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Unos días después, mientras jugaba con las figuritas de Bustelli, Julia formuló la pregunta:

»-César… ¿A ti te gustan las chicas?

El anticuario revisaba sus libros, sentado frente al escritorio. Al principio pareció no haber oído. Sólo tras unos instantes levantó la cabeza y sus ojos azules se posaron tranquilamente en los de Julia.

»-La única chica que me gusta eres tú, princesita.

»-¿Y las otras?

»-Qué otras?»

Ninguno de los dos dijo nada más. Pero aquella noche, al dormirse, Julia pensaba en las palabras de César y se sentía feliz. Nadie iba a quitárselo; no había peligro. Y nunca se iría lejos, al lugar de donde no se vuelve, como su padre.

Después vinieron otros tiempos. Largos relatos entre la luz dorada de la tienda de antigüedades; la juventud de César, París y Roma mezclados con historia, arte, libros y aventuras. Y los mitos compartidos. La Isla del tesoro leída capítulo a capítulo entre viejos arcones y panoplias oxidadas. Los pobres piratas sentimentales que, en las noches de luna del Caribe, sentían conmoverse los corazones de piedra al pensar en sus ancianas madres. Porque también los piratas tenían madre; incluso canallas refinados como Jaime Garfio, a quien se le conocía la calidad en los desmanes, y que cada fin de mes enviaba unos doblones de oro español para aliviar la vejez de la autora de sus días. Y entre historia e historia, César sacaba un par de viejos sables de un baúl y le enseñaba la esgrima de los filibusteros: en guardia y atrás, no es lo mismo tajar que degollar, y un gancho de abordaje se lanza exactamente así. También sacaba el sextante para que se orientase por las estrellas. Y el estilete de mango de plata, labrado por Benvenuto Cellini, que además de ser orfebre mató al condestable de Borbón de un tiro de arcabuz, cuando el saco de Roma. Y la terrible daga de misericordia, larga y siniestra, que el paje del Príncipe Negro hundía a través de la celada de los caballeros franceses derribados en Crecy…

Pasaron los años, y fue el personaje de Julia el que empezó a tomar vida. Y le llegó a César el turno de callar mientras escuchaba sus confidencias. El primer amor, a los catorce. El primer amante, a los diecisiete. En esos casos, el anticuario escuchaba en silencio, sin opinar. Sólo cada vez, al final, una sonrisa.

Julia habría dado cualquier cosa por tener esta noche, ante sí, aquella sonrisa: la que le infundía valor y al mismo tiempo restaba importancia a los acontecimientos, dándoles su dimensión exacta en el girar del mundo y en el discurrir inevitable de la vida. Pero César no estaba, y tendría que apañárselas sola. Como el anticuario solía comentar, no siempre resulta posible escoger nuestra compañía, o nuestro destino.

Se entretuvo en preparar vodka con hielo y fue ella quien sonrió, a oscuras, frente al Van Huys. También, justo era reconocerlo, tenía la impresión de que si ocurría algo malo, eso iba a sucederle a los demás. Nunca le pasaba nada a la protagonista, recordó mientras bebía y el hielo tintineaba contra sus dientes. Sólo morían los otros, los personajes secundarios, como Álvaro. Ella, eso lo recordaba bien, había vivido ya cien aventuras parecidas, y siempre salió con la piel intacta, voto a Dios. O… ¿cómo era aquello? Voto al Chápiro Verde.

Se miró en el espejo veneciano, apenas una sombra entre las sombras, la mancha levemente pálida de su rostro, un perfil difuminado, unos ojos grandes y oscuros, Alicia asomaba al otro lado del espejo. Y se miró en el Van Huys, en el espejo pintado que reflejaba otro espejo, el veneciano, reflejo de un reflejo de un reflejo. Y volvió a sentir el vértigo que ya había sentido antes, y pensó que a aquellas horas de la noche los espejos y los cuadros y los tableros de ajedrez jugaban malas pasadas a la imaginación. O tal vez sólo era que el tiempo y el espacio se tornaban, después de todo, conceptos despreciables de puro relativos. Y bebió de nuevo, y el hielo volvió a tintinear contra sus dientes, y sintió que si alargaba la mano podía dejar el vaso sobre la mesa cubierta por el tapete verde, justo sobre la inscripción oculta, entre la mano inmóvil de Roger de Arras y el tablero.

