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Miró el reloj: todavía no era medianoche. La puerta de la habitación de Tánger estaba cerrada, y la música había terminado. Coy sintió el silencio que venía después de la lluvia. Dio unos pasos sin rumbo definido por la habitación, observando los tintines en su estantería, los libros alineados, la postal de Amberes, la copa de plata, la fotografía enmarcada. Ya dijimos en otro lugar que no era un tipo brillante, y que lo sabía; con la conciencia añadida de su estado de ánimo respecto a Tánger Soto. Sin embargo, conservaba un singular sentido del humor; aquella facilidad natural para burlarse de sí mismo, o de sus torpezas: un fatalismo mediterráneo que le permitía sacar astillas para calentarse de cualquier madero. Esa conciencia, o certeza, puede que lo hiciera menos circunstancialmente estúpido de lo que cualquier otro hombre habría sido en idéntica situación. Y además, la costumbre de observar el cielo, y el mar, y la pantalla de radar en busca de señales que interpretar, había acentuado en él cierto tipo de instintos, o intuiciones tácticas. En ese contexto, los indicios a la vista en aquella casa le parecían llenos de significados. Eran, decidió, hitos reveladores de una biografía en apariencia rectilínea, sólida, desprovista de grietas. Y sin embargo, algunos de aquellos objetos, o el ángulo frágil de su propietaria que mostraban como la parte visible de un iceberg, también podían inspirar ternura. Pero a diferencia de las actitudes, y las palabras, y las maniobras que ella esgrimiese para el logro de sus fines, en las pequeñas pistas diseminadas por la casa, en su equívoca irrelevancia, en todas las circunstancias que implicaban a Coy como testigo, actor y víctima, era evidente la ausencia de cálculo. Aquellos indicios no estaban puestos a la vista de modo deliberado. Eran parte de una existencia real, y tenían mucho que ver con un pasado, unos recuerdos no explícitos pero que sin duda sostenían el resto, el tinglado y la apariencia: la niña, el soldado, los sueños y la memoria. En el marco, la muchacha rubia sonreía bajo el brazo protector del hombre bronceado de la camisa blanca; y la sonrisa tenía un parentesco obvio con otras que Coy conocía en ella, incluso las peligrosas; pero también registraba una marcada frescura que la hacía distinta. Algo luminoso, radiante, de vida llena de posibilidades no desveladas, de caminos por recorrer, de felicidad posible y tal vez probable. Era como si en aquella foto ella sonriese por primera vez, del mismo modo que el primer hombre despertó el primer día y vio a su alrededor el mundo recién creado, cuando todo estaba por vivir partiendo de un único meridiano cero, y no existían los teléfonos móviles, ni las mareas negras, ni el virus del sida, ni los turistas japoneses, ni los policías.

En el fondo ésa era la cuestión. Yo también sonreí así alguna vez, pensó. Y aquellos modestos objetos diseminados por la casa, la copa abollada, la fotografía de la muchacha cubierta de pecas, eran los restos del naufragio de esa sonrisa. Adivinarlo hizo que algo le goteara adentro, como si la música que ya no sonaba se deslizase despacio por sus entrañas para mojarle el corazón. Entonces se vio desamparado, cual si fuera él y no Tánger quien sonreía en la foto con el hombre de la camisa blanca. Nadie puede proteger siempre a nadie. Se reconocía en aquella imagen, y eso lo hizo sentirse huérfano, solidario, melancólico y furioso. Primero fue un sentimiento de desolación personal, de extrema soledad que le ascendió por el pecho hasta la garganta y los ojos; y luego una cólera neta, intensa. Miró el lugar donde había estado “Zas” y después sus ojos encontraron la tarjeta de Nino Palermo rota en dos pedazos sobre la mesa. Estuvo así un tiempo, inmóvil. Luego consultó de nuevo el reloj, juntó los pedazos y cogió el teléfono. Marcó el número sin apresurarse, y al poco rato pudo oír la voz del buscador de naufragios. Estaba en el bar de su hotel, y por supuesto que tendría mucho gusto en encontrarse con Coy quince minutos más tarde.

El portero uniformado estudió con suspicacia sus zapatillas blancas y los tejanos raídos bajo la chaqueta de marino cuando lo vio franquear la doble puerta acristalada, internándose en el vestíbulo del Palace. Nunca había estado allí, así que subió los peldaños, cruzó sobre las alfombras y el piso de mármol blanco y se detuvo un instante, indeciso. A la derecha había un gran tapiz antiguo, y a la izquierda la puerta del bar. Siguió de frente hasta la rotonda central y se detuvo otra vez bajo las columnas que circundaban el recinto. Al fondo, un pianista invisible tocaba “Cambalache”, y la música quedaba amortiguada por el discreto rumor de conversaciones. Era tarde pero había gente en casi todas las mesas y sofás: gente bien vestida, chaquetas, corbatas, señoras con joyas, mujeres atractivas, camareros impecables que se movían silenciosos. Un carrito mostraba varias botellas de champaña enfriándose en hielo. Todo muy elegante y correcto, apreció. Como en las películas.

