Estas estimaciones son excitantes. Sugieren que la recepción de un mensaje del espacio es, incluso sin descifrarlo, un signo profundamente esperanzador. Significa que alguien ha aprendido a vivir con la alta tecnología; que es posible sobrevivir a la adolescencia tecnológica. Esta razón, con toda independencia del contenido del mensaje, proporciona por sí sólo una poderosa justificación para la búsqueda de otras civilizaciones.
Si hay millones de civilizaciones distribuidas de modo más o menos casual a través de la Galaxia, la distancia a la más próxima es de unos doscientos años luz. Incluso a la velocidad de la luz un mensaje de radio tardaría dos siglos en llegar desde allí. Si hubiésemos iniciado nosotros el diálogo, sería como si Johannes Kepler hubiese preguntado algo y nosotros recibiera~ mos ahora la respuesta. Es más lógico que escuchemos en lugar de enviar mensajes, sobre todo porque, al ser novicios en radioastronomía, tenemos que estar relativamente atrasados y la civilización transmisora avanzada. Como es lógico, si una civilización estuviera más avanzada, las posiciones se invertirían.
Estamos en las primeras fases de la búsqueda por radio de otras civilizaciones en el espacio. En una fotografía óptica de un campo denso de estrellas, hay centenares de miles de estrellas. Si nos basamos en nuestras estimaciones más optimistas, una de ellas es sede de una civilización avanzada. Pero ¿cuál? ¿Hacia qué estrella tenemos que apuntar nuestros radiotelescopios? Hasta ahora, de los millones de estrellas que pueden señalar la localización de civilizaciones avanzadas, sólo hemos examinado por radio unos pocos millares. Hemos llevado a cabo una décima parte de un uno por ciento del esfuerzo necesario. Pero una investigación seria, rigurosa y sistemática no puede tardar. Los pasos preparatorios están ya en marcha, tanto en los Estados
Unidos como en la Unión Soviética. Es algo relativamente
barato: el coste de una unidad naval de tamaño intermedio por
ejemplo un moderno destructor sería suficiente para pagar un
programa de una década de duración en busca de inteligencias extraterrestres.
Los encuentros benevolentes no han sido lo nonnal en la historia humana, cuando los contactos transculturales han sido directos y físicos, cosa muy diferente de la recepción de una señal de radio, un contacto tan suave como un beso. Sin embargo, es instructivo examinar uno o dos casos del pasado, por lo menos para calibrar nuestras expectativas: entre las épocas de las revoluciones norteamericana y francesa, Luis XVI de Francia organizó una expedición al océano Pacífico, un viaje con objetivos científicos, geográficos, económicos y nacionalistas. El comandante era el conde de La Pérouse, un explorador de fama que había luchado a favor de los Estados Unidos en su guerra de Independencia. Enjulio de 1786, casi un año después de hacerse a la mar, alcanzó en la costa de Alaska un lugar llamado hoy Bahía Lituya. El puerto le encantó y escribió sobre él: Ningún puerto del universo podría ofrecer más ventajas. La Pérouse, en este lugar ejemplar, escribió:
Observé la presencia de algunos salvajes, que hacían señales de amistad desplegando y ondeando capas blancas y diferentes pieles. Algunas de las canoas de estos indios estaban pescando en la bahía… [Nos] rodeaban continuamente las canoas de los salvajes, quienes nos ofrecían pescado, pieles de nutria y de otros animales y diversos artículos menores de vestir a cambio de nuestro hierro. Nos sorprendió mucho observar que parecían muy acostumbrados a traficar, y que regateaban con nosotros con tanta habilidad como cualquier comerciante europeo.
