Uno de nosotros tuvo otra idea. Su idea era que la noche es una gran piel de un animal negro, tirada sobre el cielo. Hay agujeros en la piel. Nosotros miramos a través de los agujeros. Y vemos llamas. Él piensa que la llama no está solamente en los pocos lugares donde vemos estrellas. Piensa que la llama está en todas partes. Cree que la llama cubre todo el cielo. Pero la piel nos la oculta. Excepto en los lugares donde hay agujeros.
Algunas estrellas se pasean. Como los animales que cazamos. Como nosotros. Si uno mira con atención durante muchos meses, ve que se han movido. Sólo hay cinco que lo hagan, como los cinco dedos de la mano. Se pasean lentamente entre las estrellas. Si la idea del fuego de campamento es cierta, estas estrellas deben ser tribus de cazadores que van errantes llevando consigo grandes fuegos. Pero no veo posible que las estrellas errantes sean agujeros en una piel. Si uno hace un agujero allí se queda. Un agujero es un agujero. Los agujeros no se pasean. Además tampoco me gusta que me rodee un cielo de llamas. Si la piel cayera el cielo de la noche sería brillante demasiado brillante, como si viéramos llamas por todas partes. Creo que un cielo de llama se nos comería a todos. Quizás hay dos tipos de seres poderosos en el cielo. Los malos, que quieren que se nos coman las llamas, y los buenos, que pusieron la piel para tener alejadas las llamas de nosotros. Debemos encontrar la manera de dar las gracias a los seres buenos.
No sé si las estrellas son fuegos de campamento en el cielo. 0 agujeros en una piel a través dé los cuales la llama del poder nos mira. A veces pienso una cosa. A veces pienso una cosa distinta. En una ocasión pensé que no había fuegos de campamento ni agujeros, sino algo distinto, demasiado difícil para que yo lo comprendiera.
Apoya el cuello sobre un tronco. La cabeza caerá hacia atrás. Entonces podrás ver únicamente el cielo. Sin montañas, sin árboles, sin cazadores, sin fuego de campamento. Sólo cielo. A veces siento como si fuera a caer hacia el cielo. Si las estrellas son fuegos de campamento me gustaría visitar a estos otros pueblos de cazadores: los que van errantes. Entonces siento que me gustaría caer hacia arriba. Pero si las estrellas son agujeros en una piel me entra miedo. No me gustaría caer por un agujero y meterme en la llama del poder.
Me gustaría saber qué es lo cierto. No me gusta no saber.
No me imagino a muchos miembros de un grupo de cazadores/recolectores con pensamientos de este tipo sobre las estrellas. Quizás unos cuantos pensaron así a lo largo de las edades, pero nunca se le ocurrió todo esto a una misma persona. Sin embargo, las ideas sofisticadas son corrientes en comunidades de este tipo. Por ejemplo, los bosquimanos ¡Kungl del desierto de Kalahari, en Botswana, tienen una explicación para la Vía Láctea, que en su latitud está a menudo encima de la cabeza. Le llaman el espinazo de la noche, como si el cielo fuera un gran animal dentro del cual vivimos nosotros. Su explicación hace que la Vía Láctea sea útil y al mismo tiempo comprensible. Los Kung creen que la Vía Láctea sostiene la noche; que a no ser por la Vía Láctea, trozos de oscuridad caerían, rompiéndose, a nuestros pies. Es una idea elegante.
Las metáforas de este tipo sobre fuegos celestiales de campamento o espinazos galácticos fueron sustituidos más tarde en la mayoría de las culturas humanas por otra idea: Los seres poderosos del cielo quedaron promovidos a la categoría de dioses. Se les dieron nombres y parientes, y se les atribuyeron responsabilidades especiales por los servicios cósmicos que se esperaba que realizaran. Había un dios o diosa por cada motivo humano de preocupación. Los dioses hacían funcionar la naturaleza. Nada podía suceder sin su intervención directa. Si ellos eran felices había abundancia de comida, y los hombres eran felices. Pero si algo desagradaba a los dioses y a veces bastaba con muy poco las consecuencias eran terribles: sequías, tempestades, guerras, terremotos, volcanes, epidemias. Había que propiciar a los dioses, y nació así una vasta industria de sacerdotes y de oráculos para que los dioses estuviesen menos enfadados. Pero los dioses eran caprichosos y no se podía estar seguro de lo que irían a hacer. La naturaleza era un misterio. Era difícil comprender el mundo.
