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Se mantenía interesado pero un poco aparte, con su cara inexpresiva labrada por el viento, el sol y el salitre. Hacía y deshacía nudos mecánicamente, con un trozo de driza entre los dedos encallecidos, de uñas tan cortas y rotas como las de Tánger. Sus pupilas, descoloridas por años de luz mediterránea, iban del uno al otro, tranquilas. Una mirada estoica que Coy conocía bien: la del pescador o el marino que nada espera salvo llenar las redes de forma razonable, y regresar a puerto con lo preciso para seguir viviendo. Él no era de los que se hacían ilusiones. El mar cotidiano diluía las quimeras; y en el fondo, la palabra “esmeraldas” le resultaba tan inconcreta como el sitio donde el arco iris se sostiene sobre el mar.

Tánger se había quitado el gorro de lana. Ahora apoyaba una mano con descuido en el hombro de Coy.

– Hasta que no hayamos situado el casco con ayuda de los planos y sepamos dónde se encuentra cada parte, no estaremos seguros de nada… Lo importante es que la zona de popa sea accesible. Ahí estaba la cámara del capitán, y las esmeraldas.

Su actitud era cada vez más distinta de la que mantenía en tierra firme. Natural y menos arrogante. Coy sentía la leve presión de su mano en el hombro y la proximidad de su cuerpo. Olía a mar, y a piel entibiada por el sol que ascendía despacio en el cielo. Ahora me necesitas, pensó. Ahora me necesitas más, y se te nota.

– Tal vez arrojaran las esmeraldas al mar -dijo.

Ella negaba con la cabeza, la sombra acortándose muy despacio sobre la carta 4631. Luego se quedó callada un poco y dijo que tal vez. Eso era imposible saberlo todavía. De cualquier modo, el cofre estaba perfectamente descrito: una caja de madera, hierro y bronce, de veinte pulgadas de largo. El hierro no resistía bien bajo el agua, y estaría convertido en una masa negruzca irreconocible; el bronce aguantaba mejor, pero la madera habría desaparecido; dentro, las esmeraldas se encontrarían soldadas unas con otras por adherencias. El aspecto sería más o menos el de un bloque de piedra oscura, algo rojiza, con vetas verdosas del bronce. Tendrían que buscarlo entre los restos, y no iba a ser fácil.

Naturalmente que no. A Coy se le antojaba dificilísimo. Una aguja en un pajar, como había sugerido en Cádiz, entre dos risas y dos cigarrillos, Lucio Gamboa. Y si el pecio estaba enterrado, harían falta mangueras extractoras para el fango y la arena. Nada discreto.

– De cualquier manera -concluyó Tánger-, primero tenemos que localizarlo.

– ¿Qué hay de la sonda? -preguntó Coy.

El Piloto terminaba un nudo doble de calabrote.

– Ningún problema -dijo-. Nos la instalarán esta tarde en Cartagena, y también un repetidor del Gps para la cabina -observaba a Tánger con una suspicaz gravedad-. Pero habrá que pagar todo eso.

– Claro -dijo ella.

– Es la mejor sonda de pesca que pude encontrar -el Piloto se dirigía a Coy-. Una Pathfinder Optic de tres haces, como me pediste… El transductor puede instalarse en el espejo de popa sin mucho trabajo.

Tánger lo miró inquisitiva. Coy explicó que con aquella sonda podían cubrir un abanico de 90 grados bajo el casco del “Carpanta”. Se usaba para localizar bancos de peces, pero también daba una visión clara del fondo, con el perfil muy detallado de la superficie de éste. Lo importante era que, gracias a la utilización de diversos colores en la pantalla, la Pathfinder diferenciaba los fondos según su densidad, dureza y estructura, detectando cualquier irregularidad. Una piedra aislada, un objeto sumergido, incluso los cambios de temperatura, aparecían nítidos. Hasta el metal, el hierro o el bronce de los cañones, si sobresalían de la arena, se verían en color intenso, más oscuro. La sonda pesquera no era tan precisa como los sistemas profesionales que podía utilizar Nino Palermo; pero en una profundidad de veinte a cincuenta metros podía bastar. De ese modo, navegando despacio hasta peinar el área de búsqueda y asignando coordenadas a cada objeto sumergido que llamase la atención, podían trazar un mapa de la zona con los lugares posibles del naufragio. En una segunda fase explorarían cada punto con el acuaplano: una tabla remolcada que mantenía a un buceador a la vista del fondo.

– Es raro -dijo el Piloto.

Había descolgado de la bitácora la bota de vino y bebía inclinando hacia atrás la cabeza, los ojos abiertos al cielo. Coy sabía lo que estaba pensando. Con un naufragio en tan poco fondo, los pescadores engancharían las redes en él. Tenía que saberse. Y a esas alturas, alguien habría echado un vistazo allá abajo, para curiosear. Cualquier buzo aficionado podía hacerlo.