Se acercó más al cuadro. Junto a la ventana ojival, con la mirada baja, absorta en el libro que tenía en el regazo, Beatriz de Ostenburgo le recordaba a Julia las vírgenes flamencas de los primitivos maestros de Flandes: cabello rubio peinado hacia atrás muy tirante, recogido bajo la cofia de tocas casi transparentes. Piel blanca. Solemne y lejana con aquel vestido negro tan distinto a los habituales mantos de lana carmesí, la tela de Flandes, más preciosa que la seda y el brocado. Negro -eso Julia lo comprendía ya con toda claridad- de simbólico luto. Negro de viuda con el que Pieter Van Huys, el genial aficionado a los símbolos y las paradojas, la había vestido no por el esposo, sino por el amante asesinado.

El óvalo de su rostro era delicado, perfecto, y el parecido con las vírgenes renacentistas quedaba subrayado en cada matiz, en cada detalle. No una virgen a la manera de las italianas consagradas por Giotto, amas y nodrizas, incluso amantes, o de las francesas, madres y reinas. Virgen burguesa, esposa de maestros síndicos o de nobles propietarios de onduladas llanuras con castillos, caseríos, cursos de agua y campanarios como el que despuntaba en el paisaje, al otro lado de la ventana. Algo fatua, impasible, serena y fría, encarnación de aquella belleza nórdica a la maniera ponentina que tanto éxito tuvo en los países del sur, España e Italia. Y los ojos azules, o que se adivinaban tales, con su mirada ajena al espectador, en apariencia sólo atenta al libro, y que, sin embargo, se desvelaba penetrante como la de todas las mujeres flamencas retratadas por Van Huys, Van der Weyden, Van Eyck. Ojos enigmáticos que no llegaban a descubrir lo que miraban o deseaban mirar, lo que pensaban. Lo que sentían.

Encendió otro cigarrillo. El sabor a tabaco y el vodka se mezclaron ásperos en su boca. Apartó el cabello de la frente y después, acercando los dedos a la superficie del cuadro, acarició la línea de los labios de Roger de Arras. En la claridad dorada que rodeaba como un aura al caballero, su gorjal de acero relucía con un tenue destello casi mate, de metal muy pulido. Con la mano derecha, tenuemente velada por aquel resplandor suave, bajo el mentón apoyado en el pulgar, fija la mirada en el tablero que simbolizaba su vida y su muerte, Roger de Arras inclinaba el perfil de medalla antigua, ajeno en apariencia a la mujer que leía a su espalda. Pero quizá su pensamiento volaba lejos del ajedrez, hacia aquella Beatriz de Borgoña a la que no miraba por orgullo, prudencia o quizá sólo por respeto a su señor. En ese caso, tan sólo sus pensamientos eran libres para consagrarse a ella, del mismo modo que, en aquel instante, los de la dama eran, tal vez, ajenos también a las páginas del libro que tenía en las manos, y sus ojos se recreaban, sin necesidad de mirar en su dirección, en la ancha espalda del caballero, en su gesto elegante y tranquilo; quizás en el recuerdo de sus manos y su piel, o sólo en el eco del contenido silencio, de la mirada melancólica e impotente que suscitaba en sus ojos enamorados.

El espejo veneciano y el espejo pintado enmarcaban a Julia en un espacio irreal, difuminando los límites entre uno y otro lado de la superficie del cuadro. La luz dorada la envolvió también a ella cuando, muy despacio, casi apoyándose con una mano sobre el tapete verde de la mesa pintada, con sumo cuidado para no derribar las piezas de ajedrez dispuestas sobre el tablero, se inclinó hacia Roger de Arras y lo besó suavemente en la comisura fría de los labios. Y al volverse, vio el brillo del Toisón de Oro sobre el terciopelo carmesí del jubón del otro jugador, Fernando Altenhoffen, duque de Ostenburgo, cuyos ojos la miraban fijamente, oscuros e insondables.

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