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El Piloto maniobró para evitar un gran mercante fondeado y después puso el régimen del motor en dos mil quinientas revoluciones. Sobre la bitácora, la aguja de la corredera electrónica establecía la velocidad en cinco nudos, y el cabeceo se hizo algo más intenso. Coy bajó a la camareta a encender la radio Sailor VHF, puso los canales 9 y 16 en doble escucha y luego fue hasta la cubierta de popa, junto a Tánger. La luz de alcance alumbraba con tonos fosforescentes la estela recta que el barco dejaba en el agua.

– Palermo tiene razón – dijo Coy.

– No me fastidies -repuso ella.

No añadió nada más. Seguía atenta a lo alto de la enorme piedra oscura, que semejaba una nube amenazadora suspendida sobre la ciudad.

– Puede reventarnos si se lo propone -prosiguió Coy-. Y es verdad que él sí tiene medios para localizar el “Dei Gloria”. Su oferta…

– Escucha -por fin se había vuelto y lo observaba, perfilada en la claridad que dejaban por babor, hacia la aleta del velero-. Yo hice todo el trabajo. A ver si te enteras de una vez. Y ese barco es mío.

– Nuestro. Ese barco es nuestro. Tuyo y mío -señaló al Piloto-. Y ahora también es suyo.

Tánger pareció meditar sobre aquello.

– Claro -dijo al cabo de un instante-. Y él debe ocuparse de sus asuntos, y tú de los tuyos… Pero Palermo no es cosa vuestra.

– Si hay problemas, Palermo será cosa de todos.

– Eres el único que ha estado apunto de causar problemas. Tú y tus impulsos varoniles -ahora reía sin ganas, y Coy no pudo ver su expresión-. Sólo pareces estar a gusto cuando te rompen la cara.

Vaya, pensó él. LCE: Ley delas Compensaciones Evidentes. Una de zanahoria y otra de palo. Ahora no me pones la mano en el cuello ni sonríes, guapita. No en este momento. No cuando te enfrías y te pones a pensar y descubres que mis torpezas alteran tus planes.

– Ya veo -se limitó a decir-… Sigues creyendo que puedes manejara todo el mundo, ¿verdad?

– Sigo creyendo que sé muy bien lo que hago.

Mantenía los ojos en alguna parte arriba de la piedra oscura. Coy miró a su vez. Por debajo dela ladera parecía ascender un minúsculo destello azul. Algo más arriba había un resplandor rojizo, como una hoguera. Ojalá, pensó, el bereber se haya despeñado con el coche y estén los dos achicharrándose como palomitas de maíz.

– ¿Y qué hay de esa pistola? -pronunciar la palabra “pistola” le hizo sentir un cosquilleo de rencor-… No puedes pasearte con ella así como así.

– Ya ves que sí puedo.

Coy se frotó el ojo dolorido, vuelto hacia la estela luminosa del”Carpanta” en busca de una respuesta adecuada. En la primera ocasión que se presentara, decidió, aquel artefacto iba a salir por encima de la borda. Chof. No le gustaban las pistolas, ni las escopetas, ni las armas en general. Ni siquiera le gustaban las navajas, pese a que todavía llevaba la inútil Wichard del Piloto en el bolsillo de atrás de los tejanos. Quien carga con esa clase de artilugios, pensaba, lo hace con la intención inequívoca de perforar, clavar o cortar. Lo que significa que está muy asustado o tiene muy mala leche.

– Las armas -concluyó en voz alta- siempre traen problemas.

– También te sacan de ellos cuando te portas como un idiota.

Se volvió a medias. Picado.

– Oye. Dijiste que te gustaba verme pelear.

– ¿Eso dije?

Ahora la claridad de la ciudad distante y la luz de alcance en la estela descubrían un ángulo de sonrisa entre las puntas luminosas del cabello revuelto. Coy sintió que su rencor se mezclaba con muchas otras cosas.

– Tranquilo ella se echó a reír-. No pienso usar esa pistola contra ti.

