1481: Muere Pieter Van Huys en Gante, cuando trabaja en un tríptico sobre el descendimiento destinado a la catedral de San Bavon.
1485: Beatriz de Ostenburgo muere recluida en un convento de Lieja.
Durante un buen rato nadie se atrevió a abrir la boca. Las miradas de cada cual iban de uno a otro, y de ellos al cuadro. Al cabo de un silencio que parecía eterno, César movió la cabeza.
– Confieso -dijo en voz baja- que estoy impresionado.
– Todos lo estamos -añadió Menchu.
Julia dejó los documentos sobre la mesa y se apoyó en ella.
– Van Huys conocía bien a Roger de Arras -señaló los papeles-. Quizás eran amigos.
– Y pintando ese cuadro, le ajustó las cuentas a su asesino -opinó César-… Todas las piezas encajan.
Julia se acercó a la biblioteca, dos paredes cubiertas de estantes de madera que se curvaban bajo el peso de desordenadas hileras de libros. Se detuvo frente a ella un momento, con los brazos en jarras, y después extrajo un grueso volumen ilustrado. Hojeó rápidamente las páginas, hasta dar con lo que buscaba, y fue hasta el sofá a sentarse entre Menchu y César, con el libro -El Rijksmuseum de Amsterdam- abierto sobre las rodillas. La reproducción del cuadro no era muy grande, pero se distinguía perfectamente al caballero, vestido de armadura y con la cabeza descubierta, cabalgando por la falda de una colina en cuya cima había una ciudad amurallada. Junto al caballero, y en amigable conversación, iba el Diablo, jinete en un penco negro y descarnado, señalando con su derecha la ciudad hacia la que parecían dirigirse.
– Podría ser él -comentó Menchu, comparando las facciones del caballero representado en el libro con las del jugador de ajedrez en el cuadro.
– Y podría no ser -apuntó César-. Aunque, desde luego, hay cierto parecido -se volvió hacia Julia-. ¿Cuál es la fecha de ejecución?
– Mil cuatrocientos sesenta y dos.
El anticuario hizo un rápido cálculo.
– Eso significa nueve años antes de La partida de ajedrez. Puede ser la explicación. El jinete acompañado por el diablo es más joven que en el otro cuadro.
Julia no respondió. Estudiaba la reproducción fotográfica del libro. César la miró preocupado.
– ¿Qué pasa?
La joven movía la cabeza despacio, como si temiese, con algún gesto brusco, espantar espíritus esquivos que hubiese costado trabajo convocar.
– Sí -dijo con el tono de quien no tiene más remedio que rendirse a lo evidente-. Como coincidencia, es excesiva.
Y señaló con el dedo la fotografía.
– No veo nada especial -dijo Menchu.
– ¿No? -Julia sonreía para sí misma-. Mira el escudo del caballero… En la Edad Media, cada noble lo decoraba con su emblema… Dime qué opinas tú, César. ¿Qué hay pintado en ese escudo?
El anticuario suspiró, pasándose una mano por la frente. Estaba tan asombrado como Julia.
– Escaques -dijo sin vacilar-. Cuadros blancos y negros -levantó la vista hacia la tabla de Flandes y la voz pareció estremecérsele-. Como los de un tablero de ajedrez.
Dejando el libro abierto sobre el sofá, Julia se puso en pie.
– Aquí no hay casualidad que valga -cogió una lupa de gran aumento antes de acercarse al cuadro-. Si el caballero acompañado por el diablo que pintó Van Huys en mil cuatrocientos sesenta y dos es Roger de Arras, eso significa que, nueve años después, el artista escogió el tema de su escudo de armas como clave maestra de la pintura en la que, supuestamente, representó su muerte… Incluso el suelo de la habitación donde sitúa a los personajes está ajedrezado en blanco y negro. Eso, además del carácter simbólico del cuadro, confirma que el jugador del centro es Roger de Arras… Y todo este tinglado, efectivamente, se articula en torno al ajedrez.
Se había arrodillado ante la pintura, y durante un rato estudió a través de la lupa, una por una, las piezas representadas sobre el tablero y sobre la mesa. También dedicó su atención al espejo redondo y convexo que, desde el ángulo superior izquierdo del cuadro, en la pared, reflejaba, deformado por la perspectiva, el tablero y el escorzo de ambos jugadores.
