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Don Juan estaba solo en la casa cuando llegué a la mañana siguiente. Le pregunté por don Genaro y dijo que andaba por allí, haciendo un mandado. Inmediatamente empecé a narrarle las extraordinarias experiencias que tuve. Escuchó con obvio interés.

– Sencillamente has parado el mundo -comentó cuando hube terminado mi recuento.

Quedamos un rato en silencio y luego don Juan dijo que yo debía dar las gracias a don Genaro por ayudarme. Parecía inusitadamente contento conmigo. Me palmeó la espalda repetidas veces, chasqueando la lengua.

– Pero es inconcebible que un coyote hable -dije.

– Eso no fue hablar -repuso don Juan.

– ¿Qué era entonces?

– Tu cuerpo entendió por vez primera. Pero fallaste de reconocer que, por principio de cuentas, no era un coyote, y que ciertamente no hablaba como hablamos tú y yo.

– ¡Pero el coyote de veras hablaba, don Juan!

– Mira quién es ahora el que dice idioteces. Después de tantos años de aprendizaje, deberías tener más conocimiento. Ayer paraste el mundo, y a lo mejor hasta viste. Un ser mágico te dijo algo, y tu cuerpo fue capaz de entenderlo porque el mundo se había derrumbado.

– El mundo era como es hoy, don Juan.

– No. Hoy los coyotes no te dicen nada, ni puedes ver las líneas del mundo. Ayer hiciste todo eso simplemente porque algo se paró dentro de ti.

– ¿Qué cosa fue?

– Lo que se paró ayer dentro de ti fue lo que la gente te ha estado diciendo que es el mundo. Verás, desde que nacemos la gente nos dice que el mundo es así y asá, y naturalmente no nos queda otro remedio que ver el mundo en la forma en que la gente nos ha dicho que es.

Nos miramos.

– Ayer el mundo se hizo como los brujos te dicen que es -prosiguió-. En ese mundo hablan los coyotes y también los venados, como te dije una vez, y también las víboras de cascabel y los árboles y todos los demás seres vivientes. Pero lo que quiero que aprendas es ver. A lo mejor ahora ya sabes que el ver ocurre sólo cuando uno se cuela entre los mundos, el mundo de la gente común y el mundo de los brujos. Ahora estás justito enmedio de los dos. Ayer creíste que el coyote te hablaba. Cualquier brujo que no ve creería lo mismo, pero alguien que ve sabe que creer eso es quedarse atorado en el reino de los brujos. De la misma manera, no creer que los coyotes hablan es estar atorado en el reino de la gente común.

– ¿Quiere usted decir, don Juan, que ni el mundo de la gente común ni el mundo de los brujos son reales?

– Son mundos reales. Pueden actuar sobre ti. Por ejemplo, podrías haberle preguntado a ese coyote cualquier cosa que quisieras saber, y él se habría obligado a responderte. Lo único triste es que los coyotes no son de fiar. Son embusteros. Es tu destino no tener un compañero animal de confianza.

Don Juan explicó que el coyote sería mi compañero toda la vida y que, en el mundo de los brujos, tener un amigo coyote no era un estado de cosas muy de desear. Dijo que habría sido ideal que yo hablara con una serpiente de cascabel, pues son compañeras estupendas.

– Yo en tu lugar -añadió- jamás me fiaría de un coyote. Pero tú eres distinto y a lo mejor hasta te haces brujo coyote.

– ¿Qué es un brujo coyote?

– Uno que saca muchas cosas de sus hermanos coyotes.

Quise seguir haciendo preguntas, pero me detuvo con un gesto.

– Has visto las líneas del mundo -dijo-. Has visto un ser luminoso. Ya casi estás listo para encontrarte con el aliado. Por supuesto, sabes que el hombre a quien viste en el matorral era el aliado. Oíste su rugido como el sonar de un avión de chorro. Te estará esperando a la orilla de un llano, un llano al que yo mismo te llevaré.

Guardamos silencio largo rato. Don Juan tenía las manos entrelazadas por encima del estómago. Sus pulgares se movían casi imperceptiblemente.

– También Genaro tendrá que ir con nosotros a ese valle -dijo de pronto-. Es el que te ha ayudado a parar el mundo.

