parsimonia la mecha en torno al chisquero.
– ¿Tú has estado allí?
– Claro. Hace mucho. Era un buen sitio cuando yo era Joven.
Coy recordaba aquello. Su amigo le había hablado alguna vez de langostas morunas de caparazón verde, en vez del habitual rojo oscuro o marrón jaspeado de blanco. Eso era hace veinte o treinta años, cuando aún había peces y marisco en aquellas aguas: langostinos, almejas, atunes y meros de hasta veinte kilos.
– El sabor era bueno -explicó el Piloto-, pero el color echaba para atrás a los clientes.
Tánger estaba pendiente de sus palabras.
– ¿Por qué?… ¿Cómo era ese color?
– Verde moho, muy distinto al rojo o al azulado que tienen las langostas recién pescadas, o a ese otro verde oscuro de la langosta africana o americana -el Piloto sonrió apenas entre el humo de tabaco-… No abría mucho el apetito… Por eso los pescadores se las comían ellos, o vendían las colas ya hervidas.
– ¿Recuerdas el sitio?
– Claro que sí -el Piloto empezaba a mostrarse incómodo por el interés de ella; aprovechaba las chupadas a su cigarrillo para hacer pausas cada vez más largas y mirar a Coy-… El cabo de Agua por el través y el cabezo del Junco Grande unos diez grados al norte.
– ¿Qué sonda?
– Escasa. Veintipocos metros. La langosta suele andar más abajo, pero en aquel sitio había siempre unas cuantas.
– ¿Buceabais allí?
El otro le dirigió un nuevo vistazo a Coy. Cuéntame adónde quiere ir a parar, decían sus ojos. Y éste, que tenía las manos apoyadas en la mesa, las volvió un poco hacia arriba, mostrando las palmas. Versión para sordomudos: no tengo ni puta idea.
– En esa época no había tantos equipos de inmersión como ahora -respondió al fin el Piloto-. Los pescadores trabajaban calando las nasas de junco o el trasmallo, y cuando se perdían se quedaban abajo.
– Abajo -repitió ella.
Luego permaneció callada. Al cabo de un momento alargó una mano hacia su vaso de vino, pero tuvo que dejarlo porque los dedos le temblaban.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Coy.
No comprendía su actitud, ni el temblor, ni el repentino interés de Tánger por las langostas. Incluso era uno de los platos que figuraban en la carta del restaurante, y la habían visto pasar sobre él con indiferencia.
Ella reía. De un modo singular, quedo. Reía entre dientes, inesperadamente sarcástica, moviendo la cabeza como si la regocijase un chiste que hubiera contado ella misma. Se había llevado las manos a las sienes como si de pronto le dolieran, y miraba el agua de la bahía que ya era gris, clareada por la espuma de olas cortas levantadas en las incesantes rachas. La luz tamizada del exterior acentuaba el metal pavonado de sus ojos absortos. O estupefactos.
– Langostas -murmuró-… Langostas verdes.
Ahora se estremecía, con la risa demasiado próxima a un sollozo. Tras un nuevo intento, había derramado su vaso de vino sobre el mantel. Y espero que no se haya vuelto loca, pensó alarmado Coy. Espero que no se haya vuelto majareta con toda esta mierda, y que en vez de llevarla al “Dei Gloria” no terminemos llevándola a un manicomio. Secó un poco el vino con la servilleta. Después puso una mano en su hombro, y al tocarla sintió el temblor.
– Tranquilízate -susurró.
– Estoy muy tranquila -dijo ella-. Nunca he estado más tranquila en mi vida.
– ¿Qué diablos pasa?
Había dejado de reír, o de sollozar, o de lo que fuera, y continuaba observando el mar. Al fin dejó de temblar, suspiró hondo y miró al Piloto con una extraña expresión antes de inclinarse sobre la mesa e imprimir un beso en la cara del azarado marino. Ahora sonreía, radiante, cuando se volvió hacia Coy.
– Pasa que es ahí donde está el “Dei Gloria”. Donde las langostas verdes.