– Sí. Me pregunto por qué ningún pescador habló nunca de un naufragio aquí. Suelen conocer estos fondos mejor que el pasillo de su casa.

Tánger le mostró la carta: “A”, “F”, “P”. Las pequeñas iniciales estaban diseminadas por todas partes, junto a los números de la sonda.

– También hay rocas, ¿veis?… Y eso pudo proteger el pecio.

– Protegerlo de los pescadores, tal vez -opinó Coy-. Pero un barco de madera hundido entre rocas no aguanta mucho. Con tan poco fondo, el oleaje y las corrientes destrozan el casco. Ninguno se conserva como en tu ilustración de “El tesoro de Rackham el Rojo”.

– Quizás -dijo ella.

Contemplaba el mar con expresión obstinada, y las miradas del Piloto y de Coy se encontraron. De pronto, una vez más, todo aquello parecía absurdo. No vamos a encontrar nada, decía el gesto del marino mientras le pasaba la bota a Coy. Estoy aquí porque soy tu amigo y además me pagas; o es ella quien lo hace, que a fin de cuentas es lo mismo. Pero a ti esta mujer te ha desviado la aguja. Y lo mejor del asunto es que ni siquiera te la estás tirando.

Estaban en Cartagena. Habían navegado cerca de la costa, bajo la pared escarpada del cabo Tiñoso, y ahora el “Carpanta” enfilaba la bocana del puerto utilizado ya por griegos y fenicios. Carta-Hadath: la Nueva Cartago de las gestas de Aníbal. Recostado en una silla de teca en la popa del velero, Coy observaba la isla de Escombreras. Allí, bajo la cortadura de la cara sur, había sacado ánforas romanas en su juventud; vinarias y olearias de elegantes cuellos con asas alargadas y marcas en latín de sus fabricantes, algunas todavía selladas como al hundirse en el mar. Veinte años antes, aquella zona era un inmenso campo de restos procedentes de naufragios, y también, decían, de navegantes que arrojaban ofrendas al mar a la vista de un templo dedicado a Mercurio. Coy había buceado allí muchas veces, para ascender luego, sin rebasar nunca la velocidad de sus propias burbujas, hacia la silueta oscura del “Carpanta” que aguardaba arriba, en el techo esmerilado de la superficie, con la línea del fondeo curvada hacia las profundidades. Una vez, la primera que bajó a sesenta metros -sesenta y dos marcaba el profundímetro en su muñeca-, Coy había descendido lentamente, con pausas para compensar el aumento de presión en los tímpanos, dejándose caer en el interior de aquella esfera verdosa donde los colores iban desapareciendo hasta convertirse en una luz fantasmal, difusa, y sólo quedaban distintos tonos de verde. Había perdido de vista la superficie y luego caído, siempre muy despacio, de rodillas sobre el fondo de arena limpia, con el frío de las profundidades ascendiéndole por los muslos y el vientre bajo la chaquetilla de neopreno. Siete coma dos atmósferas, pensó, asombrado de su propia audacia; pero tenía dieciocho años. A su alrededor, hasta perderse de vista en el círculo verde, extendidas de cualquier modo sobre la arena lisa, semienterradas en ella o agrupadas en pequeños montículos, veía docenas de ánforas rotas o intactas, cuellos y bases puntiagudas; barro milenario que nadie había tocado ni sacado a la luz en veinte siglos. Bocas alargadas, redondas, anchas y estrechas entre las que asomaban la cabeza malencaradas morenas y nadaban peces oscuros. Embriagado por el mar sobre su piel, fascinado por aquella penumbra y el vasto campo de vasijas inmóviles como delfines dormidos, Coy retiró la máscara de su rostro, manteniendo la boquilla de aire sujeta entre los dientes, para sentir en la cara toda la tenebrosa grandeza que lo envolvía. Después, súbitamente alarmado, se encajó de nuevo la máscara, vaciándola de agua con el aire expulsado por la nariz. En ese momento, el Piloto, alargado por sus aletas de caucho, convertido en otra silueta verdeoscura que descendía desde lo alto de la esfera al extremo de un largo y recto penacho de burbujas, había llegado hasta él, moviéndose con la lentitud de los hombres en las profundidades, señalando con gesto severo su profundímetro en la muñeca y luego la sien con un dedo, al preguntarle silenciosamente si había perdido la razón. Ascendieron juntos, muy despacio, tras las medusas de aire que los precedían, llevando cada uno en las manos un ánfora. Y cuando ya estaba casi en la superficie, y el sol empezaba a filtrar sus rayos por el esmeril turquesa sobre sus cabezas, Coy había alzado la suya, invirtiéndola, y una estela de arena fina se derramó desde su interior, reluciente como polvo de oro en el contraluz del agua, para envolverlo en una nube que parecía un sueño dorado.

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