaba a unos pasos, se asomó a las ramas internas y dijo que el coche no estaba allí.
Seguimos caminando un rato y luego don Genaro nos inmovilizó con un ademán. Parado de puntas, arqueó la espalda y estiró los brazos por encima de la cabeza. Sus dedos, contraídos, semejaban una garra.
Desde mi posición, el cuerpo de don Genaro tenía la forma de una letra S. Conservó la postura un instante y luego se abalanzó de cabeza sobre una rama larga, con hojas secas. La levantó con cuidado y, después de examinarla, comentó de nuevo que el coche no estaba allí.
Conforme nos adentrábamos en el matorral, él buscaba detrás de los arbustos y trepaba pequeños árboles de paloverde para mirar entre el follaje, sólo para concluir que el coche tampoco estaba allí.
Mientras tanto, yo llevaba concienzudas cuentas de todo cuanto tocaba o veía. Mi visión secuencial y ordenada del mundo en torno, era tan continua como siempre. Toqué rocas, arbustos, árboles. Mirando primero con un ojo y después con el otro, cambié el enfoque de un primer plano a un plano general. Según todos los cálculos, me hallaba caminando por el chaparral como en veintenas de ocasiones anteriores durante mi vida cotidiana.
Luego, don Genaro se acostó bocabajo y nos pidió hacer lo mismo. Descansó la barbilla en las manos entrelazadas. Don Juan lo imitó. Ambos se quedaron mirando una serie de pequeñas protuberancias en el suelo, semejantes a cerros diminutos. De pronto, don Genaro hizo un amplio movimiento con la diestra y asió algo. Se puso en pie apresuradamente, y lo mismo don Juan. Don Genaro nos mostró la mano cerrada y nos hizo seña de ir a mirar. Luego, lentamente, empezó a abrir la mano. Cuando la tuvo extendida, un gran objeto negro salió volando. El movimiento fue tan súbito, y el objeto volador tan grande, que salté hacia atrás y estuve a punto de perder el equilibrio. Don Juan me apuntaló.
– No era el carro -se quejó don Genaro-. Era una pinche mosca. ¡Ni modo!
Ambos me escudriñaban. Se hallaban parados frente a mí y no me miraban directamente, sino con el rabo del ojo. Fue una mirada prolongada.
– Era una mosca, ¿verdad? -me preguntó don Genaro.
– Creo que sí -dije.
– No creas -me ordenó don Juan imperativamente-. ¿Qué viste?
– Vi algo del tamaño de un cuervo que salía volando de su mano -dije.
Mi descripción era congruente con mi percepción y nada tenía de chiste, pero ellos la recibieron como una de las frases más hilarantes pronunciadas aquel día. Ambos dieron saltos y rieron hasta atragantarse.
– Creo que Carlos ya tuvo suficiente -dijo don Juan. Su voz estaba ronca por la risa.
Don Genaro dijo que estaba a punto de encontrar mi coche, que sentía andar cada vez más caliente. Don Juan observó que estábamos en una zona agreste y que hallar allí el coche no era deseable. Don Genaro se quitó el sombrero y reacomodó la cinta con un trozo de cordel sacado de su morral; a continuación, ató su cinturón de lana a una borla amarilla pegada al ala.
– Estoy haciendo un papalote con mi sombrero -me dijo.
Lo observé y supe que bromeaba. Yo siempre me había considerado un experto en papalotes. De niño, solía hacer cometas de lo más complejo, y sabía que el ala del sombrero de paja era demasiado frágil para resistir el viento. Por otra parte, la copa era demasiado honda y el aire circularía dentro de ella, haciendo imposible el despegue.
– No crees que vuele, ¿verdad? -me preguntó don Juan.
– Sé que no volará -dije.
Don Genaro, sin preocuparse, terminó de añadir un largo cordel a su papalote-sombrero.
Hacía viento, y don Genaro corrió cuestabajo mientras don Juan sostenía el sombrero; luego don Genaro jaló el cordel y la maldita cosa echó a volar.
– ¡Mira, mira el papalote! -gritó don Genaro.
Dio un par de tumbos, pero permaneció en el aire.
– No quites los ojos del papalote -dijo don Juan con firmeza.
Por un momento me sentí mareado. Mirando el papalote, tuve una viva memoria de otro tiempo; era como si yo mismo estuviese volando una cometa, como solía hacer cuando soplaba el viento en las colinas de mi pueblo.