Poco queda del Herraron de la isla egea de Samos, una de las maravillas del mundo antiguo, un gran templo dedicado a Hera, que había iniciado su carrera como diosa del cielo. Era la deidad patrona de Samos, y su papel era el mismo que el de Atena en Atenas. Mucho más tarde se casó con Zeus, el jefe de los dioses olímpicos. Pasaron la luna de miel en Samos, según cuentan las viejas historias. La religión griega explicaba aquella banda difusa de luz en el cielo nocturno diciendo que era la leche de Hera que le salió a chorro de su pecho y atravesó el cielo, leyenda que originó el nombre que los occidentales utilizamos todavía: la Vía Láctea. Quizás originalmente representaba la noción importante de que el cielo nutre a la Tierra; de ser esto cierto, el significado quedó olvidado hace miles de años.
Casi todos nosotros descendemos de pueblos que respondieron a los peligros de la existencia inventando historias sobre deidades impredecibles o malhumoradas. Durante mucho tiempo el instinto humano de entender quedó frustrado por explicaciones religiosas fáciles, como en la antigua Grecia, en la época de Homero, cuando, había dioses del cielo y de la Tierra, la tormenta, los océanos y el mundo subterráneo, el fuego y el tiempo y el amor y la guerra; cuando cada árbol y cada prado tenía su dríada y su ménade.
Durante miles de años los hombres estuvieron oprimidos como lo están todavía algunos de nosotros por la idea de que el universo es una marioneta cuyos hilos manejan un dios o dioses, no vistos e inescrutables. Luego, hace 2 500 años, hubo en Jonia un glorioso despertar: se produjo en Samos y en las demás colonias griegas cercanas que crecieron entre las islas y ensenadas del activo mar Egeo oriental. 1 Aparecieron de repente personas que creían que todo estaba hecho de átomos; que los seres humanos y los demás animales procedían de formas más simples; que las enfermedades no eran causadas por demonios o por dioses; que la Tierra no era más que un planeta que giraba alrededor del Sol. Y que las estrellas estaban muy lejos de nosotros.
Esta revolución creó el Cosmos del Caos. Los primitivos griegos habían creído que el primer ser fue el Caos, que corresponde a la expresión del Génesis, dentro del mismo contexto: sin forma. Caos creó una diosa llamada Noche y luego se unió con ella, y su descendencia produjo más tarde todos los dioses y los hombres. Un universo creado a partir de Caos concordaba perfectamente con la creencia griega en una naturaleza impredecible manejada por dioses caprichosos. Pero en el siglo sexto antes de Cristo, en Jonia, se desarrolló un nuevo concepto, una de las grandes ideas de la especie humana. El universo se puede conocer, afirmaban los antiguos jonios, porque presenta un orden interno: hay regularidades en la naturaleza que permiten revelar sus secretos. La naturaleza no es totalmente impredecible; hay reglas a las cuales ha de obedecer necesariamente. Este carácter ordenado y admirable del universo recibió el nombre de Cosmos.
Pero, ¿por qué todo esto en Jonia, en estos paisajes sin pretensiones, pastorales, en estas islas y ensenadas remotas del Mediterráneo oriental? ¿Por qué no en las grandes ciudades de la India o de Egipto, de Babilonia, de China o de Centroamérica? China tenía una tradición astronómico vieja de milenios; inventó el papel y la imprenta, cohetes, relojes, seda, porcelana y flotas oceánicas. Sin embargo, algunos historiadores atinan que era una sociedad demasiado tradicionalista, poco dispuesta a adoptar innovaciones. ¿Por qué no la India, una cultura muy rica y con dotes matemáticas? Debido según dicen algunos historiadores a una fascinación rígida con la idea de un universo infinitamente viejo condenado a un ciclo sin fin de muertes y nuevos nacimientos, de almas y de universos, en el cual no podía suceder nunca nada fundamentalmente nuevo. ¿Por qué no las sociedades mayas y aztecas, que eran expertas en astronomía y estaban fascinadas, como los indios, por los números grandes? Porque, declaran algunos historiadores, les faltaba la aptitud o el impulso para la invención mecánica. Los mayas y los aztecas no llegaron ni a inventar la rueda, excepto en juguetes infantiles.