Dio unos pasos por la rotonda, hizo caso omiso al camarero que le preguntó si deseaba una mesa, y se dirigió timón a la vía hacia Nino Palermo, cuyo perfil acababa de avistar en un sofá bajo la gran araña central que colgaba de la cúpula acristalada. Estaba acompañado por la misma secretaria de la subasta de Barcelona, ahora vestida de oscuro, falda corta, piernas visibles hasta medio muslo y modosamente juntas en las rodillas, inclinadas en línea oblicua hacia un lado, con zapatos de tacón alto. Manual de la perfecta secretaria en velada con el jefe, sección indumentaria, página cinco. Estaba sentada entre Palermo y dos individuos de aspecto nórdico. El buscador de naufragios no vio a Coy hasta que estuvo muy cerca. Entonces se puso en pie, abotonándose la chaqueta cruzada. Su coleta estaba recogida con una cinta negra. Vestía un traje gris marengo, corbata de seda sobre camisa azul pálido, y los zapatos negros, las cadenas de oro y el reloj relucían mucho más que su sonrisa. También relució el anillo con la moneda antigua cuando alargó su mano para estrechar la de Coy. Éste ignoró aquella mano.

– Celebro que se haya vuelto razonable -dijo Palermo.

El tono amistoso se le enfrió en la boca a media frase, con la mano inútilmente extendida. Se la miró un momento, sorprendido de verla allí vacía, y luego la retiró despacio, desconcertado, estudiando inquisitivo al recién llegado con sus ojos bicolores.

– Ha ido demasiado lejos -dijo Coy.

La mueca confusa del otro se intensificó de pronto, arrogante.

– ¿Sigue con ella? -preguntó con frialdad.

– Eso no le importa.

Palermo parecía reflexionar. Hizo amago de mirar de soslayo a los dos hombres que aguardaban en el sofá.

– Usted dijo ayer que estaba…

¿No? Fuera de esto. Y cuando telefoneó hace un rato… Por Dios. Creí que aceptaba trabajar para mí.

Coy retuvo aire en los pulmones. El otro le llevaba más de una cabeza, y él lo observaba desde abajo, con las anchas manos colgándole amenazadoras a ambos lados. Se balanceó un poco sobre la punta de los pies.

– Ha ido demasiado lejos -repitió.

La pupila verdosa estaba más dilatada que la parda, pero las dos parecían de hielo espeso. Palermo volvió a observar de reojo a sus acompañantes. Ahora torcía la boca, despectivo.

– No imaginé que viniera a molestarme -dijo-. Usted… Un payaso, eso es. Se porta como un payaso.

Coy asintió muy lentamente dos veces. Las manos se le habían separado un poco más del cuerpo, y sentía los músculos de hombros, brazos y estómago tensos igual que nudos de pescador bien azocados. Palermo se había vuelto a medias, como para terminar la conversación.

– Veo -dijo- que esa zorra lo ha engatusado bien.

Con la última palabra hizo ademán de volver al sofá; pero sólo fue eso, un ademán, porque Coy ya había hecho sus cálculos con rapidez y sabía que el otro era más alto, y no era débil ni estaba solo, y que a un hombre es mejor pegarle cuando todavía está hablando porque sus reflejos son menores. Así que se balanceó de nuevo sobre la punta de los pies, se zampó mentalmente un bote de espinacas, compuso una sonrisa rápida para confiar a Palermo, y en el mismo impulso le asestó un rápido rodillazo en los testículos, tan brutal que un segundo después, cuando el otro se inclinaba sobre el estómago con el rostro congestionado y sin aliento, pudo alcanzarlo sin demasiado esfuerzo con el segundo golpe, un cabezazo en la nariz que crujió bajo su frente como si alguien hubiera roto un mueble. Había aprendido aquello con precisión coreográfica durante una refriega en el barrio marino de Hamburgo: el tercer movimiento, en el improbable caso de que el adversario coleara, consistía en darle otro rodillazo en la cara; y de postre, las suyas y las del maquinista. Pero comprobó que no era necesario: Palermo había caído de rodillas, blanco y desmadejado como un saco de patatas, la cara apoyada en un muslo de Coy, manchándole los tejanos con la sangre escandalosamente roja que chorreaba de su nariz.

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