Don Juan me miró con ojos penetrantes.

– Voy a decirte una cosa más -dijo, y rió-. Ya realmente no importa. El otro día, Genaro nunca movió tu carro del mundo de la gente común. Nada más te forzó a mirar el mundo como los brujos, y tu coche no estaba en ese mundo. Genaro quiso ablandar tu certeza. Sus payasadas hablaron a tu cuerpo acerca de lo absurdo que es tratar de entenderlo todo. Y cuando voló su papalote casi viste. Hallaste tu coche y estabas en los dos mundos. La razón de que casi se nos reventaran las tripas de tanto reír fue que tú de veras pensabas que nos estabas trayendo de donde creíste hallar tu coche.

– ¿Pero cómo me forzó a ver el mundo como los brujos?

– Yo estaba con él. Los dos conocemos ese mundo Ya conociéndolo, lo único que se necesita para producirlo es usar ese otro anillo de poder que te he dicho que los brujos tienen. Genaro puede hacerlo con la misma facilidad con la que mueve los dedos. Te tuvo ocupado volteando piedras para distraer tus pensamientos y permitir que tu cuerpo viera.

Le dije que los sucesos de los tres últimos días habían causado algún daño irreparable a mi idea del mundo. Dije que, durante los diez años que llevaba de verlo, jamás había experimentado una sacudida tal, ni siquiera las veces que ingerí plantas psicotrópicas.

– Las plantas de poder son sólo una ayuda -dijo don Juan-. Lo de verdad es cuando el cuerpo se da cuenta de que puede ver. Sólo entonces somos capaces de saber que el mundo que contemplamos cada día no es nada, más que una descripción. Mi intención ha sido mostrarte eso. Desgraciadamente, te queda muy poco tiempo antes de que el. aliado te salga al paso.

– ¿Tiene que salirme al paso?

– No hay manera de evitarlo. Para ver hay que aprender la forma en que los brujos miran el mundo; por eso hay que llamar al aliado, y una vez que se le llama, viene.

– ¿No podía usted enseñarme a ver sin llamar al aliado?

– No. Para ver hay que aprender a mirar el mundo en alguna otra forma, y la única otra forma que conozco es la del brujo.

XX. EL VIAJE A IXTLÁN

DON GENARO regresó a eso del mediodía y, siguiendo la sugerencia de don Juan, los tres fuimos en coche a la cordillera donde yo estuve el día anterior. Caminamos por el mismo sendero que seguí, pero en vez de detenernos en la meseta alta, como yo había hecho, continuamos ascendiendo hasta alcanzar la parte superior de la cordillera más baja; luego empezamos a descender a un valle llano.

Nos detuvimos a descansar en la cima de un cerro alto. Don Genaro eligió el lugar. Automáticamente me senté, como siempre he hecho en compañía de ambos, con don Juan a mi derecha y don Genaro a mi izquierda, formando un triángulo.

El chaparral desértico había adquirido un exquisito lustre húmedo. Se veía verde brillante tras una corta lluvia de primavera.

– Genaro te va a contar algo -me dijo don Juan de repente-. Te va a contar la historia de su primer encuentro con su aliado. ¿No es cierto, Genaro?

Había un matiz de ruego en la voz de don Juan. Don Genaro me miró y contrajo los labios hasta que su boca parecía un agujero redondo. Dobló la lengua contra el paladar y empezó a abrir y cerrar la boca como si tuviera espasmos.

Don Juan lo miró y rió con fuerza. Yo no sabía cómo tomar aquello.

– ¿Qué está haciendo? -pregunté a don Juan.

– ¡Es una gallina! -dijo él.

– ¿Una gallina?

– Mira, mira su boca. Ése es el culo de la gallina, y está a punto de poner un huevo.

Los espasmos de don Genaro parecieron aumentar. Tenía en los ojos una expresión rara, de locura. Su boca se abrió como si los espasmos dilataran el agujero redondo. Produjo con la garganta una especie de graznido, dobló los brazos sobre el pecho con las manos hacia adentro y luego, sin ninguna ceremonia, escupió.

– ¡Carajo! No era un huevo, era un pollo -dijo con expresión preocupada.

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