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– Al principio, no lo creo. Pero a medida que nos acerquemos, tal vez. En esta época ya hay gente que va a la playa.

– También hay pesqueros -apuntó el Piloto, con un gajo de mandarina en la boca-. Y Mazarrón está cerca.

Tánger miró a Coy. Había cogido una de las cáscaras del plato del Piloto y la partía en trocitos. El aroma perfumaba la mesa.

– ¿Hay forma de justificarnos?

– Supongo que sí. Podemos estar pescando, o buscando algo perdido.

– Un motor -sugirió el Piloto.

– Eso es. Un motor fuera borda caído al mar. Tenemos a favor que el Piloto y el “Carpanta” son muy conocidos en la zona, y llamarán poco la atención… En lo que se refiere a tierra, no hay problema. Podemos amarrar alguna noche en Mazarrón, otra en Águilas, otras en Cartagena, y el resto fondear lejos de la zona. Una pareja que alquila un barco para quince días de vacaciones no tiene nada de extraño.

Bromeaba al decir aquello, pero Tánger no pareció encontrar divertido el comentario. O tal vez era la palabra pareja. Inclinaba la cabeza con la piel de mandarina entre los dedos, considerando la situación. Se había lavado el pelo por la tarde, antes de bajar a tierra, y las puntas rubias y asimétricas volvían a rozarle el mentón.

– ¿Hay patrulleras? -preguntó, impasible.

– Dos -dijo el Piloto-. La de vigilancia aduanera y la de la guardia civil.

Coy explicó que la Hache Jota de Aduanas solía operar de noche, y se ocupaba de vigilar el contrabando. No debían de preocuparse por ella. En cuanto a la guardia civil, su misión era vigilar la costa y hacer cumplir las leyes sobre pesca. El “Carpanta” no era asunto suyo, en principio; pero cabía la posibilidad de que, al verlo allí un día tras otro, se acercaran a curiosear.

– La ventaja es que el Piloto conoce a todo el mundo, incluidos los guardias. Ahora las cosas han cambiado, pero en su juventud se asoció con algunos. Ya te puedes imaginar: tabaco rubio, licores, un porcentaje de las ganancias -lo miró con afecto-… Siempre supo ganarse la vida.

El Piloto hizo un gesto fatalista y sabio, antiguo como el mar que navegaba; herencia de innumerables generaciones de vientos adversos.

– Vive y deja vivir -dijo con sencillez.

El propio Coy lo había acompañado un par de veces en otros tiempos, haciendo funciones de grumete en expediciones clandestinas y nocturnas cerca del cabo Tiñoso o hacia el cabo de Palos, y recordaba aquellos episodios con la excitación propia de los pocos años. A oscuras, con el destello del faro cercano en la noche, a la espera de las luces de un mercante que aminoraba la marcha, deteniéndose el tiempo necesario para que un par de fardos bajasen a la cubierta del “Carpanta”. Cajas de rubio americano, botellas de whisky, electrónica japonesa. Y luego, el camino de regreso en la oscuridad, tal vez el desembarco del alijo en una cala discreta, pasándolo a manos de sombras que se adelantaban con el agua hasta el pecho. Para el joven que Coy era entonces no había diferencia entre eso y lo leído, bastando para justificar la aventura. Desde su punto de vista, aquellas viejas páginas, “Moonfleet” y “David Balfour” y “La flecha de oro” y todas las otras -esperar una andanada en la oscuridad fue mucho tiempo su más íntimo anhelo- aportaban pretextos suficientes. El caso era que luego, al volver a puerto y echar a tierra un cabo inocente para encapillarlo al noray, siempre había algún guardia civil o un suboficial de marina que mordía la parte del león; y al Piloto le quedaba, tras arriesgar su barco y su libertad, lo justo para llegar a fin de mes mientras otros se enriquecían a su costa. Vive y deja vivir: pero siempre hay alguien que vive mejor que uno. O a costa de los otros. Cierta vez, en el bar Taibilla, mientras comían bocadillos de magro con tomate, alguien se llevó aparte al Piloto y le propuso hacer un viaje algo más complicado, yendo al encuentro, una noche sin luna, de un pesquero procedente de Marruecos. Ketama pura, dijo. Cincuenta kilos. Y aquello, explicó el sujeto a media voz, podía hacerle ganar mil veces lo que sacaba de sus esporádicas excursiones nocturnas. Desde la mesa, con el bocadillo en la mano, Coy vio cómo el Piloto escuchaba con atención, terminaba sin apresurarse la cerveza, y luego dejaba el vaso vacío sobre el mostrador antes de sacar al otro del bar, a bofetadas, hasta la calle Mayor.