Mar rizada, casi llana, y brisa suave. Ni una nube en el cielo, y el “Carpanta” balanceándose suavemente a dos millas y media de la costa con la cadena del fondeo cayendo vertical desde la roldana: cabo de Agua por el través, y el Junco Grande arriba, diez grados al nordeste. El sol todavía no estaba alto, pero ya picaba en la espalda de Coy cuando se inclinó para comprobar el manómetro de la bibotella: dieciséis litros de aire comprimido, la reserva arriba, los atalajes listos. Comprobó la frisa, y después encajó sobre ella la reductora que había de suministrarle aire a una presión que iría variando con la profundidad, para compensar el aumento de las atmósferas sobre su cuerpo: sin ese aparato para equilibrar la presión interna, un buceador quedaría aplastado o estallaría como un globo hinchado en exceso. Abrió la llave a tope y luego la cerró tres cuartos de vuelta. La boquilla era una vieja Nemrod; sabía a caucho y a polvos de talco cuando se la puso en la boca para comprobar el funcionamiento. El aire circuló ruidosamente por las membranas. Todo en orden.
– Media hora a veinte metros -le recordó el Piloto.
Asintió mientras se ponía la chaquetilla de neopreno, el cinturón de lastre y el chaleco salvavidas de emergencia. Tánger estaba de pie frente a él, sujeta con una mano al baquestay, mirándolo en silencio. Vestía su bañador negro de nadadora olímpica, y a los pies tenía unas aletas, una máscara de buceo y un tubo respirador. Había pasado casi toda la tarde y parte de la noche explicándoles lo de las langostas verdes. Lo expuso una y otra vez del derecho y del revés, tras interrogar al Piloto hasta el mínimo detalle, haciendo croquis con lápiz y papel, calculando distancias y profundidades. El caparazón de las langostas, había dicho, posee facultades miméticas: igual que a muchas otras especies, la naturaleza proporciona a esos crustáceos la capacidad del camuflaje como medio de defensa. De ese modo se adaptan a los fondos en que viven. Estaba comprobado que langostas que habitaban en barcos de hierro hundidos adquirían a menudo el tono rojizo del óxido de las planchas en descomposición. Y el color verde mohoso descrito por el Piloto coincidía exactamente con la tonalidad que el bronce adquiere tras largas inmersiones bajo el mar.
– ¿Qué bronce? -había preguntado Coy.
– El de los cañones.
Coy tenía sus reservas. Todo aquello le sonaba demasiado a Cangrejo de las Pinzas de Oro, o a cualquier otra aventura semejante. Pero no habitaban un álbum de Tintín. Por lo menos, no él.
– Tú misma has dicho, y lo comprobamos bien, que los cañones del “Dei Gloria” eran de hierro… No había grandes cantidades de bronce a bordo del bergantín.
Ella lo miró tranquila y superior; como esas otras veces en que parecía darle a entender que llevaba la bragueta abierta, o que era imbécil.
– Los del “Dei Gloria”, sí -puntualizó-; pero no los del “Chergui”. El jabeque llevaba doce cañones: cuatro largos de seis libras, ocho de a cuatro, y además cuatro pedreros, ¿recuerdas?… Procedentes de una vieja corbeta francesa artillada, la “Flamme”. Y al menos los cañones de seis y los de a cuatro eran de bronce -había despegado del mamparo el plano del jabeque, para tirarlo sobre la mesa delante de Coy-. Así figura en la documentación que nos dio Lucio Gamboa en Cádiz. Hay casi quince toneladas de bronce ahí abajo.
Coy cambió otra mirada con el Piloto, que se limitaba a escuchar en silencio, y no puso más objeciones. Todo lo demás, había seguido explicando Tánger, era obvio. Los dos barcos se hundieron muy cerca uno del otro. Lo más probable, debido a la explosión que acabó con el “Chergui”, era que los restos del corsario estuviesen dispersos alrededor del pecio principal. Al sulfatarse uno de sus elementos, el cobre, el bronce había ido adquiriendo aquella coloración característica bajo el mar, adoptada por las langostas que sin duda hicieron sus viviendas en los restos del naufragio y en las bocas de los cañones. Y se daba, además, una circunstancia complementaria y alentadora: lo más importante. Si las langostas habían estado en contacto con el bronce, eso significaba que el área de dispersión no era muy grande, y que los restos no estaban cubiertos por el fango o la arena.