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– En este negocio -le decía Menchu a Sergio- hay dos clases de gente, cariño: los que pintan y los que cobran… Y rara vez son los mismos -emitía largos suspiros, enternecida por la juventud del muchacho-. Y vosotros, los artistas jóvenes, tan rubios y todo eso, amor -dedicó a César una venenosa mirada de soslayo-. Tan apetitosos.

César se creyó obligado a regresar lentamente de su lejanía.

– No escuches, mi joven amigo, esas voces que emponzoñan tu dorado espíritu -dijo despacio y lúgubre, como si, en vez de un consejo, a Sergio le diera el pésame-. Esa mujer argumenta con lengua de serpiente, como todas -miró a Julia, inclinándose para besarle la mano, y recobró la compostura-. Perdón. Como casi todas.

– Mirad quien habla -Menchu le hizo una mueca-. Ya salió nuestro Sófocles particular. ¿O era Séneca?… Me refiero al que manoseaba jovencitos entre trago y trago de cicuta.

César miró a la galerista, hizo una pausa para retomar el hilo del discurso y recostó la cabeza en el respaldo con los ojos teatralmente cerrados.

– El camino del artista, y te hablo a ti, mi joven Alcibíades, o mejor Patroclo, o tal vez Sergio… El camino es salvar obstáculo tras obstáculo hasta que pueda asomarse al interior de sí mismo… Ardua tarea, si no tiene a mano un Virgilio que lo guíe. ¿Captas la fina parábola, jovencito?… Es así como el artista conoce, por fin, la libre delicia del más dulce gozo. Su vida se convierte en pura creación y ya no necesita de las miserables cosas exteriores. Está lejos, muy lejos, del resto de sus despreciables semejantes. Y el espacio y la madurez anidan en él.

Hubo algunos aplausos socarrones. Sergio los miraba, sonriente y desconcertado. Julia se echó a reír.

– No le hagas caso. Seguro que eso que acaba de decir se lo ha robado a alguien. Siempre fue un tramposo.

César abrió un ojo.

– Soy un Sócrates que se aburre. Y rechazo con indignación que me acuses de plagiar citas ajenas.

– En el fondo es muy gracioso, de verdad -Menchu le hablaba a Max, que había escuchado todo aquello con el ceño fruncido, mientras le cogía un cigarrillo-. Dame fuego, anda. Condottiero mío.

El epíteto afiló la malicia de César.

– Cave canem, fornido joven -le dijo a Max, y tal vez Julia fue la única que cayó en la cuenta de que, en latín, canem podía ser tanto masculino como femenino-. Según las referencias históricas, de nadie tienen que cuidarse tanto los condotrieros como de aquellos a quienes sirven -miró a Julia e hizo una jocosa reverencia; también la bebida empezaba a hacerle efecto a él-. Burckhardt -aclaró.

– Tranquilo, Max -decía Menchu, aunque Max no parecía nervioso en absoluto-. ¿Ves? Ni siquiera es suyo. Se adorna con perejil ajeno… ¿O son laureles?

– Acanto -dijo Julia, riéndose.

César le dirigió una mirada compungida.

– Et te, Bruta?… -se volvió a Sergio-. ¿Captas el fondo trágico del asunto, Patroclo? -después de paladear un largo trago de ginebra con limón miró dramáticamente a su alrededor, como si buscara un rostro amigo-. No sé que tenéis contra el laurel ajeno, queridísimos… En el fondo -añadió tras meditarlo un instante- todo laurel tiene algo de ajeno. La creación pura no existe; lamento daros esa mala noticia. No somos, o debo decir no sois, puesto que yo no soy creador… Ni tú tampoco, Menchu, mona… Tal vez tú, Max, no me mires así, guapísimo “condottiero feroce”, seas aquí el único que realmente crea algo… -hizo un gesto elegante y cansado con la mano derecha, como expresando un profundo hastío, incluso, de su propia argumentación, y lo terminó muy cerca de la rodilla izquierda de Sergio, con aire casual-. Picasso, y me pesa citar a ese farsante, es Monet, es Ingres, es Zurbarán, es Brueghel, es Pieter Van Huys… Incluso nuestro amigo Muñoz, que sin duda se encuentra en este momento inclinado sobre un tablero, intentando conjurar sus fantasmas al tiempo que nos libra de los nuestros, no es él, sino Kasparov, y Karpov. Y es Fisher, y Capablanca, y Paul Morphy, y aquel maestro medieval, Ruy López… Todo constituye fases de la misma historia, o quizá sea la misma historia que se repite a sí misma; de eso ya no estoy muy seguro… Y tú, Julia, bellísima, ¿te has parado a pensar, cuando estás delante de nuestro famoso cuadro, en qué lugar te encuentras, si dentro o fuera de él?… Sí. Estoy seguro de que sí porque te conozco, princesa. Y sé que no has encontrado una respuesta -soltó una breve carcajada sin humor y los miró uno a uno-… En realidad, hijos míos, feligreses todos, componemos una bizarra tropa. Tenemos la desfachatez de perseguir secretos que, en el fondo, no son otra cosa que los enigmas de nuestras propias vidas -levantó su copa en una especie de brindis dirigido a nadie en particular-. Y eso, bien mirado, no deja de tener su riesgo. Es como romper un espejo para ver que hay detrás del azogue… ¿No os da así, queridos, como un poco de repelús?