– César.
– Dime, querida.
– ¿Cuántas piezas tiene el juego de ajedrez?
– Hum… Dos por ocho, dieciséis de cada color. Eso hace treinta y dos, si no me equivoco.
Julia contó con el dedo.
– Están las treinta y dos. Se pueden identificar perfectamente: peones, reyes, caballos… Unos dentro de la partida y otros fuera.
– Esas son las piezas ya comidas -César se había arrodillado junto a ella, e indicó una de las piezas situadas fuera del tablero, la que Fernando de Ostenburgo sostenía entre los dedos-. Un caballo fue comido; uno sólo. Un caballo blanco. Los otros tres, uno blanco y dos negros, están aún dentro del juego. Así que el Quis necavit equitem se refiere a él.
– ¿Quién se lo comió?
El anticuario hizo una mueca.
– Esa pregunta es precisamente el quid de la cuestión, amor -sonrió, igual que cuando ella era una cría sentada en sus rodillas-. Hasta ahora hemos averiguado muchas cosas: quién peló el pollito, quién lo guisó… Pero ignoramos quién fue el malvado que se lo comió.
– No has respondido a mi pregunta.
– No siempre tengo maravillosas respuestas a mano.
– Antes sí las tenías.
– Antes podía mentir -la miró con ternura-. Ahora has crecido, y ya no puedo engañarte con facilidad.
Julia le puso una mano sobre el hombro, como cuando, quince años atrás, pedía que inventase para ella la historia de un cuadro, o una porcelana. En su voz quedaba un eco de la misma súplica infantil.
– Necesito saberlo, César.
– La subasta será dentro de dos meses -dijo Menchu a su espalda-. No queda mucho tiempo.
– Al diablo la subasta -respondió Julia. Seguía mirando a César como si éste tuviera en sus manos la solución. El anticuario volvió a suspirar despacio y sacudió ligeramente la alfombra antes de sentarse en ella, cruzando las manos sobre las rodillas. Su ceño estaba fruncido y se mordía la punta de la lengua pequeña y rosada, pensativo.
– Tenemos unas claves con las que empezar -dijo al cabo de un rato-. Pero disponer de claves no es suficiente; lo que cuenta es cómo utilizarlas -miró el espejo convexo que, pintado en el cuadro, reflejaba los jugadores y el tablero-. Estamos acostumbrados a creer que un objeto cualquiera y su imagen en un espejo contienen una misma realidad, pero eso no es cierto -señaló con un dedo el espejo pintado-. ¿Véis? Ya, a simple vista, comprobamos que la imagen está invertida. Y en el tablero, el sentido de la partida es a la inversa, luego ahí también lo está.
– Me estáis dando un terrible dolor de cabeza -dijo Menchu, emitiendo un gemido-. Eso es demasiado complejo para mi encefalograma plano, así que voy a beber algo… -fue hasta el mueble bar y se sirvió una generosa porción del vodka de Julia. Pero, antes de coger el vaso, extrajo de su bolso una piedra pulida y plana de ónice, una cánula de plata y una pequeña cajita, y preparó una fina raya de cocaína-. Se abre la farmacia. ¿Alguien se anima?
Nadie respondió. César parecía absorto en el cuadro, ajeno a lo demás, y Julia se limitó a fruncir el ceño con reprobación. Encogiendo los hombros, Menchu se inclinaba para aspirar por la nariz, rápida y precisa, en dos tiempos. Cuando se incorporó sonreía, y el azul de sus ojos era más luminoso y ausente.
César se había acercado al Van Huys, cogiendo a Julia por el brazo como si le aconsejara ignorar a Menchu.
– La simple idea -dijo, como si en la habitación estuviesen solos Julia y él- de que algo en el cuadro puede ser real y algo puede no serlo, ya nos hace caer en una trampa. Los personajes y el tablero están incluidos dos veces en la pintura, y una es, de algún modo, menos real que la otra. ¿Comprendes?… Aceptar ese hecho nos hace meternos a la fuerza en la habitación del cuadro, y borra los límites entre lo real y lo pintado… La única forma de evitarlo sería distanciarnos hasta no ver otra cosa que manchas de color y piezas de ajedrez. Pero hay demasiadas inversiones por medio.