Tánger pagó la cena y salieron. La temperatura era agradable, y caminaron despacio en dirección a las puertas de Murcia y la ciudad vieja. Había un soldado de infantería de marina inmóvil ante la puerta blanca de capitanía: el mismo edificio, comentó Tánger, en el que fue interrogado el pilotín del “Dei Gloria”. También había luciérnagas verdes de taxistas aburridos en la puerta del cine Mariola, y gente sentada en las terrazas. A veces Coy se cruzaba con un rostro conocido, e intercambiaba un silencioso saludo, un movimiento de cabeza, hola, hasta luego, qué tal te va, pronunciados por uno y otro sin intención de verse luego ni nunca, ni conocer la respuesta. Ya no había nada en común de lo que hablar. Vio a una antigua novia de juventud convertida en respetable matrona, con dos niños de la mano y otro en un cochecito, acompañada de un marido de pelo escaso y gris, que a Coy le recordaba vagamente a un compañero de colegio. Pasó inexpresiva a la luz de las espantosas farolas postmodernas que obstaculizaban las aceras, sin mostrar señal de reconocimiento. Pero sí me conoces, pensó él, divertido. Lqthvqtv: Ley de Quién Te Ha Visto y Quién Te Ve. Yo esperándote en la puerta de San Miguel, los roces de manos en el café Mastia. Aquel guateque de Nochevieja en casa de tus padres que estaban de viaje: “Je t.aime, mai non plus”, y las parejas abrazadas con poca luz mientras Serge Gainsbbourg y Jane Birkin se lo hacían en el tocadiscos. Y el rincón oscuro, y la cama de tu hermano con un banderín del Atlético de Madrid clavado con chinchetas en la pared, y cómo se puso tu padre cuando llegó de improviso a reventar la fiesta y nos encontró allí, jugando a los médicos. Pues claro que me conoces.

– La fase de búsqueda -dijo- me preocupa menos que si encontramos el “Dei Gloria”… En tal caso, y aunque disimulemos con idas y venidas, nuestra inmovilidad será más sospechosa a medida que pasen los días -se volvió a Tánger-… Lo que no sé es cuánto tiempo puede llevarnos eso.

– Yo tampoco.

Habían subido por la calle del Aire hasta la taberna del Macho. Los peldaños de la cuesta de la Baronesa ascendían hacia las ruinas de la catedral vieja y el teatro romano, entre embocaduras de calles estrechas, casi todas ya desaparecidas, pero cuyo trazado permanecía indeleble en la memoria de Coy. Más allá, el barrio popular de obreros portuarios y pescadores que recordaba apiñado bajo el castillo, con ropa tendida de balcón a balcón, se veía ahora medio derruido, poblado por inmigrantes africanos que miraban, hoscos o cómplices, desde las esquinas. Hachís bueno, paisa. Resién traído de Marueco. Había gatos deslizándose junto a las paredes como comandos en plena incursión nocturna, bajo antiguas rejas con macetas. De las tascas cercanas salía olor a vino y a boquerones fritos, y una puta solitaria se paseaba lejos, igual que un centinela aburrido, bajo el farolito que iluminaba una hornacina con la Virgen de la Soledad.

– Habrá que tomar medidas del pecio comparándolas con los planos -dijo Tánger- para situar la proa y la popa. Y luego cribar el lugar donde debe encontrarse la cámara del capitán… O lo que quede de ella.

– ¿Y si está enterrada?

– En ese caso nos iremos de allí, y volveremos con los medios adecuados.

– Tú estás al mando -Coy evitaba los ojos del Piloto, que sentía fijos en él-. Tú sabrás.

La taberna del Macho ya no se llamaba así, ni olía a aceitunas y vino barato; pero conservaba el antiguo mostrador, los toneles de roble oscuro y el aspecto de añeja bodega que recordaba Coy. El Piloto bebía coñac Fundador, y la mujer desnuda tatuada en su antebrazo izquierdo se movía lascivamente cada vez que tensaba los músculos al levantar la copa. Coy había visto aquellos trazos azules hacerse más borrosos con el paso del tiempo. El Piloto la tenía grabada desde muy joven, cuando una visita del “Canarias” a Marsella, y después tuvo fiebre durante tres días. El mismo Coy había estado a punto de hacerse un tatuaje en Beirut mientras navegaba de tercer oficial en el “Otago”: una serpiente alada muy bonita, elegida entre los modelos que el grabador tenía expuestos en la pared. Pero ya con el brazo desnudo extendido y la aguja a punto de tocarle la piel, se arrepintió. Así que puso diez dólares sobre la mesa y se fue con el brazo intacto.

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