Eran las dos de la madrugada cuando Julia regresó a su casa. César y Sergio la habían acompañado hasta el portal e insistieron en subir los tres pisos, pero ella no lo permitió, despidiéndose con un beso de cada uno antes de ascender por la escalera. Lo hizo despacio y mirando a su alrededor con inquietud. Y cuando sacó las llaves del bolso, la tranquilizó rozar con los dedos el metal frío de la pistola.

A pesar de todo, mientras hacía girar la llave en la cerradura, se sorprendió de estarlo tomando con tanta calma. Sentía un miedo neto, preciso, para cuya valoración no necesitaba talento abstracto, como habría dicho César parodiando a Muñoz. Pero ese miedo no implicaba tormento envilecedor, ni deseo de fuga. Por el contrario, quedaba filtrado por una intensa curiosidad en la que había mucho de alarde personal, de desafío. Incluso de juego, peligroso y excitante. Como cuando mataba piratas en el País de Nunca Jamás.

Matar piratas. Estaba familiarizada con la muerte desde muy joven. El primer recuerdo de infancia era su padre, con los ojos cerrados, inmóvil sobre la colcha en el dormitorio, rodeado de personas oscuras y graves que hablaban en voz baja, como si temiesen despertarlo. Julia tenía seis años, y aquel espectáculo incomprensible y solemne quedó para siempre vinculado a la imagen de su madre, a la que ni siquiera entonces vio derramar lágrimas, enlutada y más inaccesible que nunca; a su mano seca e imperiosa cuando la obligó a dar un último beso en la frente del difunto. Fue César, un César al que ella recordaba más joven, quien la cogió después en brazos para alejarla de la ceremonia. Sentada en sus rodillas, Julia miró la puerta cerrada tras la que varios empleados de pompas fúnebres preparaban el ataúd.

»-No parece él, César -había dicho, conteniendo un puchero. No hay que llorar jamás, solía decir su madre. Era la única lección que recordaba haber aprendido de ella-. Papá no parece el mismo.

»-No, ya no es él -fue la respuesta-. Tu papá se ha ido a otra parte.

»-¿A dónde?

»-Da igual a dónde, princesa… Ya no volverá.

»-¿Nunca?

»-Nunca.

Julia había fruncido el ceño infantil, pensativa.

»-No quiero besarlo más… Tiene la piel fría.

La miró un rato en silencio, antes de estrecharla con fuerza. Julia recordaba la sensación cálida que experimentó entre aquellos brazos, el aroma suave de su piel y su ropa.

»-Cuando quieras, puedes venir y besarme a mí.»

Julia nunca supo exactamente en qué momento descubrió que él era homosexual. Tal vez se fue dando cuenta poco a poco, merced a pequeños detalles, a intuiciones. Un día, recién cumplidos doce años, entró en la tienda de antigüedades al salir del colegio y vio cómo César le tocaba la mejilla a un joven. Sólo eso; un breve roce con la punta de los dedos, y después nada. El joven pasó ante Julia, le dirigió una sonrisa y se fue. César, que encendía un cigarrillo, la miró largamente antes de ponerse a darle cuerda a los relojes.

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