Julia observó el cuadro y después, volviéndose, señaló el espejo veneciano que colgaba de la pared, al otro lado del estudio.
– Ahí no -respondió-. Si usamos otro espejo para mirar el cuadro, quizá podamos reconstruir la imagen original.
César la miró largamente, en silencio, meditando sobre lo que acababa de escuchar.
– Eso es muy cierto -dijo por fin, y su aprobación se tradujo en una sonrisa de aliento-. Pero me temo, princesa, que las pinturas y los espejos crean mundos demasiado inconsistentes, que pueden ser entretenidos para mirar desde fuera, pero nada cómodos si hay que moverse en su interior. Para eso hace falta un especialista; alguien capaz de ver el cuadro de forma diferente a como lo vemos nosotros… Y me parece que sé dónde encontrarlo.
A la mañana siguiente, Julia telefoneaba a Álvaro, sin que nadie respondiese a la llamada. Tampoco tuvo más suerte al intentar localizarlo en casa, así que puso a Lester Bowie en el tocadiscos y café a hervir en la cocina, estuvo un largo rato bajo la ducha y se fumó un par de cigarrillos. Después, con el pelo húmedo y su viejo jersey sobre las piernas desnudas, bebió café y se puso a trabajar en el cuadro.
La primera fase de la restauración consistía en eliminar toda la capa de barniz original. El pintor, sin duda preocupado por defender su obra frente a la humedad de los fríos inviernos septentrionales, había aplicado un barniz graso, disuelto en aceite de linaza. La solución era correcta, pero nadie, ni siquiera un maestro como Pieter Van Huys, podía impedir en el siglo XV que un barniz graso amarillease en quinientos años, amortiguando la viveza de los colores originales.
Julia, que había realizado pruebas con varios disolventes en un ángulo de la tabla, preparó una mezcla de acetona, alcohol, agua y amoniaco, dedicándose a la tarea de ablandar el barniz con tampones de algodón que manejaba mediante pinzas. Empezó por las zonas de mayor consistencia, con sumo cuidado, dejando para el final las más claras y débiles. A cada momento se detenía para revisar los tampones de algodón, al acecho de restos de color, asegurándose de que no arrastraba con el barniz parte de la pintura que había debajo. Trabajó sin descanso durante toda la mañana, mientras acumulaba colillas en el cenicero de Benlliure, deteniéndose sólo unos instantes para, con los ojos entornados, observar la marcha del proceso. Poco a poco, al desaparecer el barniz envejecido, la tabla recobraba la magia de sus pigmentos originales, casi todos tal y como habían sido mezclados en la paleta del viejo maestro flamenco: siena, verde de cobre, blanco de plomo, azul ultramar… Julia veía renacer bajo sus dedos aquel prodigio con respeto reverencial, como si ante sus ojos se desvelase el más íntimo misterio del arte y de la vida.
A mediodía telefoneó César, y quedaron en verse por la tarde. Julia aprovechó la interrupción para calentar una pizza, hizo más café y comió frugalmente, sentada en el sofá. Observaba con atención las craqueladuras que el envejecimiento del cuadro, la luz y las dilataciones de la madera habían ido imprimiendo en la capa pictórica. Eran especialmente visibles en las carnaciones de los personajes, rostros y manos, y en colores como el blanco de plomo, mientras que disminuían en los tonos oscuros y el negro. El vestido de Beatriz de Borgoña, sobre todo, con su efecto de volumen en los pliegues, parecía tan intacto que daba la impresión de apreciarse la suavidad del terciopelo si se pasaba un dedo por él.
Resultaba curioso, pensó Julia, que cuadros de factura reciente aparecieran cubiertos de grietas al poco tiempo de terminados, con craqueladuras y cazoletas causadas por el uso de materiales modernos o procedimientos artificiales de secado; mientras la obra de los maestros antiguos, que cuidaban hasta la obsesión su trabajo con técnicas artesanales, resistía el paso de los siglos con más dignidad y belleza. En aquel momento, Julia experimentaba una viva simpatía por el viejo y concienzudo Pieter Van Huys, a quien evocó en su taller medieval, mezclando arcillas y experimentando aceites, en busca del matiz para la veladura exacta; empujado por el afán de imprimir en su obra el sello de la eternidad, más allá de su propia muerte y de la de aquellos a quienes con sus pinceles fijaba sobre una modesta tabla de roble.
Siguió desbarnizando después de comer la parte inferior de la tabla, donde se hallaba la inscripción oculta. Allí trabajó con sumo cuidado, procurando no alterar el verde de cobre, mezclado con resma para impedir que oscureciese con el tiempo, que Van Huys había utilizado al pintar el paño que cubría la mesa; un paño cuyos pliegues extendiera más tarde, con el mismo color, para tapar la inscripción latina. Todo ello, eso lo sabía perfectamente Julia, planteaba un problema ético, además de las normales dificultades técnicas… ¿Era lícito, respetando el espíritu de la pintura, descubrir la inscripción que el propio autor había decidido tapar?… ¿Hasta qué punto un restaurador podía permitirse traicionar el deseo de un artista, plasmado en su obra con la misma solemnidad que si se tratase de un testamento?… Incluso la cotización del cuadro, una vez probada mediante radiografías la existencia de la inscripción y hecho público el suceso, ¿sería más alta con la leyenda cubierta, o al desnudo?
Por suerte, se dijo a modo de conclusión, en todo aquello no era sino una asalariada. La decisión debían tomarla el propietario, Menchu y ese tipo de Claymore, Paco Montegrifo; ella haría lo que se decidiera. Aunque bien meditada la cuestión, si en su mano estuviese preferiría dejar las cosas como estaban. La inscripción existía, su texto era conocido y resultaba innecesario sacarlo a la luz. A fin de cuentas, la capa de pintura que la había cubierto durante cinco siglos formaba también en el cuadro parte de su historia.
Las notas de su saxo llenaban el estudio, aislándola de todo. Pasó con suavidad el tampón empapado en disolvente por el contorno de Roger de Arras, junto a la nariz y la boca, y se ensimismó una vez más en la contemplación de los párpados bajos, de los finos trazos que revelaban leves arrugas en torno a los ojos, de la mirada absorta en la partida. En ese punto la joven dejó correr la imaginación tras el eco de los pensamientos del desventurado caballero. Flotaba en ellos un rastro de amor y muerte, como los pasos del Destino en el misterioso ballet jugado por las piezas blancas y negras sobre los escaques del tablero; sobre su propio escudo de armas, traspasado por un virote de ballesta. Y brillaba en la penumbra una lágrima de mujer, en apariencia absorta en un libro de horas -¿o se trataba del Poema de la Rosa y el caballero?-; de una sombra silenciosa rememorando junto a la ventana días de luz y juventud, metal bruñido, colgaduras y pasos firmes sobre el enlosado de la corte borgoñona; el yelmo bajo el brazo y la frente erguida del guerrero en el cénit de su fuerza y de su fama, embajador altivo de aquel otro con quien razones de Estado aconsejaban desposarla. Y el murmullo de las damas, y el grave semblante de los cortesanos, y el propio rubor ante aquella mirada serena, al oír su voz, templada en las batallas con ese aplomo singular que sólo se encuentra en quienes han gritado alguna vez el nombre de Dios, de su rey o de su dama, cabalgando contra el enemigo. Y el secreto de su corazón en los años que vinieron después. Y la Silenciosa Amiga, la Última Compañera, afilando paciente su guadaña, tensando una ballesta en el foso de la Puerta Este.
Los colores, el cuadro, el estudio, la grave música del saxo que vibraba a su alrededor, parecían dar vueltas en torno a Julia. Hubo un momento en que dejó de trabajar para, cerrados los ojos, aturdida, respirar hondo, acompasadamente, intentando alejar el súbito pavor que la había estremecido un instante, cuando creyó, por efecto de la perspectiva del cuadro, estar “dentro de él”, como si la mesa y los jugadores hubiesen quedado bruscamente a su izquierda y ella se precipitara hacia adelante, a través de la habitación reproducida en la pintura, en dirección a la ventana abierta junto a la que leía Beatriz de Borgoña. Como si le bastara inclinar el cuerpo para asomarse sobre el alféizar y ver qué había debajo, al pie del muro: el foso de la Puerta Este, donde Roger de Arras había sido asaeteado por la espalda.