El faro meridional ya era visible por el través de babor: cinco segundos de luz y cinco segundos de oscuridad. La marejadilla del mar abierto hacía cabecear el “Carpanta” con más violencia, y en lo alto del palo, débilmente dibujadas por la luz de navegación a motor, la veleta y el aspa del anemómetro giraban con desmayo, al capricho del oscilar del barco y la falta de viento. Coy calculó por instinto la distancia a la que se encontraban de tierra, y luego echó un vistazo a la aleta de estribor, por donde un mercante que se había estado acercando desde el este quedaba ya en franquía. Con las manos en el timón -una rueda clásica de madera con seis cabillas y casi un metro de diámetro, situada en la bañera detrás de una pequeña cabina con quita vientos y toldo de lona el Piloto cambiaba poco a poco el rumbo, aproándose a levante con la luz del faro en el rabillo del ojo. Sin necesidad de consultar el repetidor del GPS encendido sobre la bitácora junto al piloto automático, la corredera y la sonda, Coy supo que estaban en los 36º 6’ norte y 5º 20’ oeste. Había trazado demasiadas veces rumbos hacia o desde ese faro sobre las cartas náuticas -cuatro del Almirantazgo británico y dos españolas – como para olvidar la latitud y la longitud de Punta Europa.

– ¿Qué te parece? -le preguntó al Piloto.

No se volvió a mirarla. Ella seguía inmóvil en la popa, agarrada a los baquestays, contemplando la piedra negra que dejaban atrás. El Piloto estuvo un rato sin responder. Coy no supo si reflexionaba sobre la pregunta o retrasaba de modo voluntario la respuesta.

– Supongo -dijo por fin – que sabes lo que haces.

Coy torció la boca en la penumbra.

– No te pregunto por mí, Piloto. Te pregunto por ella.

– Es de las que trae más cuenta que se queden en tierra.

Coy estuvo a punto de decir lo obvio: ella no se ha quedado entierra. También podía haber añadido: es esa que todos los marinos cuentan o inventan ante sus compañeros, en la camareta o en los antiguos castillos de proa. La que todos ellos conocieron, o conocimos, en tal o cual puerto. Estuvo a pique de decir eso, pero no lo dijo. En su lugar contempló el cielo negro sobre el palo oscilante. La mayor parte de las estrellas debían de hallarse a la vista, aunque las apagaba el resplandor dela costa cercana.

– Puede haber problemas, Piloto.

El otro no contestó. Seguía corrigiendo el rumbo cabilla a cabilla, dándole resguardo a la punta de costa. Sólo al cabo de un rato inclinó un poco la cabeza, como si comprobase la sonda.

– En la mar siempre hay problemas -dijo.

– Esta vez no serán sólo a causa del mar.

El silencio del Piloto se advirtió preocupado.

– ¿Hay riesgo de perder el barco?

– No creo que la cosa llegue a tanto -lo tranquilizó Coy-. Yo me refiero a problemas en general.

El Piloto parecía reflexionar.

– Dijiste que también puede haber algún dinero -apuntó al fin-. Eso vendría bien… Hay poco trabajo ahora.

– Vamos en busca de un tesoro.

La revelación no alteró al Piloto. Seguía atento al timón y ala luz del faro.

– Un tesoro -repitió, neutro.

– Como lo oyes. Esmeraldas antiguas. Valen una pasta.

El otro asintió, dando a entender que todas las esmeraldas antiguas debían de valer una pasta, pero que no era en eso en lo que estaba pensando. Después dejó libre el timón, el tiempo necesario para coger la bota de vino que llevaba colgada de la bitácora, echarla cabeza hacia atrás y beber un largo trago. Volvió a empuñar las cabillas tras secarse la boca con el dorso de una mano mientras con la otra le pasaba la bota a Coy.

– Recuérdame alguna vez – dijo que te cuente las historias de tesoros que he oído en mi vida.

Coy bebía igual que el Piloto, con la bota en alto, procurando que el balanceo del barco no le derramase el vino encima. Reconocía el sabor. Era un clarete aromático y fresco, del campo de Cartagena.

– Esta historia no es inverosímil del todo -repuso antes del último trago-. Y creo que podemos localizar el naufragio.

– ¿Un naufragio de cuándo?

– Doscientos cincuenta años -tapó la bota y la colgó en su sitio-. Bahía de Mazarrón. En poca sonda.

El Piloto movía la cabeza, escéptico.

– Eso se habrá desintegrado. Los pescadores llevarán toda la vida enganchando redes en los restos, la arena lo habrá cubierto todo… Lo que haya que sacar, o lo sacaron ya o se habrá perdido.

60
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