Los nativos americanos pedían cada vez más a cambio de sus mercancías. Recurrieron también al robo, sobre todo de objetos de hierro, con la consiguiente irritación de La Pérouse, pero en una ocasión robaron los uniformes de oficiales de la marina francesa que ellos habían ocultado debajo de sus almohadones cuando dormían por la noche rodeados de guardias armados: una hazaña digna de Harry Houdini. La Pérouse cumplía sus órdenes reales de comportarse pacíficamente, pero se quejó de que los nativos creyesen que podíamos aguantarlo todo. Su sociedad le inspiraba desdén, pero no se causó ningún daño serio por parte de una cultura a la otra. La Pérouse, después de aprovisionar sus dos buques, partió de la Bahía de Lituya, para no regresarjamás. La expedición se perdió en el sur del Pacífico en 1788; perecieron La Pérouse y todos los miembros de su tripulación excepto uno. 2
Exactamente un siglo después Cowee, un jefe de los tlingit, relató al antropólogo canadiense G. T. Emmons una historia del primer encuentro de sus antepasados con el hombre blanco, una narración transmitida únicamente de palabra. Los tlingit no tenían documentos escritos, ni Cowee había oído hablar nunca de La Pérouse. He aquí una paráfrasis de la historia de Cowee:
A fines de una primavera, un grupo importante de tlingit se aventuró hacia Yakutat, al norte, para comerciar con cobre. El hierro era aún más precioso, pero no había modo de conseguirlo. Al entrar cuatro canoas en la Bahía de Lituya fueron tragadas por las olas. Mientras los supervivientes acampaban y lloraban a sus compañeros perdidos, dos objetos extraños entraron en la Bahía. Nadie sabía qué eran. Parecían grandes pájaros negros con inmensas alas blancas. Los tlingit creían que el mundo había sido creado por un gran pájaro que a menudo tomaba la fonna de un cuervo, un pájaro que había liberado al Sol, la Luna y las estrellas de las cajas donde estaban prisioneros. Mirar el Cuervo equivalía a quedar convertido en piedra. Los tlingit, asustados, huyeron al bosque y se escondieron. Pero al cabo de un tiempo, al ver que no habían sufrido ningún daño, algunos con más iniciativa se arrastraron hasta fuera y arrollaron hojas de yaro en forma de primitivos telescopios creyendo que esto les impediría convertirse en piedra. A través de la hoja de col parecía que los grandes pájaros estaban plegando sus alas y que rebaños de pequeños mensajeros negros salían de sus cuerpos y se arrastraban sobre sus plumas.
Entonces un viejo guerrero, casi ciego, reunió a su gente y anunció que su vida se había cumplido hacía tiempo; estaba decidido, en bien de todos, a comprobar si el Cuervo quería convertir a sus hijos en piedra. Se puso su traje de piel de nutria, se metió en su canoa y le llevaron remando hacia el Cuervo, dentro del mar. Se encaramó encima suyo y oyó extrañas voces. Su vista debilitada apenas le permitía distinguir la gran cantidad de formas negras que se movían ante él. Quizás eran cuervos. Cuando regresó sin daño su gente se amontonó a su alrededor admirada de verle vivo. Le tocaron y le olieron para ver si era realmente él. Después de pensarlo mucho, el anciano se convenció de que aquello no era el dios cuervo que les visitaba sino una canoa gigante construida por personas. Las figuras negras no eran cuervos sino personas de un tipo distinto. Convenció a los tliñgit, quienes se decidieron a visitar los buques y a intercambiar sus pieles por muchos artículos extraños, especialmente hierro.
entramos en contacto con una civilización extraterrestre más avanzada, ¿será el encuentro esencialmente pacífico, aunque poco intenso, como el de los franceses con los tlingit, o seguirá otro prototipo más terrible, en el cual la sociedad algo más avanzada destruye a la sociedad técnicamente más atrasada? A principios del siglo dieciséis floreció en el México central una alta civilización. Los aztecas tenían una arquitectura monumental, un sistema elaborado de registro de datos, un arte exquisito y un calendario astronómico superior a cualquiera de Europa. El artista Albrecht Dürer, al ver los objetos que llegaron con los primeros buques cargados de tesoros mexicanos, escribió en agosto de 1520: No había visto nunca nada que me alegrara tanto el corazón. He visto… un sol totalmente de oro de una braza entera de ancho [el calendario astronómico azteca]; también una luna totalmente de plata, de igual tamaño… también dos habitaciones llenas de todo tipo de armamento, annaduras y otras armas admirables, todas las cuales son más hermosas de ver que maravillas. Los intelectuales quedaron asombrados por los libros aztecas, que según dijo uno de ellos, se parecen casi a los egipcios. Hernán Cortés describió su capital, Tenochtitlán, como una de las ciudades más bellas del mundo… Las actividades y comportamiento de la gente están a un nivel casi tan elevado como en España, y su organización y ordenación son iguales. Si consideramos que estos pueblos son bárbaros, privados del conocimiento de Dios v de la comunicación con otras naciones civilizadas, es notable ver todo lo que poseen. Dos años después de escribir estas palabras Cortés destruyó totalmente Tenochtitlán junto con el resto de la civilización azteca. He aquí una relación azteca: