Tardó en serenarse, y no lo consiguió hasta que, con un cigarrillo en la boca, rascó un fósforo. Le costó acercar la llama al extremo, pues la mano le temblaba como si acabara de tocar el rostro de la Muerte.
– No es más que un club de ajedrez -dijo César mientras subían por la escalera-. El club Capablanca.
– ¿Capablanca? -Julia miró con recelo la puerta abierta. Al fondo se veían mesas con hombres inclinados sobre ellas y espectadores formando grupos alrededor.
– José Raúl Capablanca -aclaró el anticuario con el bastón bajo el brazo, mientras se quitaba el sombrero y los guantes-. Según dicen, el mejor jugador de todos los tiempos… El mundo está lleno de clubs y torneos que llevan su nombre.
Entraron en el local, dividido en tres grandes salas con una docena de mesas; en casi todas se desarrollaban partidas. Había un rumor peculiar en el ambiente, ni ruido ni silencio: una especie de murmullo suave y contenido, algo solemne, como el de la gente cuando llena una iglesia. Algunos jugadores y curiosos miraron a Julia con extrañeza, o desaprobación. El público era exclusivamente masculino. Olía a humo de tabaco y madera vieja.
– ¿Las mujeres no juegan al ajedrez? -preguntó Julia.
César, que le había ofrecido su brazo antes de entrar en el local, pareció meditar sobre aquello.
– La verdad es que ni se me había ocurrido -dijo a modo de conclusión-. Pero es evidente que aquí, no. Tal vez en casa, entre zurcido y cocido.
– Machista.
– Ese es un horrible retruécano, querida. No seas odiosa.
Los recibió en el vestíbulo un caballero amable y locuaz, de cierta edad, calva prominente y bigote recortado con esmero. César se lo presentó a Julia como señor Cifuentes, director de la Sociedad Recreativa José Raúl Capablanca.
– Quinientos socios de cuota -matizó ufano el aludido, mostrándoles los trofeos, diplomas y fotografías que adornaban las paredes-. También organizamos un torneo de ámbito nacional… -se detuvo ante la vitrina donde estaban expuestos varios juegos de ajedrez más viejos que antiguos-. Bonitos, ¿verdad?… Por supuesto, aquí usamos exclusivamente el modelo Staunton.
Se había vuelto hacia César como esperando su aprobación, y el anticuario se vio obligado a componer un gesto de circunstancias.
– Por supuesto -dijo, y Cifuentes le sonrió con simpatía.
– ¿Madera, eh? -precisó-. Nada de plástico.
– Faltaría más.
Cifuentes se volvió hacia Julia, complacido.
– Tendría que ver esto un sábado por la tarde -echó a su alrededor una mirada de satisfacción, como una gallina que pasara revista a sus polluelos-. Hoy es un día normal: aficionados que salen del trabajo y se dan una vuelta antes de cenar, jubilados que dedican la tarde entera… Un ambiente muy agradable, como ven. Muy…
– Edificante -dijo Julia, un poco al buen tuntún. Pero a Cifuentes le pareció apropiado el término.
– Edificante, eso es. Y como pueden comprobar, hay bastantes jóvenes… Aquel de allí es algo fuera de serie. Con diecinueve años ha escrito un estudio de cien páginas sobre las cuatro líneas de la apertura Nimzoindia.
– No me diga. Nimzoindia, vaya… Suena -Julia buscó desesperadamente una palabra- definitivo.
– Bueno, tal vez definitivo sea demasiado -reconoció Cifuentes con honestidad-. Pero es importante.
La joven miró a César en demanda de auxilio, pero éste se limitó a enarcar una ceja, cortésmente interesado en el diálogo. Se inclinaba hacia Cifuentes con las manos sosteniendo bastón y sombrero cruzadas a la espalda, y parecía divertirse horrores.
– Yo mismo -añadió el ajedrecista, señalándose el pecho con el pulgar a la altura del primer botón del chaleco- aporté hace años mi granito de arena…
– No me diga -comentó César, y Julia lo miró inquieta.
– Como lo oye -el director sonreía, con forzada modestia-. Una subvariante de la defensa CaroKann, con el sistema de dos caballos. Ya saben: caballo tres alfil dama… La variante Cifuentes -miró a César, esperanzado-. Tal vez hayan oído hablar de ella.
– No le quepa la menor duda -respondió el anticuario con perfecta sangre fría.
Cifuentes sonrió, agradecido.
– Crean que no exagero al decir que en este club, o sociedad recreativa, como prefiero llamarlo, se dan cita los mejores jugadores de Madrid, y tal vez de España… -pareció recordar algo-. Por cierto, tengo localizado al hombre que necesitan -miró alrededor hasta que se le iluminó el rostro-. Sí, allí está. Acompáñenme, por favor.
Lo siguieron por una de las salas, hacia las mesas del fondo.
– No ha sido fácil -aclaró Cifuentes mientras se acercaban- y he pasado el día dándole vueltas al tema… A fin de cuentas -se volvió a medias hacia César, con gesto de excusa- usted me pidió que le recomendase el mejor.
Se detuvieron a poca distancia de una mesa en la que dos hombres mantenían una partida, observados por media docena de curiosos. Uno de los jugadores tamborileaba suavemente con los dedos a un lado del tablero, sobre el que se inclinaba con una expresión grave que Julia consideró idéntica a la que Van Huys había pintado en los jugadores del cuadro. Frente a él, sin que el repiqueteo de su oponente sobre la mesa pareciera molestarle en absoluto, el otro jugador permanecía inmóvil, ligeramente recostado sobre el respaldo de la silla de madera, con las manos en los bolsillos del pantalón y la barbilla hundida sobre la corbata. Resultaba imposible saber si sus ojos, fijos en el tablero, estaban concentrados en el estudio de éste o absortos en alguna idea ajena a la partida.
Los espectadores mantenían un silencio reverencial, como si lo que allí se decidía fuese cuestión de vida o muerte. Ya quedaban pocas piezas sobre el tablero, tan mezcladas que era imposible, para los recién llegados, averiguar quién jugaba con blancas y quién con negras. Al cabo de un par de minutos, el que tamborileaba con los dedos usó la misma mano para avanzar un alfil blanco, interponiéndolo entre su rey y una torre negra. Consumado el movimiento lanzó una breve mirada a su adversario, antes de sumirse de nuevo en la contemplación del tablero y reanudar el suave tamborileo.
Un prolongado murmullo de los espectadores acompañó la jugada. Julia se acercó más y pudo ver cómo el otro ajedrecista, que no había cambiado de postura al mover su adversario, fijaba su atención en el alfil interpuesto. Permaneció así durante un rato y después, con gesto tan lento que fue imposible saber hasta el final a qué pieza se dirigía, movió un caballo negro.
– Jaque -dijo, y recobró su anterior inmovilidad, ajeno al rumor de aprobación que surgió a su alrededor.
Sin que nadie se lo dijese, Julia supo en ese instante que aquel era el hombre que César había pedido conocer y Cifuentes les recomendaba; así que lo observó con atención. Debía de tener poco más de cuarenta años, era muy delgado y de mediana estatura. Se peinaba hacia atrás, sin raya, con grandes entradas en las sienes. Tenía las orejas grandes, la nariz ligeramente aquilina, y sus ojos oscuros se hallaban profundamente instalados en el interior de las cuencas, como si contemplasen el mundo con desconfianza. Estaba lejos de poseer el aire de inteligencia que Julia creía indispensable en un ajedrecista; su expresión era más bien de indolente apatía, una especie de fatiga íntima y desprovista de interés hacia cuanto se hallaba a su alrededor. Tenía, pensó decepcionada la joven, el aspecto de un hombre que, aparte de realizar jugadas correctas sobre un tablero de ajedrez, no espera gran cosa de sí mismo.
Sin embargo -o tal vez precisamente a causa de ello, del tedio infinito que se traslucía en su expresión imperturbable- cuando el rival desplazó su rey una casilla hacia atrás, y él alargó despacio la mano derecha hacia las piezas, el silencio se hizo diáfano y perfecto en aquel rincón de la sala. Julia, quizá porque era ajena a lo que ocurría, intuyó sorprendida que los espectadores no apreciaban al jugador; que éste no gozaba entre ellos de la menor simpatía. Leyó en sus rostros que aceptaban a regañadientes su superioridad ante un tablero, pues como aficionados no podían sustraerse a la necesidad de comprobar sobre los cuadros blancos y negros la evolución precisa, lenta e implacable de la piezas que movía. Pero en el fondo -y de eso acababa la joven de adquirir una inexplicable certeza- todos ellos acariciaban en su interior la esperanza de estar presentes cuando aquel hombre hallara la horma de su zapato, cometiendo el error que lo destrozase ante un adversario.